El pueblo brasilero no ha terminado de nacer
todavía. Procedentes de 60 países diferentes, aquí se están mezclando
representantes de todos estos pueblos en un proceso abierto, contribuyendo a la
gestación del nuevo pueblo que acabará de nacer un día.
Leonardo Boff / Servicios Koinonia
Lo que heredamos de la Colonia fue un estado
altamente selectivo, una élite excluyente y una masa inmensa de desposeídos y
descendientes de esclavos. El analista político Luiz Gonzaga de Souza Lima en
su original interpretación de Brasil nos dice que nacimos como una Empresa
Transnacionalizada, condenada hasta hoy a ser abastecedora de productos in
natura para el mercado mundial (cf. A refundação do Brasil, 2011).
Pero a pesar de esta limitación histórico-social,
en medio de esta masa enorme fueron madurando lentamente líderes y movimientos
que propiciaron el surgimiento de todo tipo de comunidades, asociaciones,
grupos de acción y de reflexión que van desde las asociaciones de rompedoras de
coco de Marañón a los pueblos de la selva de Acre, a los sin-tierra del sur y
del nordeste, a las comunidades de base y los sindicatos del ABC paulista.
Del ejercicio democrático en el interior de estos
movimientos nacieron ciudadanos activos; de la articulación entre ellos,
manteniendo cada uno su autonomía, está naciendo una energía generadora del
pueblo brasilero, que lentamente va tomando conciencia de su historia y
proyecta un futuro diferente y mejor para todos.
Ningún proceso de esta magnitud se hace sin
aliados, sin una ligazón orgánica con quienes manejan un saber especializado
con los movimientos sociales comprometidos. Y aquí la universidad es desafiada
a ampliar su horizonte. Es importante que maestros y alumnos frecuenten la
escuela viva del pueblo, como practicaba Paulo Freire, y que permitan que la
gente del pueblo pueda entrar en las aulas y escuchen a los profesores en
materias relevantes para ellos, como yo mismo hacía en mis cursos de la
Universidad del Estado de Río de Janeiro.
Esta visión supone la creación de una alianza de la
inteligencia académica con la miseria popular. Todas las universidades,
especialmente después de la reforma de su estatuto por Humboldt en 1809 en
Berlín, que permitió a las ciencias modernas conseguir ciudadanía académica al
lado de la reflexión humanística que creó la universidad de antaño, se
volvieron el lugar clásico de cuestionamiento de la cultura, de la vida, del
hombre, de su destino y de Dios. Las dos culturas –la humanística y la
científica– se intercomunican más y más en el sentido de pensar el todo, el
destino del propio proyecto científico-técnico frente a las intervenciones que
el ser humano hace en la naturaleza y su responsabilidad por el futuro común de
la nación y de la Tierra. Tal desafío exige un nuevo modo de pensar que no
sigue la lógica de lo simple y lineal sino la de lo complejo y lo dialógico.
Las universidades están siendo impulsadas a buscar
un enraizamiento orgánico en las periferias, en las bases populares y en los
sectores ligados directamente a la producción. Aquí puede establecerse un
intercambio fecundo de saberes entre el saber popular, hecho de experiencias, y
el saber académico, fundamentado en el espíritu crítico. De esta alianza
surgirán seguramente nuevas temáticas teóricas nacidas de la confrontación con
la anti-realidad popular y de la valoración de la riqueza inconmensurable del
pueblo en su capacidad de encontrar, por sí solo, salidas para sus problemas.
Aquí se da un intercambio de saberes, unos completando a los otros, en el
estilo propuesto por el premio Nobel de Química (1977) Ilya Prigogine (cf. A
nova aliança, UNB 1984).
Esta unión acelera la génesis de un pueblo; permite
un nuevo tipo de ciudadanía, basada en la con-ciudadanía de los representantes
de la sociedad civil y académica y de las bases populares, que toman
iniciativas por sí mismos y someten a control democrático al Estado,
exigiéndole los servicios básicos especialmente para las grandes poblaciones
periféricas.
En estas iniciativas populares, con sus
distintos frentes (casa, salud, educación, derechos humanos, transporte público
etc.), los movimientos sociales sienten la necesidad de un saber profesional.
Es donde puede y debe entrar la universidad, socializando el saber, ofreciendo
orientaciones para soluciones originales y abriendo perspectivas a veces
insospechadas por quien está condenado a luchar solo para sobrevivir.
De este ir-y-venir fecundo entre
pensamiento universitario y saber popular puede surgir el biorregionalismo con
un desarrollo adecuado al ecosistema y a la cultura local. A partir de esta
práctica, la universidad pública recuperará su carácter público, será realmente
la servidora de la sociedad. Y la universidad privada realizará su función
social, ya que es en gran parte rehén de los intereses privados de las clases e
incubadora de su reproducción social.
Este proceso dinámico y contradictorio sólo
prosperará si está imbuido de un gran sueño: ser un pueblo nuevo, autónomo
libre y orgulloso de su tierra. El antropólogo Roberto da Matta bien enfatizó
que el pueblo brasileño ha creado un patrimonio realmente envidiable: «toda
nuestra capacidad de sintetizar, relacionar, reconciliar, creando con ello
zonas y valores ligados a la alegría, al futuro y a la esperanza» (Porque o
Brasil é Brasil, 1986,121).
A pesar de todas las tribulaciones
históricas, a pesar de haber sido considerado, tantas veces, un don nadie y
bueno para nada, el pueblo brasilero nunca perdió su autoestima ni su visión
encantada del mundo. Es un pueblo de grandes sueños, de esperanzas invencibles
y utopías generosas, un pueblo que se siente tan impregnado de las energías
divinas que estima que Dios es brasilero.
Tal vez sea esta visión encantada del mundo una de las mayores contribuciones que nosotros, los brasileiros, podemos dar a la cultura mundial emergente, tan poco mágica y tan poco sensible al juego, al humor y a la convivencia de los contrarios.
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