Los movimientos sociales y las organizaciones populares de todo el mundo, pero especialmente de nuestra América, deben estar atentos al curso de los acontecimientos internacionales, a las amenazas pero también a las oportunidades que se abren, y actuar con audacia en el contexto de esta transición hegemónica que vivimos en medio de la incertidumbre.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
Quien se asome hoy, con sentido crítico, al estudio de las grandes tendencias de la política global, no podrá sino concluir que estamos en presencia de lo que podría ser el más importante reacomodo del sistema internacional de los últimos 25 años. En ese sentido, no debe verse como casualidad que sean precisamente los dos grandes actores del orden que emergió de la segunda posguerra mundial –Estados Unidos y la Federación Rusa, heredera geopolítica de la antigua Unión Soviética-, los que hoy aparezcan como protagonistas de escaramuzas diplomáticas y hasta militares, en las que trasluce una suerte de ajuste de cuentas que quedaron pendientes de saldar durante aquellos convulsos años de la década de 1990: los del triunfo del capitalismo salvaje y del pensamiento único neoliberal, en los que la hegemonía estadounidense se impuso sin resistencias en prácticamente todo el planeta.
Tampoco debe sorprender que sean Ucrania y Crimea los escenarios de un conflicto en el que, como una reminiscencia del siglo XX, reaparece el antagonismo entre Occidente y Oriente: otra vez, el cruce de caminos entre dos tradiciones culturales, políticas, y hasta civilizatorias, bajo cuya lógica empiezan a reconfigurarse alianzas de bloques regionales (Estados Unidos y la Unión Europea, con la OTAN como brazo armado) y potencias y países emergentes (Rusia y China), que poco a poco parece envolver en su dinámica centrífuga a todo el mundo, generando apoyos de aquellas naciones y gobiernos con los que cada contendiente mantiene vínculos económicos, de inversión y acuerdos estratégicos en distintos campos. Es decir, las consecuencias del nuevo enfrentamiento entre Estados Unidos y Rusia irán más allá de la zona geográfica donde hoy se localiza la disputa, y no tardarán en manifestarse en otros espacios.
El modelo de la hegemonía absoluta de los Estados Unidos en el mundo, que en el éxtasis de su soberbia llevó a la Casa Blanca a ignorar deliberadamente el derecho internacional, irguiendo a la razón imperial como único juez de sus propias acciones, parece estar agotado. Bien lo decía, hace unos años, el historiador británico Eric Hobsbawm, cuando explicaba que, desde su perspectiva, uno de los cambios más llamativos que se habían producido en el sistema internacional fue “el clamoroso fracaso” de los Estados Unidos en su intensión de imponer una nueva hegemonía mundial, especialmente tras los atentados del 11 de setiembre de 2001; y además, reconocía que no dejaba de sorprenderse “ante la absoluta locura del proyecto neoconservador, que no sólo pretendía que el futuro era Estados Unidos, sino que incluso creyó haber formulado una estrategia y una táctica para alcanzar ese objetivo” .
Esa locura neoconservadora, que no varió en lo sustancial con el cambio de gobiernos republicanos a demócratas, fue criticada duramente por el presidente ruso Vladimir Putin, en un discurso pronunciado ante la Asamblea Federal rusa el pasado 18 de marzo, en el que acusó a Washington de actuar “como les gusta: aquí y allá, usan la fuerza contra Estados soberanos, crean coaliciones con base en el principio de 'Si no estás con nosotros, estás contra nosotros'. Para que esta agresión parezca legítima, obligan a las organizaciones internacionales [a] producir los acuerdos necesarios, y si por alguna razón esto no funciona, simplemente ignoran el Consejo de Seguridad de la ONU y a la ONU en general”.
El proceder de la diplomacia rusa en la crisis en Siria, el año anterior, constituyó la primera prueba de que Moscú no estaba dispuesto a tolerar un modus operandi similar al que impusieron los estrategias estadounidenses –y sus aliados de la OTAN-, primero, en la guerra de los Balcanes, y más tarde, en Irak, Afganistán o Libia, por citar solo algunos de los casos más emblemáticos. Ahora, el desenlace de la reunificación de Crimea con la Federación Rusa, estableciendo un contrapeso a la presencia estadounidense en el gobierno golpista ucraniano, reafirma la apuesta de Moscú por la construcción de un mundo multipolar.
Por supuesto, nada garantiza que el un nuevo orden internacional que, eventualmente, podría emerger de la actual coyuntura, sea cualitativamente distinto a lo que hemos conocido hasta ahora, a saber, un orden al servicio de los grandes poderes militares y financieros, incapaz de reinventar un rumbo civilizatorio que evite el colapso ambiental y humano hacia el cual avanzamos aceleradamente.
Y ahí es donde, como sugiere el analista uruguayo Raúl Zibechi, los movimientos sociales y las organizaciones populares de todo el mundo, pero especialmente de nuestra América, deben estar atentos al curso de los acontecimientos internacionales, a las amenazas pero también a las oportunidades que se abren, y actuar con audacia en el contexto de esta transición hegemónica que vivimos en medio de la incertidumbre.
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