En las fisuras -reales
o construidas política y mediáticamente- que puedan abrirse en torno a la legitimidad de
los gobiernos progresistas, como ya lo hemos visto en otros países de nuestra
América, es donde radica una de las principales amenazas que penden sobre el
horizonte centroamericano.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
Luis Guillermo Solís (PAC), en Costa Rica, y Salvador Sánchez Cerén (FMLN), en El Salvador: los rostros del progresismo posible en la Centroamérica de nuestros días. |
El inminente desenlace
del ciclo político electoral centroamericano 2013-2014, que involucró
elecciones presidenciales y legislativas en Honduras, El Salvador y Costa Rica,
arroja un primer balance lleno de contrastes para las fuerzas progresistas de
la región. Por un lado, son incuestionables los avances relativos en cuanto a
la conquistas de cuotas de representación en los parlamentos de los tres
países, así como la conformación de gobierno en el poder ejecutivo salvadoreño
y, casi con certeza, en el costarricense (este último se definirá en los
comicios del 6 de abril). Pero, por otro lado, las agresivas campañas que
tuvieron lugar en esta tríada de países, y las condiciones en las que
finalmente se obtuvieron los resultados, también dejan un terreno minado e
inestable para el desarrollo de la democracia y para la paz en la región, toda
vez que han aflorado los fantasmas de un pasado que se creía superado: el
anticomunismo, el terror como arma política, el guiño de las oligarquías a los
militares, la amenaza golpista y la deslegitimación de las instituciones
electorales –en la práctica y en el discurso- por parte de unas derechas que
lucen cada vez más desesperadas y menos afectas a las vías democráticas.
Si es posible hablar de
un nuevo giro progresista en Centroamérica, como lo han propuesto algunos
analistas, este sería más evidente en Honduras y Costa Rica, países en los
cuales la izquierda electoral había ocupado, hasta ahora, un papel marginal en
la vida política. No obstante, en las elecciones de noviembre y febrero,
respectivamente, dos nuevas agrupaciones políticas, surgidas ambas de los
complejos escenarios de resistencia y lucha antineoliberal de la última década,
obtuvieron resultados históricos.
En Honduras, el Partido
Libertad y Refundación (LIBRE), liderado por Xiomara Castro y el expresidente
Manuel Zelaya, quebró la tradicional hegemonía de “nacionales” y “liberales”,
para convertirse en la principal fuerza de oposición en el Congreso, con 37
diputados (el oficialista Partido Nacional obtuvo 48); mientras que en Costa
Rica, el Frente Amplio, con su joven candidato José María Villalta, sacudió el
escenario político local y logró la mayor votación de la izquierda desde que se
fundó el Partido Comunista en 1931: 17% de los votos para presidente y un total
de 9 diputados –en 2010 obtuvo solo uno, Villalta-, lo que lo convierte en la
tercera fuerza en la Asamblea Legislativa. A esto debe sumarse también el
triunfo en primera ronda del Partido Acción Ciudadana -PAC- (30,6% de los votos
presidenciales y 13 diputados), una agrupación que si bien se mueve contradictoriamente entre
el centroizquierda y el centroderecha, hoy representa el cambio y el progresismo posibles en la sociedad neoliberal
costarricense.
En el caso de El
Salvador, el ajustadísimo triunfo del Frente Farabundo Martín para la
Liberación Nacional (FMLN) en las elecciones presidenciales del pasado domingo
9 de marzo, con una ventaja de menos del 1% de los votos emitidos, si bien da
continuidad al proyecto político iniciado con Mauricio Funes, y ratifica al
FMLN como actor de primer orden en la política –y geopolítica- centroamericana,
lo cierto es que deja un margen de maniobra limitado para el nuevo presidente
Salvador Sánchez Cerén. Acertadamente, Sánchez Cerén se apresuró a convocar a
un diálogo entre todos los sectores de la sociedad salvadoreña, para resolver
lo que algunos califican como una crisis de legitimidad de su mandato.
Precisamente, en las
fisuras -reales o construidas política y mediáticamente- que puedan abrirse en torno a la
legitimidad de los gobiernos progresistas, como ya lo hemos visto en otros
países de nuestra América, es donde radica una de las principales amenazas que
penden sobre el horizonte centroamericano.
La persecución
sistemática –con total impunidad- de dirigentes políticos y sociales en
Honduras; las campañas del terror
anticomunista contra los partidos LIBRE, Frente Amplio y FMLN, en las que
convergieron los intereses de poderosos grupos económicos y mediáticos, muchos
de ellos con negocios transregionales; así como las amenazas y estrategias
desplegadas por la derecha para crear escenarios de desestabilización y crisis,
revelan el verdadero rostro de unas derechas poco comprometidas con la
democracia y que, en la defensa de sus intereses de clase, no temen sabotear
los procesos electorales ni dinamitar esa institucionalidad democrática que
tanto dicen resguardar del populismo
y del castro-chavismo (espectros favoritos de los relatos mediáticos y las
campañas sucias en la región).
Un síntoma de esa
desesperación, y del abanico de recursos espurios a los que apelan oligarquías
y partidos de derecha para maniatar las posibilidades de llevar adelante
transformaciones de más hondo alcance y de base popular en Centroamérica, lo
encontramos en el sorpresivo anuncio que realizó en Costa Rica el candidato
Johnny Araya, del oficialista Partido Liberación Nacional (PLN), en el sentido
de “renunciar” a hacer campaña para la segunda ronda de votaciones,
justificando su decisión en la falta de recursos económicos y en los datos de
encuestas que favorecen abrumadoramente al candidato del PAC, Luis Guillermo
Solís (con ventajas que superan el 40% en la intención de voto). Aunque la
normativa constitucional le impide a los candidatos retirarse de la contienda,
la derecha parece apostar por la desmovilización del electorado y el
abstencionismo para debilitar la legitimidad de un eventual mandato de Solís,
como parte de una maniobra para ocultar su crisis interna y mitigar una derrota
de proporciones históricas.
Otro síntoma, mucho más
radical, lo vemos en El Salvador, donde la dirigencia del partido ARENA llamó a
que sus militantes “defendieran con la vida” un supuesto triunfo que el recuento
final de los votos les negó, e incluso abundaron los discursos que apelaban a
la violencia y a construir escenarios similares a los que propicia la oposición en Venezuela. Y
todo esto, solo unas cuantas horas antes de conmemorarse los 37 años del asesinato
del sacerdote jesuita salvadoreño Rutilio Grande: una de las primeras voces que
denunció las injusticias sociales y la represión contra el pueblo, que
protagonizaron en los años 1970 y 1980 los mismos poderes fácticos que ahora se
proclaman defensores de la democracia…
Sin duda, dos malos
presagios.
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