¿Qué es exactamente el poder popular? Es el poder que emana del pueblo,
pero no esa delegación simbólica, aguada y desabrida, de la democracia
representativa, donde cada cierto período se cumple con el rito de elegir a
supuestos representantes de la voluntad popular.
Marcelo Colussi / Para Con
Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
Para la izquierda es una tarea impostergable, siempre omnipresente,
definitoria para su misma existencia, ver cómo lograr su objetivo: es decir,
terminar con el modo de producción capitalista y establecer el socialismo. Esto
inmediatamente abre una pregunta: ¿quién hace el paso de una sociedad a otra:
la izquierda o las grandes mayorías populares? Lo que lleva a plantear quién es
la izquierda. Así formulado, pareciera que “la izquierda” es algo distinto a
esas masas populares.
En realidad: sí. Las izquierdas, en cualquiera de sus innúmeras formas,
se constituye como un fermento (un elemento reflexivo, un grupo de
activistas/intelectuales/dirigentes/actores, una vanguardia) que propicia el
cambio, la transformación. No importa la forma que adquiera (partido político
dentro de la institucionalidad capitalista, fuerza revolucionaria de acción
comunitaria o sindical, movimiento social-popular, grupo de acción armada,
propuesta intelectual-artística, combinaciones de algunas de ellas, etc.), es
realmente “de izquierda” si logra incidir en las masas populares para propiciar
la transformación. Si no, no pasa del diletantismo (izquierda de cafetín, sin
impacto real alguno en la sociedad).
De más está decir que esa transformación, siempre y necesariamente, se
da a través de un proceso revolucionario brusco, violento, no gradual, que
rompe con el sistema capitalista y toda su institucionalidad (el Estado y todos
los aparatos ideológicos concomitantes), estableciendo algo nuevo. No es
posible que se dé un cambio hacia el socialismo dentro del marco y la
institucionalidad capitalista: los cambios obtenidos por vía electoral son
procesos de reforma, útiles en alguna medida para los pueblos siempre
excluidos, pero que no permiten transformaciones sustanciales, estructurales.
Es decir: no llegan a construir alternativas socialistas. De ahí que las
revoluciones son siempre actos violentos, en cuanto desalojan a la anterior
clase dominante creando algo nuevo. Decimos “violento” por cuanto quien detenta
una posición de poder se resiste al cambio por todas las formas posibles; y la
violencia es una de ellas (para eso están todos los órganos represivos armados
del sistema: policía, fuerzas armadas y diversos cuerpos de seguridad,
defensores en definitiva de la clase dominante, del orden establecido, que es
siempre el orden tomado por “normal”).
Pasar del capitalismo al socialismo es un proceso tremendamente
complejo; haber obtenido el poder político o, dicho de otro modo: haber
capturado el viejo Estado capitalista a través de una insurrección popular
desalojando a la clase burguesa (capitalistas en sentido amplio: industriales,
banqueros, terratenientes) es un primer paso, imprescindible sin dudas, pero
solo primer paso. Ahí arranca efectivamente la construcción del socialismo. Eso
es una tarea ardua, sumamente difícil: se trata de edificar algo muy novedoso
para lo que no hay manual. Pero quedémonos en el primer paso: cómo se llega a
activar algo que logre desplazar a la clase capitalista dominante. He ahí la
primera tarea, titánica sin dudas.
Con varios siglos de acumulación, el poder que hoy detenta el sistema capitalista
global es inmenso, impresionante. Actualmente esa
clase dominante es un monumental entramado de capitales de carácter planetario,
que establecen el curso de acción de la mayor parte de la humanidad, fijando
las guerras y los destinos del mundo. Enfrentarse a ese poder fenomenal no es
fácil. Pero de eso se trata el socialismo: de construir una alternativa más
humana a lo que puede ofrecer el capitalismo. Nadie dijo que fuera fácil
derrotarlo: ahí está el desafío abierto.
La pregunta siempre vigente para la izquierda, entonces, es ¿cómo vencer
a ese monstruo? El siglo XX arrojó varias experiencias: Rusia, China, Cuba,
Vietnam, Nicaragua, Corea del Norte. No es la intención del presente texto
hacer un balance de lo que allí se construyó posterior al momento
insurreccional, revolucionario. Lo que ahora nos interesa es ver cómo se llegó
a ese momento.
Quienes seguimos pensando en la revolución como un estallido de la clase
trabajadora (obreros, campesinos, trabajadores varios, población precarizada) y
no en un proceso gradual de cesión de beneficios que haría la clase dominante
(socialdemocracia romántica, en todo caso), la cuestión sigue siendo cómo
llegar a ese momento. El trabajo organizativo popular, el trabajo político en
cada frente posible: sindicato, barrio, comunidad, lugar de trabajo, centro de
estudio, etc., haciendo conciencia y fomentando una ideología socialista es el
camino. Trabajo de hormiga, de convencimiento, de organización, en competencia
feroz con todos los medios ideológico-culturales de que dispone el sistema. Si
se estudian críticamente las experiencias revolucionarias mencionadas, se
observarán diferencias en cada proceso (muy marcadas a veces), pero siempre con
elementos comunes: hay un clima político prerrevolucionario que posibilita el
estallido y hay una instancia dirigente (llámese vanguardia o como se prefiera)
que prende la mecha. Esos dos elementos parecieran imprescindibles, y al mismo
tiempo, mutuamente dependientes: sin el uno no se da el otro. La articulación
de ambos permite la revolución. Después vendrá la edificación de lo nuevo.
¿Estamos cerca de una revolución socialista en algún punto del planeta
ahora? No pareciera. Las políticas neoliberales (capitalismo salvaje sin
anestesia) vigentes desde los 70 del siglo pasado contribuyeron a una tremenda
desmovilización del campo popular. La caída de la experiencia soviética dejó
sin propuesta a las izquierdas del mundo, que muy lentamente después de la
caída del Muro de Berlín fueron reconstituyéndose. Y que, al día de hoy, no
terminan de reconstituirse. Para ser absolutamente francos y autocríticos: el
ámbito de la izquierda está bastante desconcertado en estos momentos. Si bien
se sigue pensando en el socialismo como punto de llegada, la experiencia del
mundo de estas últimas décadas plantea preguntas. La forma en que se llegó a
las revoluciones socialistas y lo que se edificó a partir de ellas abrió
importantes cuestionamientos.
Por
ejemplo, lo dicho por un connotado marxista como el colombiano Fernando Dorado:
“Impulsar que un grupo de personas (dirigentes de partidos políticos o
“movimientos”), a nombre de los oprimidos, se apoderen mediante una
insurrección, un golpe de Estado o por medio de las elecciones del aparato del
Estado existente (heredado), o de las instituciones de gobierno (que son un
“subsistema” del aparato estatal), se ha comprobado con creces que no es la vía
para acabar o destruir el capitalismo, como lo demuestra la historia y las
múltiples experiencias del siglo XX y XXI.” Por tanto, ¿qué proponer ahora,
a la luz de la lectura crítica de las pasadas experiencias revolucionarias,
para pensar el socialismo con criterios de realidad?
Estamos
claros, como se decía, que el poder de respuesta (de bloqueo, mejor expresado
aún, de contención) del sistema global ante cualquier avanzada anti-sistémica
es fabuloso. El neoliberalismo en su conjunto, además de un plan económico
absolutamente exitoso (para los grandes capitales, por supuesto, no para los
pueblos, para la masa trabajadora), es un muy acabado programa de contención de
las luchas populares. Las sangrientas dictaduras militares de todo el siglo XX,
más esos planes de ajuste estructural y la crisis de la izquierda (no tenemos
mucha claridad de cómo proceder, siendo absolutamente sinceros) hacen que hoy
se vea difícil un proceso revolucionario. ¿Hay condiciones en la actualidad
para la toma del Palacio de Invierno, como los bolcheviques en la Rusia de
1917, o para que unos cuantos “barbudos” alzados en arma bajen de la montaña
para desalojar a un dictador, como en la Cuba de 1959 en algún lado? ¡En
absoluto! ¿Dónde está sucediendo o puede suceder algo así ahora?
Por eso
despertó tantas esperanzas y simpatías un proceso como el inaugurado por Hugo
Chávez en Venezuela con su Revolución Bolivariana y el socialismo del siglo
XXI. Aunque se ve ahora que no había allí un profundo proceso socialista de
transformación radical (expropiaciones a los propietarios de los grandes medios
de producción, reforma agraria, nacionalización de la banca), la falta de
esperanzas de fines de siglo quiso encontrar en esa dinámica política del país
caribeño una revolución con todas las de la ley. Así como también la izquierda
miró ilusionada todos los progresismos que se daban en Latinoamérica a
principios de este siglo, en buena medida inspirados en lo que sucedía en
Venezuela: Brasil, Argentina, Ecuador, Bolivia. La experiencia mostró, una vez
más, que esos procesos tienen un techo bastante fácilmente alcanzable: no
pueden pasar de determinados reacomodos. Si intentan ir más allá, corren la
misma suerte de siempre: son decapitados sangrientamente (véase el caso de Evo
Morales en Bolivia, por ejemplo, o cómo terminaron Lula y Dilma Rousseff).
Como
estamos bastante huérfanos de esperanzas -y de propuestas viables concretas-,
todo atisbo de contestación levanta expectativas. Así comenzó a pasar ahora con
esos movimientos espontáneos que recorren el mundo, siempre con un signo de
rechazo a las políticas de capitalismo salvaje vigentes. Ahí están los casos de
los chalecos amarillo en Francia, o las reacciones populares en El Líbano, en
Honduras o en Haití, así como en Egipto o en Irak, en Ecuador y en Chile o en
Haití o en Colombia.
Todos
estos alzamientos espontáneos son reacciones a un estado calamitoso en que se
encuentran los pueblos, hambreados, oprimidos, faltos de proyecto, diezmados y
reprimidos brutalmente cuando alzan la voz. Pero sucede que algunos de estos
levantamientos populares recientes en estos últimos meses (procesos que nunca
dejó de haberlos: el Mayo Francés de 1968, el Caracazo en Venezuela en 1989, la
reacción al “corralito” en Argentina en 2001, la Primavera Árabe entre el 2010
y el 2013, hasta incluso el levantamiento popular en la industrial ciudad de
Detroit, en Estados Unidos, en 1967 reprimido con 43 muertos y 1,189 heridos)
pudieron hacer pensar en la cercanía de un clima revolucionario que tumbaba de
una vez los planteos neoliberales, o incluso capitalistas.
Más
aún: para mucha gente de izquierda algunos de esos procesos, en particular los
de Chile y Colombia con sus formaciones populares asamblearias, pudieron ser
interpretados en analogía al proceso zapatista en Chiapas, México. Poder
popular desde abajo, pudo entendérselos. ¿Puentes hacia la revolución?
Allí se
dieron o están dando interesantes procesos de poder popular autoconvocado,
asambleas espontáneas, grupos de autogestión. ¿Estamos allí ante un germen
revolucionario que marca el camino hacia el socialismo?
¿Qué es exactamente el poder popular? Es el poder que emana del pueblo,
pero no esa delegación simbólica, aguada y desabrida, de la democracia
representativa, donde cada cierto período se cumple con el rito de elegir a
supuestos representantes de la voluntad popular. No, en absoluto. Eso es parte
del “circo” institucional capitalista, donde la población no pasa de ser convidada
de piedra y vilmente engañada/manipulada, haciéndosele creer que decide algo.
El poder popular, por el contrario, es el ejercicio efectivo, a través de la
organización y la participación real, de la amplia mayoría de un pueblo en la
decisión de los asuntos básicos que le conciernen. El poder popular es más,
infinitamente más que la atención de los problemas puntuales de una comunidad
acotada, el alumbrado público o el adoquinado de un barrio, la resolución de un
problema específico del transporte colectivo de un sector urbano, o la
instalación del agua potable o la edificación de una escuela en una comunidad
rural. El poder popular es la democracia real, directa, efectiva, participativa
del pueblo soberano, no sólo para atender problemas prácticos puntuales sino
para definir y controlar la implementación de políticas macro a nivel nacional,
e incluso internacional. Ejemplos de ello se registran en todas estos primeros
experimentos socialistas: los soviets de Rusia, los Comités de Defensa de la
Revolución en Cuba, los cabildos abiertos.
Las experiencias socialistas del siglo XX: Rusia, China, Cuba, Vietnam,
Nicaragua, Norcorea, quizá alguna otra del África o del mundo árabe (excluimos
de ellas los progresismos redistribucionistas que se dieron en Latinoamérica a
principios del siglo XXI, sin quitarles su valor, pero sabiendo que no hubo
allí proyecto socialista), todas ellas dieron resultados positivos para sus
poblaciones. Hoy deben ser analizadas críticamente, porque por algo se
encuentran en crisis (China es una potencia, sin dudas, pero con un galimatías
de “socialismo de mercado”; Nicaragua es una opción impresentable, Rusia volvió
a ser capitalista desmembrándose las repúblicas de la Unión Soviética, etc.) Lo
primero a criticar allí es el papel jugado por el Estado, nuevo Estado
revolucionario supuestamente, y su burocratización. ¿Hasta dónde ese Estado
heredado puede ser cambiado, o hasta dónde, cómo, de qué manera, las
experiencias autogestionarias son la semilla de la nueva sociedad socialista? El
debate en torno a ello es urgente e imprescindible.
¿Constituyen efectivamente todos estos procesos autogestionarios que
ahora podemos ver, verdaderos embriones de revolución socialista, o más
específicamente: de socialismo? ¿Ese puede ser el paso superador del
capitalismo? Podrían ponerse a ese nivel otros procesos similares, como las
empresas recuperadas hoy día y bajo control obrero, tal el caso de Argentina o
de Venezuela, o el movimiento Okupa que se da en diversos puntos del mundo,
cooperativas populares, las asambleas territoriales en Santiago de Chile
producto de las actuales movilizaciones, etc.
Seguramente estos mecanismos marcan rumbo. ¿Son los futuros nuevos
“soviets”? Es probable. Lo cierto es que todos estos embriones, estas revueltas
populares espontáneas que van surgiendo, todavía no colapsan al sistema en su
conjunto. Todo lo cual nos lleva a reconsiderar las formas reales y posibles de
terminar con el capitalismo hoy. Que es difícil, está fuera de discusión. La
pregunta es, pese a esa dificultad, cómo hacerlo. ¿Se necesita o no una
vanguardia, alguien que conduzca y dé lineamiento a la lucha? ¿Cómo apropiarse
del viejo Estado capitalista y transformarlo? ¿Es eso posible? ¿O debe dejarse
todo en manos de las asambleas de base? El cambio es difícil, arduo,
complejísimo…, pero sigamos pensando y apostando por lo que decían los murales
del Mayo Francés: “Seamos realistas: pidamos lo imposible”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario