¿Qué puede aportar América Latina a esa tarea de la construcción de un nuevo mundo posible y necesario? Sin duda, la riqueza de sus experiencias políticas, sociales y culturales de las últimas décadas: desde el “Caracazo” de 1989, pasando por la primavera democrática de los pueblos y la derrota de los gobiernos neoliberales a inicios del siglo XXI, hasta las recientes protestas en Chile.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
La acción militar de las potencias del Atlántico Norte, que celebran ahora su “triunfo” en Libia, retrata de cuerpo entero la decadencia del Occidente imperialista y colonialista, en el contexto de la crisis civilizatoria que nos aqueja: los mismos personajes, las mismas élites políticas y grupos de poder económico que ayer, sin ruborizarse, hacían negocios con el “dictador de Trípoli”–y lo recibían en palacios y mansiones-, hoy consuman, bombardeos mediante y de la mano de “los rebeldes”, la destrucción y el saqueo de las riquezas financieras y el petróleo de un país (objetivo fundamental de la operación). De paso, las potencias noratlánticas cooptan el sentido popular y liberador de las llamadas revoluciones árabes, y se aseguran el control de una zona clave en las líneas maestras de la dominación geopolítica mundial.
En nombre de la “democracia” –como sucedió en Irak y Afganistán- intervinieron los ejércitos de la OTAN en Libia, amparados en una leonina resolución del Consejo de Seguridad de la ONU. Pero mientras se persigue al “tirano” (que debe responder a la justicia del Derecho Internacional, no la de las armas), y se pone precio a su cabeza, al mejor estilo de los westerns de Hollywood, permanecen incólumes, aferradas a sus privilegios, las petromonarquías sauditas, aliadas a los intereses imperialistas en el Medio Oriente.
El precedente que sienta la intervención militar en Libia lanza una sombra de amenaza sobre otras regiones del planeta, particularmente aquellas donde se combina la presencia de recursos naturales estratégicos; gobiernos o movimientos políticos incómodos para la maquinaria de dominación; y una facción interna dispuesta a pactar con el imperialismo. Por ejemplo, en nuestra América, el caso de Venezuela, donde ya en 2002, con el golpe de Estado y el paro petrolero, se intentó sacar del camino a la Revolución Bolivariana. O la sempiterna pretensión de imponer un protectorado estadounidense en Cuba.
Ángel Guerra, columnista del diario mexicano La Jornada, lo explica así en su artículo Libia: proyecto piloto de la OTAN: “Los imperialistas agresores de Libia odian la democracia real, verdadera, como gobierno del pueblo. Cegados por su arrogancia colonial no pueden tratar más que como subordinados y atrasados a los pueblos ‘de color’. La democracia que quieren para nuestros pueblos es su sumisión al ganador en la enconada disputa por el control territorial de los energéticos, el agua, el oro, otros minerales estratégicos y los alimentos”.
Si como pronostica Eric Touissant, “esta crisis va a durar una o dos décadas”, el mensaje que han enviado los grupos dominantes de las potencias noratlánticas con su intervención en Libia, y además, con su persistente miopía frente al carácter sistémico de los problemas globales, es que el Occidente capitalista, con su colonialismo de rapiña y su imperialismo cada vez más agresivo y “sofisticado” en sus métodos bélicos, simplemente es incapaz de garantizar la sostenibilidad del actual modo de vida occidental, y más grave aún, de la existencia humana en el planeta.
En 1950, el poeta martiniqueño Aimé Césaire sostuvo en su memorable Discurso sobre el colonialismo, que “una civilización que hace trampas con sus principios, es una civilización moribunda”.
Sin duda, nos corresponde vivir y afrontar tiempos difíciles. Si el camino de la barbarie y de la rapiña está cavando la tumba de la civilización Occidental, será necesario avanzar, por vías radical y cualitativamente distintas, en la construcción de un nuevo mundo posible y necesario.
¿Qué puede aportar América Latina a esa tarea? Sin duda, la riqueza de sus experiencias políticas, sociales y culturales de las últimas décadas: desde el “Caracazo” de 1989, pasando por la primavera democrática de los pueblos y la derrota de los gobiernos neoliberales a inicios del siglo XXI, hasta las recientes protestas en Chile. Todas ellas, con su enorme carga de rebeldía popular, antineoliberal y antiimperialista, su reclamo de menos neoliberalismo y más justicia social; menos voracidad y depredación del medio natural, y más desarrollo humano integral; constituyen un aporte de primer orden en la búsqueda democrática y participativa de alternativas civilizatorias.
Esta sensibilidad del Sur que, al decir del sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos, encarna y expresa “la forma de sufrimiento humano causada por la modernidad capitalista” durante siglos, se ha constituido en un fuerte ejemplo de dignidad colectiva, desde donde se cuestiona –en nuestra región y más allá de sus fronteras geográficas (en Grecia, España, Egipto, India)- la lógica de las relaciones financieras, políticas, económicas, culturales y epistemológicas, desde las que Occidente impone su hegemonía al resto del planeta.
Oponer esta sensibilidad, la de las visiones plurales y diversas del mundo y sus futuros, a la decadencia del orden imperial que hoy representan las potencias noratlánticas, es nuestra opción irrenunciable si queremos revertir el rumbo de muerte que hoy parece abatirse sobre el horizonte humano.
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