El pensar de los
latinoamericanos se forma y se transforma en un diálogo constante con todas las
corrientes de pensamiento que expresan los avatares del desarrollo del
capitalismo a escala mundial, pero concurre a ese diálogo con voces a la vez
propias y diversas.
Guillermo Castro H. / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá
Para Armando Hart Dávalos, maestro de martianos
En lo más usual, la
historia del pensamiento latinoamericano ha sido pensada y difundida entre
nosotros de manera lineal, como el producto de una serie de influencias
provenientes del exterior que han venido a animar nuestra vida interior, como
si ella careciera de vigor y creatividad propias. Esas influencias van desde la
del cristianismo medieval en lucha con el laicismo capitalista emergente entre
los siglos XVI y XVIII, pasando por los conflictos entre el liberalismo y el
pensamiento conservador en el XIX, y las afinidades y contradicciones de ese
liberalismo con el marxismo soviético en el XX, hasta el triunfo del
neoliberalismo como doctrina de Estado hacia la década de 1990 y su
confrontación en el XXI con movimientos populares que se expresan a través de
un amplio abanico de ismos.
Hay algún grado de
verdad en esa visión, sin duda. Sin embargo, resulta falsa en cuanto se
sustenta en la exageración unilateral de uno de los aspectos de la verdad del
proceso al que alude. En efecto, el pensar de los latinoamericanos se forma y
se transforma en un diálogo constante con todas las corrientes de pensamiento
que expresan los avatares del desarrollo del capitalismo a escala mundial, pero
concurre a ese diálogo con voces a la vez propias y diversas.
En lo
contemporáneo, el punto de partida de
ese pensar está en José Martí. Su acta de nacimiento es el ensayo Nuestra América, publicado en México, en
el periódico El Partido Liberal, el
30 de enero de 1891. Y en ese ensayo, la tesis fundamental en lo aquí atañe es
la que señala que no hay entre nosotros batalla “entre la civilización y la
barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza.”
Son muchas las raíces
que conducen a esa tesis, desde el pensar indígena anterior a la Conquista, y
la radical ampliación de lo humano en el pensamiento occidental cristiano que
resultó de la defensa de los pueblos originarios por Bartolomé de Las Casas,
hasta la lucha por establecer nuestra identidad en el marco de los juicios y
prejuicios de la Ilustración, y la definición del liberalismo como proyecto
inicial de la constitución de nuestros Estados nacionales, a partir de la obra
de intelectuales como Domingo Faustino Sarmiento. Pero esa tesis abre un
período enteramente nuevo en la historia de nuestro pensar.
Parafraseando lo dicho
por V.I. Lenin en su artículo sobre las
tres fuentes y tres partes integrantes del marxismo, y siguiendo una idea
planteada y persistida por Armando Hart, la tesis martiana sobre el combate
entre la falsa erudición y la naturaleza – y su comprensión de ésta a partir de
la fe en el mejoramiento humano, en la utilidad de la virtud y en el poder del
amor triunfante - abre el camino que llevará del socialismo indoamericano del
peruano José Carlos Mariátegui a la comprensión de la revolución como medio
para abrir paso a la formación de seres humanos nuevos, en el argentino Ernesto
Guevara. Lo desplegado a partir de allí en el siglo XX asombra si se lo
considera en su detalle.
De 1950 en adelante, en
efecto – culminado el ciclo revolucionario que liquidó al Estado Liberal
Oligárquico entre las décadas de 1910 y 1940 – nuestra América dio de si, en
las ciencias sociales, una teoría del desarrollo como desafío ante un mercado
mundial organizado en torno al desarrollo desigual y combinado; la apertura, en
1980, del debate sobre la dimensión ambiental de ese desarrollo, y la crítica a
esa teoría por parte de los teóricos de la dependencia. En el campo de las
humanidades, la vieja pedagogía liberal positivista encontró el desafío de la
teoría educativa elaborada por el brasileño Paulo Freire, como el clericalismo
conservador encontró – desde dentro de la propia Iglesia católica – debió
enfrentar su bancarrota moral y política (en el mejor y más rico sentido del
término) ante el desarrollo de la teología de la liberación, a partir de la
obra del sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez.
Para bloquear ese
impulso creador hizo falta toda la capacidad represiva de las dictaduras
militares que, a lo largo de la década de 1970, crearon las condiciones para la
captura de nuestros Estados por el neoliberalismo, en lo que sus ejecutores
vieron como un triunfo de la civilización capitalista. Ese bloqueo ocurrió por
diversas vías. Una fue, por supuesto la persecución y desarraigo de los
intelectuales comprometidos con la naturaleza en lucha contra la falsa
erudición; otra, la dispersión de las comunidades de conocimiento desde las
cuales se llevaba a cabo esa lucha, y otra más la implantación de modalidades
de gestión cultural y académica que garantizaban la separación y el
extrañamiento entre los trabajadores manuales e intelectuales, en el campo como
en las ciudades.
A lo largo del siglo
XXI, los logros obtenidos por esa política reaccionaria han venido
contradicciones y revesas de escala y profundidad cada vez mayor. La expansión
del capital sobre las fronteras de recursos mineros, agrarios y energéticos, en
el mundo rural, y el deterioro sostenido de las condiciones de vida de grandes
segmentos de población en las ciudades de una región cada vez más urbanizada
han generado conflictos socioambientales de un tipo nuevo, al calor de los
cuales se ha generado un nuevo ambientalismo latinoamericano que nutre campos
del saber como la ecología política, la historia ambiental y la economía
ecológica.
Ese mismo proceso, por
otra parte, alienta un resurgimiento cultural y político de minorías –a menudo
mayoritarias – indo y afroamericanas que traen a propuesta y debate visiones
como la del buen vivir, de fuerte acento comunitario y solidario, que se oponen
al vivir mejor del consumo individual que estimula y legitima el crecimiento
sostenido con inequidad social y deterioro ambiental que está en la raíz del neoliberalismo. Y en ese
resurgir aflora también el legado de la religiosidad popular – ni clerical ni
conservadora – que, de Las Casas acá, resurge en el carácter fecundante que
adquiere otra vez la teología de la liberación, expresado por ejemplo en el
desarrollo de una ecología moral, y en su acompañamiento de las luchas
populares por sociedades verdaderamente solidarias.
Este ciclo de
renovación apenas empieza. Sus tiempos son distintos a los de las luchas
políticas en el seno de formaciones estatales en crisis, y de un mundo en
transición hacia un futuro aún incierto, en la que nuestro pensar renovado
desempeñará – desempeña ya – un papel de creciente importancia. Ese ciclo
culminará con el cumplimiento del programa subyacente a Nuestra América. Desde allí, la América nuestra estará en plena
capacidad para contribuir al equilibrio del mundo y confirmar que, para cada
uno y para todos, Patria es realmente Humanidad.
Panamá, marzo de 2016
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