Los acontecimientos políticos de los últimos años
han develado una novedosa característica de la democracia representativa la
cual siendo intrínseca a ella, se ha hecho pública y patente en tiempos
recientes: se trata de la alianza entre delincuencia y clase política como
necesidad para el sostén del modelo y el sistema. En América Latina ese proceso
podría denominarse “colombianización de la política”.
Sergio
Rodríguez Gelfenstein / Especial para Con Nuestra América
Desde
Caracas, Venezuela
Esta estrategia se puso en efecto al finalizar la
guerra fría. El enemigo comunista había desaparecido, el imperio necesitaba
fabricar uno nuevo que permitiera justificar su permanente presencia militar en
la región. Definió que los nuevos enemigos serían el narcotráfico y la
inmigración ilegal.
A partir de ellos, involucró a las instituciones
armadas y policiales de los países latinoamericanos y caribeños en un supuesto
enfrentamiento con dichas fuerzas hostiles, así argumentaba a favor de la
preparación y formación de dichas instituciones bajo su égida. Mientras tanto,
seguía instalando bases militares, aunque en muchos casos puso el énfasis en
las alianzas con órganos de seguridad para burlar las legislaciones locales.
Al unísono, sus propias agencias: la DEA, el
Pentágono, la CIA, la AID entre otras, amparadas en el cobijo que le daban los
medios de comunicación, actuaban con total impunidad regulando de acuerdo a sus
intereses el flujo de droga y de migrantes.
Aunque vociferaban y vociferan en contra de uno y
otro, lo cierto es que lo necesitan: a los migrantes para realizar los trabajos
mal pagados que los estadounidenses no quieren hacer. Bajo la “espada de
Damocles” que significa la posibilidad de expulsión del territorio de Estados
Unidos, los inmigrantes están dispuestos a todo con tal de permanecer en el
país, permitiendo que el gobierno admita la presencia de mano de obra barata de
acuerdo a las necesidades de las empresas que, de esta manera y que bajan los
costos de producción. Así mismo, los más jóvenes son utilizados como “carne de
cañón” al servicio de las fuerzas armadas estadounidenses invasoras en decenas
de lugares del mundo, con la promesa de que al regreso obtendrán la residencia
y la ciudadanía.
Por su parte, la droga tiene una doble utilidad:
como recurso monetario para sostener el funcionamiento del sistema,
considerando que si dejara de fluir por éste, se produciría un shock financiero
de dimensiones incalculables. Al respecto, ya a finales de los años 80 del
siglo pasado según cifras -muy difíciles de verificar- dadas a conocer por el
Instituto Nacional sobre Abuso de Drogas de Estados Unidos (NIDA), el producto
de la venta anual de droga era de 110 mil millones de dólares aunque si se
suman los costos de producción, transporte y distribución al mayor, esa cifra
llegaba a 260 mil millones, que sería el producto total de la industria de la
droga. Incluso, cuando las siete naciones más poderosas del mundo crearon el
Grupo de Acción Financiera del Caribe (GAFIC) con la finalidad de investigar la
legitimación de capitales en la región donde supuestamente se concentraba el
grueso del lavado del dinero del narcotráfico, se descubrió que de todo el
dinero que se blanquea en el mundo solo el 8,3% se hace en esta región.
El segundo uso que tiene la droga es –literalmente-
como estupefaciente. Si se toma en cuenta que el consumo en Estados Unidos
alcanza según el NIDA al 37% de la población, cifra fue refrendada por la
empresa Gallup que la llevó hasta 40%, la adicción mantiene a la juventud
paralizada, estupidizada e incapaz de promover o participar en acciones que
cuestionen el sistema, al contrario, tal como se desea, permanecen sujetas al
control y manejo de intereses particulares y de sectores que no están pensando
en el bien de la sociedad.
El periodista mexicano, J. Jesús Esquivel en la
introducción de su libro “Los narcos gringos” expresa que “…lo que es claro, y
lo aceptan las mismas autoridades federales
de ese país [Estados Unidos], es que parece imposible acabar con el
problema del narcotráfico porque la debilidad de sus ciudadanos por las drogas
no tiene límites ni fin”.
De esa manera, la DEA, el mayor cártel
narcotraficante del mundo se dedicó a atacar la oferta en su origen mientras
que la demanda creciente en Estados Unidos jamás ha sido combatida. Salvo
durante el gobierno de Ronald Reagan, ningún otro presidente se preocupó de
realizar una campaña nacional para prevenir el consumo de drogas. Y lo hizo,
porque su hija Patti Davis fue una adicta a las anfetaminas y la cocaína.
En 1986 el Congreso de Estados Unidos aprobó el
proceso de certificación de la lucha antidroga. De esta manera estableció una
diferenciación entre narcos buenos y malos. Estos últimos son los que debían ser
perseguidos. Así, la DEA estableció contacto con los carteles y por añadidura
con los políticos que debían elaborar proyectos y programas para combatir el
tráfico. En ese trío de terror: DEA, clase política y carteles de la droga se
encuentra el origen de la vinculación tenebrosa entre delito y política que hoy
acosa a la región.
Uno de esos narcotraficantes “buenos” es Álvaro
Uribe Vélez quien estuvo en la lista de los mayores trafagadores de narcóticos
del mundo con el N° 82 de la lista del FBI, lista de la que fue retirado cuando
asumió la presidencia de Colombia. Así mismo, Uribe fue creador y progenitor de
las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), la mayor organización paramilitar de
ese país. Estados Unidos también lo sabía.
Con los dos expedientes en mano: el de
narcotraficante y el de líder de los paramilitares, Estados Unidos procedió a
construir una gran red de intervención militar en la región para sustituir la
que se había desmantelado tras la salida de sus fuerzas armadas de Panamá el 31
de diciembre de 1999 en cumplimiento de los acuerdos Torrijos-Carter. Así se
creó un método que resultó ser muy eficiente para sus objetivos. Permite los
actos delictivos de estos líderes a cambio de que ellos acepten aplicar la
política de Estados Unidos para la región.
Aprovechó los 8 años que Uribe permaneció en el
gobierno, para solidificar esa
estrategia a cambio de avalar y financiar -a través del Plan Colombia- la
represión contenida en la política de seguridad democrática que incluía la
creación de falsos positivos, el asesinato de líderes sociales, sindicales y de
derechos humanos, la represión y la tortura a dirigentes políticos y hasta luz
verde para invadir otros países, todo lo cual significó el desplazamiento y
refugio en Estados vecinos de millones de colombianos.
En la práctica esto apuntó a una mayor
subordinación de las fuerzas armadas y de seguridad de Colombia a la de Estados
Unidos, la instalación de 7 bases militares estadounidenses en territorio
colombiano y su incorporación a la OTAN, vulnerando el acuerdo de la Celac de
declarar a América Latina y el Caribe como zona de paz.
Aunque el “modelo Uribe” es paradigmático en esta
materia, no es exclusivo de Colombia. Recientemente la periodista mexicana
Anabel Hernández dio a conocer su libro “El traidor, el diario secreto del hijo
del Mayo” en el que cuenta la manera en que Vicente Zambada Niebla -mejor
conocido como “Vicentillo”- hijo de Ismael “Mayo” Zambada, verdadero líder del
cartel de Sinaloa (por encima del Chapo Guzmán según la periodista) le hizo
llegar en 2011 diversos documentos a través de su abogado, Fernando Gaxiola.
Zambada Niebla, quien está preso en Estados Unidos daba detalles de la presunta
colaboración de narcotraficantes con la DEA y altos funcionarios del Gobierno mexicano,
incluyendo el supuesto pago de sobornos millonarios a los ex presidentes de
México: Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto. Pero además,
“Vicentillo” le hizo saber a Hernández que el Gobierno de Estados Unidos había
hecho un pacto desde hacía muchos años con el Cártel de Sinaloa.
De esta manera, el “éxito” del modelo Uribe dio pie
para que Estados Unidos avalara la elección de delincuentes como presidentes de
los países de América Latina: son los casos, por ejemplo, de Sebastián Piñera,
declarado reo y prófugo de la justicia en el caso Banco de Talca, que es su
delito más conocido pero no el único del actual presidente de Chile tal como se
ha informado profusamente en ese país; así mismo Juan Orlando Hernández,
presidente de Honduras, es miembro de una familia de narcotraficantes como lo
determinó un juez del propio Estados Unidos.
En una situación similar se encuentra, Mauricio
Macri, procesado por contrabando de autopartes y por espionaje ilegal y quien
al llegar al gobierno condonó la deuda que su familia tenía con el Estado
rebajando en un 98,8% la deuda original dado el tiempo transcurrido desde el
inicio de la misma. Macri también ha sido inculpado en otros casos que la
justicia está investigando como los de la Autopista del Sur y la licitación de
parques eólicos.
Vale recordar que en el caso de Perú, los últimos
cinco presidentes, todos apoyados por Estados Unidos (quizá con la salvedad de
Ollanta Humala) están presos o enjuiciados por casos de corrupción. Uno de
ellos, Alan García se suicidó para escapar de la ley.
Pero, en lo que pareciera ser una situación
extrema, Estados Unidos avaló y dio órdenes a los países subordinados que
forman parte de los desfallecientes Grupo de Lima y TIAR para que avalaran los
actos de corrupción y los vínculos demostrados del diputado venezolano Juan
Guaidó con organizaciones paramilitares y narcotraficantes de Colombia, con los
que incluso pactó la entrega de una parte del territorio de Venezuela, dándoles
“carta blanca” para la comisión de delitos a cambio de su apoyo para intentar
apoderarse del gobierno.
Estas alianzas producidas con la clase política (en
particular con gobernantes y dirigentes de la derecha y la extrema derecha) de
los dos países de América Latina en los que mayor incidencia ha tenido en el
narcotráfico en los últimos 50 años (México y Colombia), podría permitir
explicar las transformaciones que se están produciendo en la forma como estos
gobiernos enfrentan la movilización de las sociedades en contra de la
aplicación de medidas de corte neoliberal.
El paso sucesivo en esta práctica es la
configuración de partidos políticos conformados por paramilitares y
narcotraficantes (como el caso de Colombia y Honduras) o la infiltración de
otros (como Paraguay, Guatemala, Bolivia, Chile y México).
En las condiciones actuales de grandes
movilizaciones populares se ha visto como las policías se dedican a reprimir al
movimiento social mientras dejan actuar libremente a delincuentes y
narcotraficantes. Estos, a través de acciones vandálicas en la que en muchos
casos actúan de manera mancomunada con las propias “fuerzas del orden”,
intentan de esa forma, deslegitimar la movilización popular en pro de sus
demandas de democracia, justicia y equidad.
Hoy 4 de diciembre, día de Santa Bárbara para los
católicos y cuando los yoruba que practican el culto lucumí, celebran el día de
Changó, uno de los orishas (divinidad) más reconocido, que entre otros
atributos posee el de procurar justicia, es de desear que ésta se haga presente
y las sociedades recuperen (si es que algún día la tuvieron) la paz para
realizar sus sueños, hoy cercenados por esta pérfida alianza entre Estados
Unidos, las organizaciones de delincuencia organizada y el narcotráfico y la
derecha política latinoamericana.
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