El mundo está enfermo de
corrupción y de rapiña, tal como atestiguan los cada vez más numerosos
acontecimientos, el crecimiento desmedido de los monopolios y las fortunas, la
desigualdad social y la destrucción ecológica. Y buena parte de ello proviene
de la pérdida de una evolución civilizadora basada en valores opuestos.
Víctor M. Toledo / LA JORNADA
Una
cosa es domesticar y otra muy distinta dominar. Para sobrevivir, reproducirse y
expandirse, la humanidad domesticó la naturaleza y, como veremos, fue al mismo
tiempo domesticada por ella. Se trató de un fenómeno de reciprocidad, de un
proceso coevolutivo. Domesticar implica conocer, explorar, interrogar y
dialogar con lo que se domestica; y conlleva delicadeza. Por el contrario,
quien domina impone, aplasta, suprime, avasalla y explota. De los 200 mil años,
que es el periodo de existencia de la especie humana, sólo hasta hace unos 300
el impulso domesticador que prevaleció fue sustituido por un inédito afán por
dominar. Fue con el arribo de la ciencia, la tecnología, el capitalismo y los
combustibles fósiles (carbón, petróleo, gas, uranio), que se gestó y llevó a la
práctica la idea del dominio humano sobre la naturaleza. Hoy estamos viviendo y
sufriendo los resultados.
Se puede afirmar que lo
primero que el ser humano domesticó fue el fuego. Sin embargo una revolución
domesticadora se dio en varios puntos del planeta hace unos 10 mil-12 mil años;
varios miles de nuevas especies y variedades de plantas y animales fueron
creadas por la inteligencia humana. En paralelo se aprendió a utilizar ciertos
metales en la elaboración de instrumentos. Tras la domesticación de especies
siguió la domesticación de espacios. En las regiones tropicales las exuberantes
selvas contenedoras de una inimaginable riqueza de especies vegetales, fueron
manipuladas de tal forma que sin modificar su estructura fueron convertidas en
jardines agroforestales con una mayoría de especies útiles. En las zonas secas
y semisecas la domesticación del agua implicó no sólo controlar sus flujos en
términos de velocidad y dirección, sino su almacenamiento y distribución. La
modificación de las pendientes dio lugar a terrazas y andenes que aseguraron la
fertilidad de los suelos y que al combinarse con los flujos del agua
domesticada generaron una agricultura de laderas. El mundo vio nacer desde las
terrazas inundadas con arroz en China, India y el sureste de Asia, hasta los
andenes que se multiplicaron a ambos lados del Mediterráneo, y los pisos
agrícolas en los Andes y Mesoamérica*. La agricultura de regadío permitió
elevar los rendimientos varias veces, tal como muestran dos de sus diseños más
elaborados y productivos: la chinampa en el valle de México y el waru-waru en
los bordes del lago Titicaca*.
Y, como señalamos al
principio, esta progresiva domesticación de la naturaleza también domesticó a
la especie humana; la fue civilizando en términos sociales; la humanizó.
Conforme aumentó la escala y potencia de la domesticación, los grupos humanos
fueron aprendiendo a trabajar en colectividad mediante la cooperación, el
consenso y los acuerdos, la tolerancia y la solidaridad, el conocimiento y la
memoria.
Todo esto ha quedado
anulado por la modernidad industrial y sus aparatos cognitivos, económicos y
tecnológicos. Enferma de amnesia, la era moderna ha terminado por imponer el
mandato de su cosmovisión: el dominio de lo humano sobre lo natural. Vivimos
entonces una nueva época de barbarie. La paradoja resulta avasallante: no
obstante los avances y logros del mundo moderno su falla principal, su pecado
máximo, es el afán patológico por dominar. No sólo se ha desechado toda la
experiencia ganada por las culturas humanas a lo largo de la historia, también
la escala y dimensión del daño causado al equilibrio del planeta es hoy la
principal amenaza sobre la humanidad (y especialmente para los marginados) y
sobre la vida.
Pero tan importante como
lo anterior ha sido la marcha atrás en lo ganado por el proceso civilizador. La
barbarie ha retornado. Tras las imágenes de los modernos seres: racionales,
correctos, elegantes, informados; tras sus cuerpos bien nutridos, escultóricos,
maquillados, se esconde un estado de barbarie que reivindica la codicia, el
individualismo, la ambición, la competencia, el deseo insaciable de poder. El
mundo está enfermo de corrupción y de rapiña, tal como atestiguan los cada vez
más numerosos acontecimientos, el crecimiento desmedido de los monopolios y las
fortunas, la desigualdad social y la destrucción ecológica. Y buena parte de
ello proviene de la pérdida de una evolución civilizadora basada en valores
opuestos.
En una de sus más lúcidas
frases, el filósofo alemán Alfred Schmidt ( El concepto de naturaleza en
Marx) aseveró: “…a la naturaleza sólo se le domina coincidiendo con sus
leyes”. Y ese mismo principio es el que guió y sigue guiando a los millones de
seres que, pertenecientes a los pueblos tradicionales del mundo (campesinos,
indígenas, pastores, pescadores), hoy mantienen la memoria biocultural* de la
especie. La sabiduría, sea filosófica o tradicional, es producto de esa gesta
civilizadora.
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