En el mundo contemporáneo y
particularmente en América Latina, se ha legitimado la idea de que los ricos
han hecho fortuna con su trabajo y que la clase capitalista es ejemplar por la
acumulación de riqueza que logra igualmente con el suyo. Se dice que los ricos
y los capitalistas, cuando son inversores de recursos, generan trabajo,
benefician a la sociedad y, sin duda, incrementan sus propios patrimonios,
gracias a su riesgo y a su esfuerzo creador.
Juan J. Paz y Miño Cepeda / www.historiaypresente.com
Ante semejante ideología, la pobreza y las
diferencias sociales de ingreso resultan de decisiones y posiciones personales.
La culpa de los pobres está en ellos mismos.
Estos mitos han sido refutados desde el siglo XIX, gracias a numerosos investigadores. En América Latina hay suficientes estudios, entre los que pueden destacarse aquellos desarrollados por los historiadores económicos y sociales, que demuestran que la riqueza y la pobreza son, ante todo, productos históricos, en cuya base están una serie de procesos nacidos desde la época de la conquista y la colonia, que continúan durante la república con nuevos mecanismos de apropiación. Los instrumentos para enriquecerse han sido variados: encomiendas, mitas, usurpación de tierras y minas, saqueo, expulsión de comunidades, esclavitud, trabajo servil, explotación laboral, salarios miserables, contrabando, evasión tributaria, estafas al fisco, aprovechamiento de recursos estatales, usura, intereses descontrolados, herencias, etc.
Estos mitos han sido refutados desde el siglo XIX, gracias a numerosos investigadores. En América Latina hay suficientes estudios, entre los que pueden destacarse aquellos desarrollados por los historiadores económicos y sociales, que demuestran que la riqueza y la pobreza son, ante todo, productos históricos, en cuya base están una serie de procesos nacidos desde la época de la conquista y la colonia, que continúan durante la república con nuevos mecanismos de apropiación. Los instrumentos para enriquecerse han sido variados: encomiendas, mitas, usurpación de tierras y minas, saqueo, expulsión de comunidades, esclavitud, trabajo servil, explotación laboral, salarios miserables, contrabando, evasión tributaria, estafas al fisco, aprovechamiento de recursos estatales, usura, intereses descontrolados, herencias, etc.
En Ecuador hay una importante lista de quienes han investigado sobre el régimen colonial, el sistema hacienda, el auge cacaotero, el dominio plutocrático de inicios del siglo XX, la época bananera o la petrolera y, más contemporáneamente, el modelo neoliberal-empresarial. Allí están las bases para entender a la riqueza y a la pobreza en sus dinámicas históricas y para comprender la conformación de esa cúpula de oligarquías, familias ricas y dominantes grupos empresariales, que controlan la propiedad privada y la economía en el país. La riqueza sigue marcando diferencias sociales porque acumula valor socialmente generado. Nunca ha sido fruto de cualidades excepcionales para el emprendimiento o la inversión. De modo que una de las tesis centrales para el siglo XXI debiera ser la abolición de la riqueza, pues no hay razones humanas ni económicas para que exista gente millonaria.
Hoy el tema de las diferencias entre ricos y pobres y, con mayor amplitud, el relativo a las desigualdades sociales, crece en evidencias, en estudios e incluso en preocupaciones internacionales y, desde luego, en la vida política. Una de las investigaciones que marcó el mundo académico por su enorme impacto es El capital en el siglo XXI de Thomas Piketty (2013), quien señaló el descuido de los economistas sobre este tema y en su estudio de largo plazo, basado en rigurosas fuentes, demostró que la riqueza se concentra en el 1% mundial. En Ecuador un estudio pionero pertenece a José Moncada, en El desarrollo económico y la distribución del ingreso en el caso ecuatoriano (1973). La CEPAL, institución igualmente pionera, publicó varias obras antes que la de Piketty y hoy es recurrente en insistir sobre el tema de la desigualdad en América Latina, la región más inequitativa del mundo, en la que Ecuador ocupa el sexto lugar.
Acaba de publicarse el Informe sobre Desarrollo Humano 2019 del PNUD (https://bit.ly/36zJ6yP), con un sugestivo subtítulo: “Más allá del ingreso, más allá de los promedios, más allá del presente: Desigualdades del desarrollo humano en el siglo XXI”. En su presentación se reconoce: “Con demasiada frecuencia, el lugar que ocupa una persona en la sociedad sigue estando determinado por su género, su etnia o la riqueza de sus progenitores”; y añade: “La oleada de manifestaciones que se han producido en numerosos países es un claro signo de que, para el progreso de la humanidad, hay algún aspecto de nuestra sociedad globalizada que no funciona”.
En América Latina y en Ecuador eso que no funciona se llama “neoliberalismo” y su modelo, como se está comprobando una vez más (después de su primera experiencia en las décadas finales del siglo XX), ha recobrado su rumbo con los gobiernos conservadores que hegemonizan en la región y nuevamente agrava las desigualdades y la concentración de la riqueza.
Hace pocos días, al presentar el Balance preliminar de las economías de América Latina y el Caribe 2019, Alicia Bárcena, Secretaria Ejecutiva de la CEPAL, insistió en la necesidad de cambiar el modelo económico (https://bit.ly/35mrwy6) y remarcó sobre la recuperación del activo papel del Estado en la economía y, de modo particular, en el rol de los impuestos directos sobre las capas ricas, para favorecer una mayor equidad.
Es tal el creciente abismo en el mundo que un artículo de Christopher
Ingraham en The Washington
Post (https://wapo.st/2ryoMPL),
publicado hace pocas semanas, y que resume el trabajo de Emmanuel Saez y
Gabriel Zucman, de la Universidad de California en Berkeley, llama la atención
que por primera vez en la historia, las 400 familias más ricas de los EEUU
pagan una tasa menor (23%) en impuestos que la mitad inferior de los hogares
norteamericanos (24.2%). ¡No hay por qué alarmarse! -diríamos en Ecuador-,
donde 110 de los 270 “grupos económicos” existentes en el país (datos del
SRI, https://bit.ly/2YS2zIv),
tienen una presión fiscal inferior al 1.5%..!!! Por si acaso, Joseph
Stiglitz (premio Nobel de Economía 2001), Tukker y Zucman, en su reciente
artículo “The Starving State. Why Capitalism’s Salvation Depends on
Taxation” (https://fam.ag/2RR3fMJ)
destruyen el mito que sostiene que los impuestos directos afectan a las
inversiones o desalientan la economía, por lo que abogan a favor de su
incremento y en la necesidad de crear una economía social.
La preocupación sobre las desigualdades es tan honda, que el Premio Nobel de Economía en 2019 fue para Abhijit Banerjee, Esther Duflo y Michael Kremer (investigadores en el MIT y Harvard) por su "enfoque experimental en el alivio de la pobreza".
Sin embargo, desde 2017, el tema de las desigualdades, la concentración de la riqueza y la necesaria redistribución de la misma, desapareció del mapa ecuatoriano. Ni hablar de los impuestos directos. Todo lo contrario: aquí se reducen impuestos a las elites, se les perdona intereses y multas, y se acuerda con el FMI el fortalecimiento de los impuestos indirectos sobre los directos, violando expresamente lo que dispone la Constitución de 2008. Además, se aceptan, sin fundamento, los criterios económicos de quienes siguen creyendo que el modelo neoliberal-empresarial es el único camino posible, sin que les importe las experiencias históricas, ni las reacciones sociales.
El desprecio por los estudios científicos y los análisis académicos, para
reemplazarlos con la ideología y las consignas, dominan la economía nacional.
En consecuencia, los índices sociales siguen deteriorándose, como lo demuestran
las cifras del INEC (https://bit.ly/2YNoh06)
y también los mencionados estudios de la Cepal, institución que proyecta el
decrecimiento de la economía ecuatoriana en -2% para el 2020, una cifra que
coincide con igual previsión del FMI (https://bit.ly/2Wfs97H),
que considera un crecimiento de apenas el 2.7% en 2021, pero del 2.3% en 2022,
mientras el desempleo se incrementará del 4.3% en 2019 al 4.7% en 2020. Lo
paradójico es que esas previsiones se hacen incluso considerando la aplicación
del conocido recetario del FMI.
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