Seguramente,
el resultado tan ajustado del balotaje, con una remontada final de visos épicos
(si no los tuviera no sería uruguayo), no permitirá al Frente Amplio, al menos
en lo inmediato, hacer un buen balance y una buena autocrítica de la dolorosa
derrota.
Aram
Aharonian / ALAI
No.
No ganó la coalición multicolor, el combo derechista-fascista en Uruguay.
Perdió el Frente Amplio, su anquilosada burocracia, los viejos dinosaurios que
no dejan lugar a las nuevas generaciones. El Frente Amplio no pudo retener el
gobierno, fue desalojado del mismo y pasó de tener un parlamento con más del
50% de los votos, a uno con poquito más del 40%.
Fue
la militancia frenteamplista la que puso toda la carne en el asador, pese a que
la dirigencia optó por deshabilitar los comités de base, desechar la
participación popular desde el primer gobierno de Tabaré Vázquez. Porque la
historia del Frente no empezó con un triunfo electoral, sino con un largo
camino que se inició el 26 de marzo de 1971, con la unidad de las izquierdas y
de los grupos progresistas.
La
estrategia de correrse al centro no parece haber dado resultados más allá del
harakiri. El Frente Amplio se había desconectado de las bases populares,
recurriendo a los comités de base sólo en las elecciones y priorizado políticas
monetarias e instrucciones del Fondo Monetario Internacional y del Banco
Mundial, lejos de las necesidades de los trabajadores y del pueblo en general.
Sin
directivas “de arriba” fue la militancia joven madura y vieja, la que salió a
discutir voto a voto con los vecinos o compañeros de trabajo. Dirigió los
mensajes en las redes sociales con directivas claras de cómo hacerlo,
recurriendo a cuanta figura de renombre contara entre sus adherentes, de
desatar una campaña intensa apelando al factor miedo aprovechando el
inaceptable video de Manini y lo publicado por el Centro Militar. A hacer todo
lo que la dirigencia no hizo.
La
coalición de derecha-ultraderecha ganó las elecciones con una diferencia de
menos de 30.000 votos, apenas superior al 1% de los votos. El 10% de los
uruguayos vive en el extranjero, es decir al menos 350.000 ciudadanos no pueden
votar, como no podría hacerlo el mismo José Artigas si viviera.
Quizá
hoy como nunca, queda claro por qué blancos y colorados se opusieron
denodadamente durante dos décadas al voto consular. Hay quienes confunden el
domicilio con la ciudadanía, solía decir Eduardo Galeano.
Uruguay
tiene un sistema de balotaje por demás estricto, que no supo o no logró cambiar
en 15 años de gobierno. Requiere el 50% más uno de votos para ganar en primera
vuelta. En la mayoría de los casos en que hay balotaje ese porciento oscila
entre 35 y 45% y en otros se condiciona a superar una diferencia del 10%. El
Frente Amplio ganó por más del 10% al segundo más votado, el Partido Nacional.
O sea, si rigieran en Uruguay las normas argentinas, Daniel Martínez hubiera
ganado en primera vuelta.
Hay
muchos periodistas, analistas, críticos, expertos que seguramente encontrarán
la causa de la derrota y hasta a los culpables: el plan restaurador del
imperialismo, los medios de comunicación hegemónicos, el aburguesamiento de las
nuevas capas medias. Son excusas para no asumir la responsabilidad de la
derrota, autoeximirse.
Claro
que hay incidencia de causas exógenas, pero la causa mayor quizá esté en
presentar una fórmula presidencial sin carisma ni ángel, incapaz de pescar en
la pecera de indecisos.
Lo
que ha logrado la dirigencia frenteamplista es de antología. Perdió las
elecciones luego de haber logrado subir el salario real un 60%, de haber bajado
la pobreza del 40% al 9%, de haber hecho 90.000 cirugías gratuitas de ojo, de
ser reconocido como país avanzado con los mejores índices de Latinoamérica en
PBI, distribución de la riqueza, agenda de derechos, legislación de avanzada…
Y
entonces, seguramente, desde algún canal de televisión, algún vanidoso
dirigente, gambeteando la autocrítica, dirá que “no supimos comunicar bien
nuestros logros". Más allá de los argumentos, sigue en vigor la pregunta
de por qué la ciudadanía se mantuvo mayoritariamente en su decisión de sacar al
FA del gobierno.
Pero
me ha extrañado que algunos analistas hayan sacado un tema que los uruguayos
suelen guardar bajo la alfombra (los que tienen, claro): el de la soberbia.
Porque en la autodefinición, el uruguayo es sobrio, de perfil bajo, no le gusta
humillar a los adversarios y, cuando le toca perder, lo hace con dignidad.
Y
no se trata de soberbia personal, sino la que manifestó incluso en la forma de
presentar la campaña, que pronto llegó a las redes. El proceso fue creciendo en
los últimos 15 años, estimulado desde la dirigencia.
"No
sea nabo (bobo), Never", agredió Pepe Mujica al periodista que lo
entrevistaba. "Pompitas de jabón", respondía el presidente Tabaré
Vázquez con una sonrisa sobradora ante la pregunta de un periodista que
trasladaba una crítica del principal líder de la oposición, el hoy elegido
presidente, Luis Lacalle Pou.
"Lacalle
no entiende de lo que está hablando" y "cuando no se entiende de lo
que se está hablando se cometen errores de razonamiento", decía el
ministro Astori desde su mangrullo de sabiduría, el 23 de agosto pasado, cuando
Lacalle dijo que Uruguay podía tener problemas económicos mayores a raíz de la
coyuntura argentina, recuerda Alberto Peyrou.
Quizá
la dirigencia contrató a asesores de imagen extranjeros para hacer tanta
tontería: ser despectivos con los adversarios, arrolladores en el Parlamento,
incluso para impedir comisiones investigadoras o frenar cualquier asunto que
pudiera incomodar, creyendo en la teoría de nosotros los buenos (el pueblo, los
éticos, inmaculados, sabios) contra ellos los malos (la oligarquía y sus
lacayos, incompetentes, y hasta inmorales).
Soberbios
hasta el absurdo del alcohol cero para conducir (cuando en la mayoría de países
se admiten cantidades de alcohol en sangre que no están reñidas con un buen
manejo), o de prohibir los saleros en los restaurantes, tratando a los
ciudadanos como niños que no saben o no pueden controlar sus actos. Y ni hablar
del cigarrillo.
El
paso siguiente a la soberbia, es el sentimiento de impunidad que catapultaron
tantos proyectos frustrados como la regasificadora, el puerto de aguas
profundas, la planta desulfurizadora, la venta de línea aérea bandera Pluna,
Aratirí, Alur, más allá del extractivismo forestal, que está dejando sin agua
el país. Y ese sentimiento de impunidad, esa forma de hacer política, permeó
hacia la ciudadanía.
Sin
dudas, en el Frente Amplio hay mucha gente valiosa, honesta, capaz de
verdaderas autocríticas, gente con la que el país necesita seguir contando y
sobre todo una juventud capaz de seguir peleando en las calles para que el
sueño no se vuelva pesadilla.
Referirse
a las cosas como son, y no a como deberían ser, se ha vuelto primero un acto de
mal gusto y poco después en delito, actitud que ha calado hondo en el discurso
y en la praxis de la dirigencia frenteamplista, convirtiéndose en un mecanismo
para negar-ocultar-maquillar toda clase de realidades.
Se
habla de asentamientos y de gente por debajo del umbral de la pobreza para
ocultar la subsistencia de los cantegriles (villas miseria). Tras quince años
de esas prácticas discursivas, buena parte de la militancia frenteamplista
creyó vivir en un país de ensueño, y en ello colaboraron las estadísticas
oficiales. Para ellos, una derrota electoral del Frente Amplio no sólo era
indecible sino también impensable.
Pero
la realidad es que muchos protestan en el país por el excesivo privilegio dado
a los inversores extranjeros en detrimento de la atención a la producción
nacional, o están alarmados por la crisis ambiental, en particular la del agua,
y en la gravedad de la situación educativa.
Peor:
hoy la estética progresista uruguaya apunta al miedo: miedo al fascismo, que
sirvió para recuperar votos en los días anteriores a la segunda vuelta. Lo
cierto es que, tras el festejo frenteamplista del domingo, se vive una extraña
situación, impensable en los 35 años de democracia: la otra mitad del país se
ha coaligado para desplazar del poder al Frente Amplio.
La
realidad es que el impulso de cambio del Frente Amplio se detuvo en las puertas
de los cuarteles: en 15 años no se tocó la esencia de la institución castrense,
ni se la juzgó por los crímenes de lesa humanidad. El gobierno progresista los
dotó de armas, aviones, barcos, radares, cámaras de vigilancia y de
identificación facial, con el verso del surgimiento de una oficialidad joven o
de nuevas policías. La realidad muestra que nada ha cambiado en la mentalidad
de los militares.
Y
fue ese mismo gobierno progresista y su ministro de Defensa, el que permitió
que el hijo de una familia aristócrata y fascista no solo llegara a ser
general, sino que le dio la confianza de ser jefe del Ejército, desde donde se
cansó de insubordinarse al presidente Tabaré Vázquez, con lo que catapultó su
candidatura.
Los
tiempos violentos ingresaron al país, lateralmente, “a la uruguaya”, por medio
del video de Guido Manini, el exjefe del Ejército convertido en senador y líder
del fascista Cabildo Abierto (integrante de la coalición multicolor), recuerda
Jorge Zabalza.
Quizá
fue el rechazo a la prepotencia castrense de Manini lo que provocó la avalancha
de votos que cerró la grieta entre los dos candidatos del balotaje, gracias a
la movilización popular bajo la consigna de “milicos nunca más”, la que
desarmaron durante tres lustros los dirigentes frenteamplistas.
Al
final, cabe recordar también que fue el expresidente José Pepe Mujica quien
catapultó al innombrable Luis Almagro como secretario general de la OEA, para
desestabilizar la región según el guion de Washington.
Marzo
de 2020 encontrará al Uruguay con un poder fragmentado, con un poderoso partido
en la oposición, ligado a las centrales sindicales, organizaciones sociales y
académicas, con un parlamento variopinto y un Ejecutivo obligado a negociarlo
todo, ya con sus socios del frente multicolor, pero también con el Frente
Amplio.
Pasará
del estado de bienestar al de malestar general, sobre todo después que los
primeros apoyos que recibió Lacalle fueron los de dos autoproclamados
presidentes: el devaluado venezolano Juan Guaidó y la fascista, racista y
xenófoba boliviana Jeanine Añez.
En
definitiva, Uruguay es un país chiquitito que en el mapa casi no se ve, de
apenas 176 mil kilómetros cuadrados, 3,4 millones de habitantes, país-tapón
entre Argentina y Brasil inventado por los ingleses en 1828, que entró a la
historia mundial a las patadas: dos veces campeón olímpico de fútbol y dos
veces campeón mundial.
Para
que se ubique, está al este del río Uruguay (río de los pájaros, en guaraní),
sobre ese gran estuario que se llama Río de la Plata. Es la República Oriental
del Uruguay. De allí que por años, los uruguayos fueron “orientales”.
Pero
también fueron charrúas (los indios que tras luchar por la independencia de las
Provincias Unidas del Río de la Plata fueron exterminados en el genocidio
ordenado por el primer presidente, Fructuoso Rivera, fundador del Partido
Colorado, en 1831), aunque se identifiquen más con una camiseta: “soy celeste”,
suelen decir.
Es
el país de Onetti, Benedetti y Galeano, de Viglietti, Zitarrosa, Rubén Rada y
Los Olimareños. Cambia, pero seguirá marchando al ritmo del borocotó chás-chás
del candombe, que no permite olvidar la importante incidencia de la cultura
afro.
En
épocas de exilio, el maestro-periodista Carlos María Gutiérrez solía tener un
cartelito en su mesa de trabajo: “El Uruguay no existe, es sólo un estado de
ánimo”. Caldeado, hoy.
* Periodista y comunicólogo uruguayo.
Magíster en Integración. Fundador de Telesur. Preside la Fundación para la
Integración Latinoamericana (FILA), dirige el Centro Latinoamericano de
Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la) y el canal surysurtv.
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