El mundo
cae a pedazos a nuestro derredor. Algunos
huyen. Otros se enconchan, buscando que no los aplaste uno de los pedazos.
Muchos cierran los ojos para no ver lo que pasa. Pero la mayoría está en
revuelta, particularmente ellas.
Gustavo Esteva / LA JORNADA
A ras del
suelo, en los abajos, tres palabras definen el estado de ánimo: asombro,
indignación, esperanza.
Las revueltas
son tan extendidas como confusas. No sale un mensaje claro de calles y plazas
recuperadas, pero en todas se manifiesta el hartazgo generalizado con el estado
de cosas. El protagonismo de las mujeres y la inspiración de los pueblos
originarios renuevan una antigua tradición de América Latina, cuando mujeres
indígenas encabezaron muchas rebeliones. Y están siempre los y las jóvenes, con
los más diversos impulsos y reivindicaciones.
Hay quienes
buscan cambios dentro del sistema dominante: sustituir funcionarios, modificar
leyes, restructurar instituciones… Recuerdan los buenos tiempos y las ilusiones
de ayer. La revuelta toma entonces expresión electoral o se expresa en demandas
puntuales. Las movilizaciones en la República Checa o Hungría, por ejemplo, quieren
la democracia liberal que soñaron al salir de la pesadilla autoritaria y les
escamotearon los autócratas. En Argentina buscan recuperar lo que tenían antes
del horror Macri; quizá se llevarán una sorpresa con lo que obtuvieron.
Reajustes como esos resultan muy ambiguos.
Abajo
prevalece otra actitud. ¡La calle para siempre!, dicen en Colombia. Se
concentran en consejos y asambleas, aunque de paso ganen algunas alcaldías y se
enfrenten a la policía. Han perdido toda confianza en el régimen político. No
creen que sustituir funcionarios o partidos o reformar leyes o instituciones
puedan remediar lo que ocurre. Probaron ya ese camino. Aliviar la extrema
pobreza, mejorar servicios públicos y recuperar bienes sociales tiene sin duda
sentido. Pero no al precio de mantener el mismo patrón destructivo del sistema
dominante, el extractivismo y la depredación de la naturaleza y el rechazo de
los empeños autónomos. El leninismo neoliberal no despierta ya entusiasmo.
Tampoco el capitalismo leninista, a la manera China.
Muchas
revueltas de abajo son retorno al presente. No se cuelgan de alguna tierra
prometida o de cierta doctrina e ideología que haga del presente un porvenir
siempre pospuesto. Construyen hoy, desde la autonomía, otra forma de vivir que
se enfrente valientemente a la incertidumbre radical que define la coyuntura.
Saben vivir con ella; muchas y muchos vivieron siempre así.
Arriba, en
cambio, no se sabe qué hacer ante tal incertidumbre. Quienes acumularon y
concentraron una riqueza sin precedente, lo mismo que quienes mantuvieron la
operación normal de empresas capitalistasy gobiernos, topan de pronto con los
límites del sistema. Enfrentan obstáculos e imposibilidades del despojo
destructivo al que se dedican, lo mismo que la creciente resistencia de abajo.
Intuyen la fragilidad del edificio. Quienes se acostumbraron a ejercer el poder
político para sus propios fines observan con asombro y preocupación cómo lo
pierden: ya no les hacen caso. Recurren a la fuerza para tratar de
reconquistarlo y les perturba mucho que hacerlo resulte contraproducente:
pierden así el que les quedaba.Unos y otros, los dueños del dinero y los
administradores gubernamentales a su servicio, cada cual a su manera, apelan a
todas las formas de la violencia para generar miedo. Intentan producir
parálisis mediante la acumulación de sufrimiento y horror, como hicieron los
nazis en los años treinta y nos acaba de recordar Javier Sicilia.
Ante las
revueltas de abajo, las de arriba generan formas sociales y políticas que
imitan una aberración de la naturaleza: los cuerpos de gallinas que caminan un
trecho, sin sentido alguno, cuando se les corta de tajo la cabeza. Los golpes
de Estado, particularmente en América Latina, no pueden ya seguir los guiones
convencionales. Los de arriba están claramente desconcertados, en el doble
sentido del término: no logran concertarse, articular entre todos la acción, y
muestran confusión, turbación, desgobierno…
Las
revueltas de arriba resultan especialmente peligrosas. Esas gallinas sin cabeza
están arrasando todo a su paso. El pánico es mal consejero. La falta de
coherencia y concertación de corporaciones y gobiernos amplía su uso arbitrario
de la violencia, aunque ya no logre propósito alguno. Las pestes que emanan del
cadáver de los estados-nación causan inmensos daños. Uno de sus efectos más
graves es fragmentar, individualizar, debilitar el tejido social, provocar
enfrentamientos entre hermanos y hermanas.
El miedo se
extiende. No anda en burro. Hay razones para sentirlo ante tantas amenazas y
violencias. Pero las revueltas de abajo están demostrando que es posible
abrazarlo.
Cuando esas
valientes mujeres que encabezan movilizaciones se abrazan ante la policía,
pueden decir de nuevo: Nos quitaron tanto que hasta el miedo nos quitaron.
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