Aquel golpe de 1989, en efecto, impuso a la sociedad panameña un régimen político cuyo propósito fundamental vino a ser, en los hechos, la privatización de la renta generada tanto a través de la administración estatal del Canal, como de la de las tierras e instalaciones de la antigua Zona del Canal, y la concentración de la inversión pública en la región interoceánica.
Guillermo Castro H. / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá
“Cuando un pueblo se divide, se mata.
El ambicioso ríe en la sombra.”
Este ha sido un año de
aniversarios en Panamá. Se cumplen 50 años de aquel Día de la Lealtad, en que
Omar Torrijos derrotó el desafío a su liderazgo militar y político por parte de
un grupo de oficiales conservadores de la antigua Guardia Nacional, y abrió con
ello el camino a iniciar el proceso de liberación nacional que culminó con la
liquidación del enclave colonial norteamericano conocido como la Zona del
Canal. Se cumplen también el 40º aniversario de la entrada en vigencia del
Tratado Torrijos-Carter, que fue el instrumento que permitió liquidar ese
enclave; los 30 años del golpe de Estado ejecutado por las fuerzas armadas de
los Estados Unidos para abrir paso a la restauración del régimen oligárquico
imperante en el país hasta 1968 y, con ello, al triunfo del neoliberalismo como
doctrina de Estado, y los 20 de la transferencia del Estado norteamericano al
panameño de la administración del Canal de Panamá.
En el encadenamiento de estos
hechos se encuentran algunas de las claves de mayor importancia para comprender
nuestra historia contemporánea, los problemas actuales del país, y sus
perspectivas de futuro. Muchas de esas claves constituyen temas pudorosa o
impúdicamente ignorados en nuestra vida política. Dos de ellas son
especialmente importantes. Una consiste en la estrecha relación entre la
lucha por completar la soberanía del
Estado nacional sobre todo uestro territorio, y aquella otra, menos visible,
por capturar para la sociedad panameña la renta generada por la operación del
Canal. La segunda clave, por su parte, corresponde al papel desempeñado por la
violencia en la historia política del país que somos.
En este segundo plano, la
lucha por la soberanía conculcada por la intervención norteamericana de 1903 –
y por ampliar la particpación de Panamá en la renta canalera-, recibió impulsos
decisivos en los golpes de Estado ocurridos en 1931, 1951 y 1968. Tanto, que
los Tratados firmados por Panamá y los Estados Unidos en 1935, 1955 y 1977 que
abrieron paso a la liquidación del enclave colonial creado por aquella
intervención y finalmente transfirieron la renta canalera al Estado panameño,
fueron firmados, todos, por mandatarios involucrados en aquellos golpes:
Harmodio Arias, José Remón, y Omar Torrijos.
También hubo violencia
conservadora, por supuesto. Tres casos son especialmente relevantes. En 1925,
la oligarquía en el poder, a través del presidente Rodolfo Chiari, solicitó la
intervención militar de los Estados Unidos para aplastar una huelga de pago de
alquileres por parte de trabajadores desempleados, con resultado de siete
muertos y numerosos heridos. En 1964, de manera unilateral, las fuerzas armadas
de los Estados Unidos estacionadas en Panamá reprimieron con gran despliegue de
violencia las manifestaciones de estudiantes, trabajadores y gentes del común
contra la presencia del enclave militar extranjero en nuestro territorio. Y en
1989, los descendientes y equivalentes de la oligarquía de 1925 contribuyeron a
crear las condiciones que abrieron paso al golpe militar del 20 de diciembre,
debido entre otros factores a su incapacidad política para derrocar al régimen
que había venido a encabezar Manuel Antonio Noriega.
Se estima que el golpe
militar de1989 produjo la muerte de al menos 300 personas debido al bombardeo
de barrios pobres densamente poblados y el uso indiscriminado del poder de
fuego de los golpistas. La rapidez con que fueron juramentadas en una base
militar norteamericana las nuevas autoridades, electas en mayo del mismo año en
comicios cuyos resultados fueron desconocidos por el régimen militar panameño,
demuestra la cuidadosa planificación del golpe de Estado que finalmente les
permitió regresar al poder.
De entonces acá, el país ha
conocido un largo período de estabilidad política, con seis sucesiones
presidenciales de impecable formalidad. En este marco, además, ha tenido lugar
un gran crecimiento económico, asociado a la integración del Canal a la
economía interna, y del país al mercado global. Estos logros macroeconómicos y
macropolíticos, sin embargo, de han visto acompañados por una inequidad social
persistente, una degradación ambiental constante y, por último, un deterioro
institucional y una corrupción creciente en el manejo de la riqueza pública.
En esta combinación de
circunstancias radica lo fundamental de las consecuencias del golpe de Estado
de 1989. Aquel golpe, en efecto, impuso a la sociedad panameña un régimen
político cuyo propósito fundamental vino a ser, en los hechos, la privatización
de la renta generada tanto a través de la administración estatal del Canal,
como de la de las tierras e instalaciones de la antigua Zona del Canal, y la
concentración de la inversión pública en la región interoceánica. A todo esto,
sobre todo en el siglo XXI, vino a sumarse la pertinaz ausencia de una
estrategia nacional de desarrollo y de verdaderas capacidades de control social
de la gestión pública, todo lo cual facilitó el auge de la corrupción en el
manejo de la rqiueza pública.
Aun así, lo importante está
en juzgar estas secuelas y circunstancias a partir de una premisa raigalmente
opuesta a la desesperanza, como la que nos ofreciera José Martí al señalar que “sólo se han de contar en un pueblo los días que nacen de aquel en que
se sacudió de la frente la corona extraña”[2].
[1] “Autores aborígenes americanos”. La América,
Nueva York, abril de 1884. Obras
Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. VIII: 336.
[2] Discurso
pronunciado en la velada de la Sociedad Literaria Hispanoamericana en Honor de
Venezuela, en 1882. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana,
1975. VII: 290.
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