Con otra cara y nuevas
estrategias, no olvidemos que el imperialismo no es un tigre de papel sino una
realidad actuante, llámese así o globalización. La gran variante, que poco se
menciona, es que el “nuevo” imperialismo va acompañado (en el discurso y más
allá de éste) de la llamada “promoción de la democracia”.
Octavio Rodríguez Araujo / LA JORNADA
Se ha puesto de moda
dejar de hablar del imperialismo, como si fuera una categoría del pasado. Mucha
gente parece creer que la globalización de la economía ha sustituido al
imperialismo y no que se trata de una nueva cara de éste. Para algunos líderes
de opinión la globalización que vivimos en la actualidad es una expresión nueva
del capitalismo, pero otros autores muy serios afirman lo contrario: que se
trata de un fenómeno ya viejo y que de hecho la internacionalización económica
del presente es, en ciertos aspectos, menos abierta e integrada que durante
1870 a 1914 (Paul Hirst y Grahame Thompson, Globalization in question). Estos
autores añadieron que la economía mundial está lejos de ser genuinamente
“global”, ya que el comercio, las inversiones y los flujos financieros están
concentrados en la triada Europa, Japón y Estados Unidos, permitiendo que estos
países tengan la capacidad, especialmente si ellos coordinan sus políticas, de
ejercer fuertes presiones de gobierno sobre los mercados financieros y otras
tendencias económicas. La cuestión más novedosa del imperialismo en su cara
actual es que las empresas multinacionales tienen una nueva autonomía en
relación con los estados; es decir, que el dominio de intervención y los
intereses económicos de los grandes grupos empresariales no coinciden más, necesariamente,
con los de su Estado de origen, salvo en Japón, Europa (sobre todo Alemania) y
Estados Unidos. Sin embargo, las más grandes firmas mundiales continúan
apoyándose sobre una base nacional de origen, razón por la cual varios países
europeos encuentran problemas de competencia y de acumulación interna en la
dificultad de hacer surgir grandes grupos de capital.
El viejo imperialismo –es
decir, en su cara de los años 50 y 60 del siglo pasado– se caracterizaba porque
las grandes empresas utilizaban el poder de los estados de origen para defender
o ampliar sus intereses en los países de destino de sus inversiones. Para esto
se usaba el expediente de influir en gobiernos de otros países mediante
movimientos desestabilizadores, golpes de Estado e incluso intervenciones
militares abiertas o disfrazadas. Esta fue la constante desde que la CIA
propició el golpe de Estado contra Arbenz en Guatemala (1954), contra Goulart
en Brasil (1964), etcétera, e intentos desestabilizadores en diversos países
para provocar debilitamientos e incluso renuncias de gobernantes más o menos
nacionalistas o, por lo menos, no sumisos a Estados Unidos. En otros casos la
potencia del norte utilizó la fórmula de la invasión militar: República
Dominicana, para quitar a Juan Bosch del gobierno (1965), Granada en 1983 y
Panamá en 1989.
En la actualidad, después
de que se inauguraron las transiciones democráticas posdictaduras en América
Latina, los golpes de Estado y las invasiones parecen ser medidas demasiado
extremas para ser aceptadas en el mundo que vivimos. Se realizan en otros
continentes (Medio Oriente, por ejemplo), pero no hay indicios de que se
quieran revivir en la región latinoamericana, y menos después del fracaso que
tuvieron en abril de 2002 en Venezuela, que resultó contraproducente y un
Chávez fortalecido.
Como se supone que
América Latina vive ahora en un proceso democrático “irreversible” (en política
nada es irreversible), la estrategia del “nuevo” imperialismo es combatir a los
gobiernos no afines con las políticas y los intereses estadunidenses por la vía
electoral, como lo hicieron en 1990 en Nicaragua y como lo acaban de hacer en
Argentina hace unos meses. Esta estrategia, sin necesidad de apostar sicarios (
contras) en Honduras y Costa Rica al mismo tiempo que se apoyaba
abiertamente a Violeta Chamorro, ya le dio a Estados Unidos un buen resultado
en Venezuela con la “ayudadita” a la oposición que logró unirse gracias a la
impericia de Nicolás Maduro y su economía que ciertamente no pudo controlar
(vale recordar que el primer gobierno sandinista en Nicaragua no supo –o no
quiso– evitar la corrupción y otros defectos que le restaron la popularidad que
merecía una revolución triunfante).
Lo que está ocurriendo en
Brasil en contra de Lula y de Rousseff es, salvo demostración en contrario, una
estrategia similar a la descrita anteriormente para otros países:
desestabilizar y judicializar la política no sólo para crearle dificultades a
la presidente constitucional sino para evitar la tentación releccionista de
Lula en el futuro próximo. Los intereses económicos en Brasil son gigantescos y
la ubicación geopolítica de este país no puede ser soslayada como si se tratase
de una islita como Granada o de un país de economía precaria de Centroamérica.
Brasil, Bolivia, Ecuador,
Uruguay y Venezuela, como lo era también Argentina con Cristina Fernández, son
y han sido obstáculos en la región que en varios sentidos no satisfacen
plenamente las ambiciones de las grandes empresas trasnacionales, especialmente
estadunidenses de origen. Cuba, obviamente, es otro de esos obstáculos, pero ya
intentaron todo lo imaginable (incluida una invasión) y no lograron sus
objetivos.
Con otra cara y nuevas
estrategias, no olvidemos que el imperialismo no es un tigre de papel sino una
realidad actuante, llámese así o globalización. La gran variante, que poco se
menciona, es que el “nuevo” imperialismo va acompañado (en el discurso y más
allá de éste) de la llamada “promoción de la democracia”, que ha dado muestras
de garantizar mejor que los viejos y hostiles métodos la estabilidad de los
países latinoamericanos, la gobernabilidad en cada uno de éstos y, además, los
intereses empresariales y políticos de Estados Unidos. No sería descabellado
pensar que dicha promoción de la democracia pudiera ser la carta retomada por
Obama para Cuba y abrir fisuras para un mejor entendimiento entre ambos países,
con lo que también implica en materia económica y de hegemonía continental.
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