Las potencias imperiales pueden por poco tiempo reforzar y aplicar su preponderancia tecnológica en conflictos contra los países menos desarrollados, pero históricamente la sofisticación táctica ha fracasado contra la resistencia cultural y política popular.
Luis Britto García / Question Digital
Los imperios se sienten amenazados por la radicalización de los pueblos en América Latina, Asia, África y en la misma Europa, y responden con un recurso que la agrava: la multiplicación de agresiones militares en territorios cada vez más extensos y remotos. Estos ataques intensifican los sentimientos culturales y políticos de rechazo de los pueblos invadidos, y son incosteables para agresores con arcas fiscales exhaustas por la crisis.
Los países hasta ahora hegemónicos están en quiebra. Según el FMI, para 2011 la Deuda Externa de Francia equivaldrá al 99% de su Producto Bruto Interno; la de España al 74%; la de Alemania, al 85%; la de Italia, al 130%; la de Japón, al 204%; la del Reino Unido, al 94%; la de Estados Unidos, al 100% (World Economic Outlook; Oecd, Economic Outlook). Son pasivos impagables, que es imposible cancelar devaluando monedas o aumentando impuestos, y que tratan de financiar eliminando las ventajas sociales de los trabajadores.
Estos países en bancarrota se desvanecen también por la declinación demográfica: no tienen consumidores para sus productos, ni brazos para producirlos. Hacia 2010 el mundo ronda los 7.500 millones de habitantes. Estados Unidos cuenta con 313.232 pobladores, toda la Unión Europea, con 501.259.840. Sus tasas de crecimiento demográfico son insignificantes. Más de las tres cuartas partes del incremento total de la población de la UE se debe a la inmigración. Sus economías dependen de ésta y de la tercerización de fuerzas laborales en el exterior: a ambas les niegan todo derecho; éstas pueden corresponder negándoles toda lealtad.
En fin, el capitalismo en colapso, con su economía del consumismo, del derroche y del sobrecrecimiento del sector servicios, con sus maquinarias militares, su sistema de concentración de la población en megalópolis, está también irreversiblemente condenado al acelerado e inminente agotamiento de las reservas de hidrocarburos que lo sustentan.
Las potencias imperiales pueden por poco tiempo reforzar y aplicar su preponderancia tecnológica en conflictos contra los países menos desarrollados, pero históricamente la sofisticación táctica ha fracasado contra la resistencia cultural y política popular. Así pasó en los grandes fiascos imperiales de Corea, Vietnam, Cuba, Afganistán, Irak, Somalia, y en la presente agresión contra Libia, que se esperaba decidir en pocos días y que la resistencia de los patriotas podría convertir en descalabro para Estados Unidos y sus satélites de la Otan.
Existen los recursos científicos y tecnológicos para revertir esa maquinaria monstruosa hacia una civilización fundada en la conservación de la naturaleza, el aprovechamiento de las energías y recursos renovables y el reciclamiento de lo consumido. Pero así como el sistema no puede ganar sus guerras imperiales porque no entiende el funcionamiento social, económico y cultural de los pueblos que invade, tampoco puede comprenderse a sí mismo lo suficiente como para emprender las reformas culturales, sociales y económicas que lo salvarían. Paralizado en su modelo predatorio que lo condena a buscar la ventaja propia en la ruina de todos, es incapaz de entender que la salvación de todos es la condición de la propia supervivencia.
Nunca como hasta ahora la amenaza nuclear ha sido tan insuficiente para garantizar que las plutocracias de un insignificante porcentaje de la población mundial se apropien de los recursos y del fruto del trabajo del resto de la humanidad. La Tercera Revolución, una prodigiosa era de cambios y movimientos renovadores, está en marcha.
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