En los últimos treinta
años se abrió camino, no como un azar de la historia ni como una ineluctable
tendencia de las fuerzas económicas, sino como un programa consciente de los
grandes poderes del mundo, la decisión de minimizar el papel del Estado,
abandonar la idea de lo público y dejar en poder del mercado y de su mano
invisible el manejo de las sociedades.
William Ospina / EL ESPECTADOR (Colombia)
Los viejos estados
responsables, protectores de la familia y del trabajo, de la educación, de la
salud y de la iniciativa cultural son destituidos de esas funciones; se busca
que el mercado dirija el empleo y el consumo, que la salud y los sistemas de
pensiones sean problemas particulares, que la educación se convierta en un
apéndice del mundo empresarial y que la cultura se sostenga a sí misma mediante
lo que cada vez llaman con más entusiasmo los ministros de Cultura la industria
cultural.
Como decía hace poco una
viñeta de El Roto en El País de
Madrid, “el Estado y el mercado se han casado por todo lo alto”. Esa política
arrasadora, construida sobre la ruina del socialismo soviético y sobre el
desprestigio de los regímenes totalitarios nacidos de varios experimentos
revolucionarios en el siglo XX, se abrió camino en el mundo a través de los
gobiernos neoliberales, y con la ayuda invaluable de unos medios de
comunicación que se presentan a sí mismos como la voz imparcial de la opinión
pública y como los defensores de los grandes valores de la civilización, pero
que muy a menudo militan en el bando de una política concreta, de la que el
mercado omnipotente es el amo y el gran ventrílocuo.
En el mundo entero se ha
instaurado un modelo en el cual la suerte de millones de personas es menos
importante que los rendimientos del capital, y no hace muchos días se reveló la
escandalosa noticia de que el uno por ciento de los habitantes del mundo son
dueños de la mitad de la riqueza mundial. Estos datos duelen más en sociedades
como las nuestras, donde la concentración de la riqueza y la desigualdad se
traducen en violencia, marginalidad y desdicha para millones de personas.
Es una tradición en
América Latina que todo esfuerzo generoso por ayudar a las mayorías pobres y
por brindarles horizontes de dignidad se enfrentan siempre a la hostilidad de
los poderosos, e incluso al egoísmo de las clases medias, a quienes les basta
con tener su situación asegurada y sus oportunidades abiertas, y se alzan de
hombros con frecuencia ante el clamor de los desposeídos.
La verdad es que el
modelo que hoy impera, sobre todo en los países dirigidos por aristocracias
premodernas, es aberrante. Abandona las mayorías a la pobreza, y al mismo
tiempo las bombardea a través de la publicidad con el discurso del consumo, con
la prédica de la opulencia, señuelos inaccesibles de un modelo mental y moral
que no se compadece de la precariedad de sus vidas.
En tiempos de la
esclavitud, predicar la liberación de los esclavos era denunciado por los amos
como un atentado inhumano contra los derechos de propiedad y de comercio. En
tiempos de Fray Bartolomé de las Casas abogar por los indígenas era defender la
barbarie contra la civilización. Así ahora criticar a la banca es atentar
contra la libre empresa, cuestionar a los grandes medios es atentar contra la
libertad de expresión, criticar a la industria es recelar de la modernidad,
denunciar al poder es una falta de respeto y querer cambiar el mundo es pecar
de ingenuidad utópica o ser sospechosos de rebelión.
Pero también las hoy
prósperas sociedades socialdemócratas, las sociedades del bienestar, tuvieron
que decirles adiós de una manera muchas veces cruenta a viejos modelos de
arrogancia y de servidumbre. El relámpago fundador de la democracia moderna fue
en Europa la Revolución Francesa, y todos sabemos que esa tempestad precedida
por un siglo de Enciclopedia, de filosofía de las luces, de prédica de los
derechos humanos, pasó por largos túneles de terror, porque la resistencia de
la aristocracia a esas reformas mínimamente igualadoras fue monstruosa y desató
la ira de los pueblos.
Hoy a los liberales de
todo el mundo, y hasta a los neoliberales, les gusta mucho recordar los
principios de Libertad, Igualdad y Fraternidad que se impusieron con los
truenos de la revolución, pero vuelven a poner el grito en el cielo cada vez
que los pobres piden justicia o quieren abrirle camino a un orden de dignidad
que haga verdaderos sus derechos.
Es casi una ley de la
condición humana que el que tiene mucho quiere más, que todas las cosas quieren
prevalecer en su ser, como decía Scoto Erigena, que el egoísmo está en la
entraña de la condición humana, que cuando la generosidad se levanta la codicia
ya lleva horas trabajando, pero los pueblos no pueden inclinar la cerviz ante
esas evidencias, y la humanidad tiene que persistir en la búsqueda de un poco
de justicia, que finalmente no beneficia sólo a los pobres.
La principal tarea de los
poderosos debería ser hacer posible la vida para los humildes, ya que la
mayoría de la gente no quiere opulencia sino dignidad, un orden decente de
valores donde sean posibles el trabajo, la retribución justa, una mínima
seguridad frente al futuro y una educación que no ahonde los abismos entre las
clases sociales y la repulsión entre los grupos humanos.
Pero es más fácil
mantener a las mayorías en la miseria sin que eso se traduzca en estallido
social, que hacer recortes, así sea pequeños, en la opulencia de ciertos
sectores, y en la expectativa de opulencia de otros. Mientras tienen todo en
sus manos, los poderosos no ven a los pobres, y cuando los pobres se hacen visibles,
aunque no los estén echando, ya no quieren estar a su lado. En el siglo XIX
Victor Hugo decía que cuando llegan los tiempos de las revoluciones, los ricos
miran a los pobres y exclaman: “Y ustedes… ¿de dónde vienen?”. Y que los pobres
contestan: “Y ustedes… ¿a dónde van?”.
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