En tiempos de convulsión e incertidumbre el mensaje fundamentalista se
convierte en un masaje terapéutico que le viene bien a un capitalismo estresado,
pero muy mal a un continente latinoamericano que casi siempre cumple el papel
del diván que soporta el peso del paciente y las consecuencias de sus arrebatos
y “locuras”.
Álvaro Vega Sánchez * / Para
Con Nuestra América
En las décadas de 1970-1980 la primera ola del fundamentalismo religioso
fue intempestiva y azotó en medio de los jalones bélicos de la guerra fría y el
ensañamiento del poder militar contrainsurgente, atendiendo a la política de Seguridad Nacional impulsada
por los Estados Unidos para proteger sus intereses geopolíticos en la región.
Predomina, en este primer oleaje, el poder duro (hard power) del brazo
militar represivo. Sin embargo, el aparato político-militar fue oxigenado
religiosamente por el magisterio disciplinario de Juan Pablo II con el cardenal
Ratzinger como su mano derecha, así como por el fundamentalismo evangélico
liberal, el incipiente neopentecostalismo y algunas réplicas latinoamericanas
del culto mediático -“Iglesia Electrónica”- y de los extravagantes
tele-evangelistas norteamericanos.
De esta manera, el fundamentalismo católico-protestante cumplía el papel
que había recomendado David Rockefeller en su visita a América Latina a finales
de la década de 1970: constituirse en un contrapoder en el plano cultural-religioso,
dirigido a contener la pujante Teología de la Liberación y particularmente
restarle clientela al movimiento popular revolucionario.
Aunque tenemos presencia importante de los evangélicos en la política, especialmente
en países como Guatemala, Perú y Brasil, no es sino a partir de la década de
1990 cuando esta presencia se
intensifica al irrumpir con fuerza el neopentecostalismo posmileniarista que a
diferencia del premileniarismo del pentecostalismo clásico (Shäfer) asume
decididamente una agenda política, concebida en término teocráticos. Dios no es
un poder que irrumpe en la historia para establecer su reino definitivo, sino
para preparar a sus “ejércitos” para la batalla y la conquista del poder en la
tierra, participando en la construcción del “reino de Dios”. Por ello, las nuevas indulgencias se venden en el culto mediático y las megaiglesias para
acceder al reino de este mundo.
Estamos en la segunda ola fundamentalista que amenaza con convertirse en
tsunami. El protagonismo político-religioso tiende a desplazarse de la Iglesia
Católica a los nuevos movimientos neopentecostales. ¿Acaso también se está
neopentecostalizando la Iglesia Católica? Desde el punto de vista ideológico y
sociopolítico tal fenómeno puede estarse produciendo, especialmente entre jerarquías
conservadoras interesadas en afianzar su poder y, de paso, contrarrestar la incidencia política de los
aires reformadores progresistas impulsados por el magisterio del Papa
Francisco.
Cabe preguntarse, ¿en qué radica la fuerza de esta nueva embestida
fundamentalista? Podríamos mencionar tres factores, entre otros. 1. La convergencia
ideológica entre neoliberalismo y
neopentecostalismo con su oferta mitificada del mercado que salva del infierno
de la deuda, el empobrecimiento y la desigualdad. 2. La narrativa moralizante individualista,
que apuesta por el saneamiento de la política, la lucha contra la corrupción y
la restauración de valores tradicionales. 3. La capacidad movilizadora de una práctica religiosa
de fuerte potencial emocional y simbólico que da nuestras de eficacia para
reencantar políticamente a las masas empobrecidas y excluidas.
Es importante destacar que, más allá de estos factores relativos al contexto sociopolítico, hay que
valorar la densidad propiamente religiosa del neopentecostalismo
fundamentalista. Estamos ante una forma de religiosidad de gran versatilidad
para asimilar sincréticamente elementos mágico-religiosos propios de la cultura
y religiosidad popular (Pierre Bastan, Míguez Bonino), y también que sabe
coquetear con la cultura consumista de la modernidad.
Por otra parte, en tiempos de convulsión e incertidumbre el mensaje
fundamentalista se convierte en un masaje terapéutico que le viene bien a un
capitalismo estresado, pero muy mal a un continente latinoamericano que casi siempre
cumple el papel del diván que soporta el peso del paciente y las consecuencias
de sus arrebatos y “locuras”.
*Sociólogo
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