El futuro que proponen
los líderes republicanos y demócratas que se perfilan como candidatos
presidenciales es un retorno al pasado: la negación de toda posibilidad de
relación de nuestra América con los Estados Unidos que no esté sometida al
principio de sumisión y dominio del más fuerte.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa
Rica
Trump o Clinton: el futuro después de Obama. |
El presidente Barack
Obama se encamina hacia el final de su mandato sin que las relaciones entre
Estados Unidos y América Latina hayan dado un salto cualitativo respecto de sus
predecesores; antes bien, el pretendido nuevo amanecer de una sociedad de las Américas de la que habló
el mandatario hace casi ocho años, cuando era un recién llegado a la Casa
Blanca, dio paso a la sofisticación del intervencionismo imperialista, que por un
lado articuló la retórica y las sanciones diplomática; y por el otro,
intensificó las acciones de desestabilización explícitas en unos casos
(especialmente en Honduras y Venezuela, pero también en Ecuador, Bolivia y
Argentina) o encubiertas en otros (por medio del financiamiento de fundaciones
y organizaciones de la sociedad civil, asociadas a la derecha latinoamericana,
que disfrazan sus intenciones reales bajo el eslogan de la “promoción de la
democracia”), en un doble movimiento que, tomando prestada una aguda metáfora
de José Martí en sus Escenas
norteamericanas, ofrece amistad en
una mano y una culebra en la otra.
En ese marco, incluso
el proceso de restablecimiento de relaciones con Cuba, que no incluye en su
agenda el levantamiento del bloqueo criminal ni la devolución del territorio ocupado
de la base militar de Guantánamo, aparece como un acontecimiento al que se
llegó más por la fuerza de las nuevas realidades en el escenario geopolítico
regional y global de lo que va de este siglo, que por el elemental
reconocimiento de parte de Washington y las élites políticas norteamericanas
del derecho a la autodeterminación, la soberanía y las conquistas históricas de
la revolución cubana.
La persistencia de la
razón imperial, que opera como un condicionante ideológico y cultural en la
política estadounidense, sigue siendo un factor clave en las relaciones
interamericanas, que explica la continuidad de los empeños de dominación, la
reiteración de lugares comunes y las dificultades que experimentan incluso los
sectores más progresistas para impulsar rupturas en los patrones históricos
impuestos en las relaciones con las naciones y gobiernos al sur de su
frontera. Así lo demuestran los
discursos y declaraciones de los aspirantes en la actual campaña electoral en
los Estados Unidos, que definirá a los contendientes para la elección
presidencial del mes de noviembre: América Latina ha sido un tema marginal en
los debates, y cuando ha logrado colarse en las preguntas del algún periodista
o analista, las respuestas de unos y otros arrastran en sus argumentaciones el
lastre de los prejuicios y las pretensiones hegemónicas ancladas en la doctrina
del destino manifiesto.
Del lado de los
republicanos, en sus expresiones más radicales, el discurso xenofóbico de Donald
Trump –quien encabeza la carrera por los delegados en las elecciones primarias-
ya está creando conflictos con México y los países centroamericanos, y amenaza
con llevar a niveles aún más extremos la política de deportaciones del
presidente Obama, quien desde el año 2009 ha deportado a más de 2 millones de
indocumentados. Una cifra sin parangón en la historia de las presidencias de
los Estados Unidos. Con éxito perverso, a juzgar por sus resultados
electorales, Trump identifica al otro
latinoamericano, al otro migrante,
como responsable de la crisis económica y una amenaza a la seguridad nacional
de la sociedad estadounidenses, e instala tempranamente un factor incendiario
de su posible política exterior hacia América Latina. Y del lado de los
demócratas, el continuismo intervencionista de la candidata de Wall Street,
Hillary Clinton, augura una escalada en las agresiones contra los gobiernos de
Venezuela, Bolivia y Ecuador, y un apoyo tácito a las maniobras que la derecha
–en el gobierno y en la oposición- impulsa en Argentina y Brasil para acabar
con las conquistas sociales, políticas y económicas de los últimos quince años
de gobiernos nacional-populares y antineoliberales.
El futuro que proponen
los líderes republicanos y demócratas que se perfilan como candidatos
presidenciales es un retorno al pasado: la negación de toda posibilidad de
relación de nuestra América con los Estados Unidos que no esté sometida al
principio de sumisión y dominio del más fuerte.
Así soplan los vientos
en este tiempo oscuro de restauración conservadora.
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