Todo lo que tenga que
ver con medios de comunicación debe ser tomado totalmente con pinzas si en
verdad se busca objetividad. El campo popular, en todo caso, tiene que estar
siempre alerta, desconfiando y en actitud de discordia con el discurso
mediático, porque allí hay, ante todo, el ocultamiento de una mentira.
Marcelo Colussi / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de
Guatemala
Introducción
Según la tradición
aristotélico-tomista, la realidad es una y dada desde siempre, puesta en forma
indubitable a la espera de que el ser humano se contacte con ella. La realidad
existe en definitiva, independientemente del sujeto que se relaciona con ella.
En este marco, la verdad es la “adecuación del sujeto que conoce con la cosa
conocida” (adaequatio intellectus et rei
decían los escolásticos). La cosa, la realidad, está a la espera de que el
sujeto se dirija a ella para aprehenderla y conocerla, por medio de sus
sentidos y de la razón. Durante dos milenios, ésta fue la idea dominante dentro
de la tradición occidental. Y es la concepción que sigue prevaleciendo en el
sentido común. El peso está puesto en la realidad objetiva.
Desde el Renacimiento y
a partir del cambio de paradigmas que se produjo en aquel fabuloso momento
histórico de la humanidad, la noción de la realidad ha variado. En el mundo
moderno y dentro del nuevo ideal de ciencia copernicana, la realidad pasa a ser
“construcción”; es decir, producto de la forma en que el sujeto se relaciona
con la cosa. La realidad deja de ser una, única, inobjetable. Llegados al
presente, con el desarrollo de un pensamiento que se descentra cada vez más de
la realidad objetiva como garantía misma de su existencia dada por un ser
supremo creador, con un pensamiento mucho más centrado en el sujeto, interesa
fundamentalmente el proceso de “construcción” de esa realidad. Los datos de las
distintas ciencias sociales y de una epistemología que rompe vínculos con la
tradición aristotélica ponen el énfasis en la relatividad de la realidad: la
misma pasa a ser entendida como construcción histórica y, por lo tanto,
cambiante, variada, siempre relativa. El peso ahora está puesto en el sujeto y
en las relaciones que establece con la cosa. Así como una botella está medio
vacía o medio llena, según el punto de vista, así comienza a entenderse esta
nueva visión de la realidad. La verdad deja de ser un absoluto.
Todo lo anterior ayuda
a entender que la realidad de la que queremos hablar en términos políticos es
construida, no es absoluta ni terminada. Lo político, en tanto esfera en donde
se juegan relaciones de poder entre grupos humanos, no es una realidad dada de
antemano, asegurada por Derecho Divino, única e indubitable. Esa realidad
política es producto de la historia y, por lo tanto, cambiante, dinámica y en
perpetuo movimiento. En esa construcción, más allá de la bienintencionada idea
de paz y rechazo de la violencia, el conflicto juega un papel determinante. La
historia, la realidad política en definitiva, es producto de una conflictividad
estructural. “La violencia es la partera
de la historia”, se ha dicho como síntesis de esta relación y construcción.
La realidad política tiene que ver con el juego de poderes que se va
estableciendo, el que a su vez se encuentra, como ya se indicó, en continuo
cambio. Por otra parte, la forma de la realidad tampoco es ingenua ni neutra.
Lo que se sabe de la realidad política –que es una realidad social y por lo
tanto determinada por factores sociales, económicos en principio, así como
culturales en sentido amplio– es que ésta siempre es una construcción hecha
desde el ejercicio del poder. Lo que se piensa, se sabe y se dice es el reflejo
de las luchas de poder que estructuran toda sociedad y le confieren dinamismo.
Un pequeño grupo de
pensadores –generalmente plegados a los poderes dominantes– es el que tiende a
conceptualizar, organizar y dar forma a lo que las grandes mayorías luego
repiten. Dicho de otra forma: “El esclavo
siempre piensa con la cabeza del amo”. O también: “La ideología dominante de una época es la ideología de la clase
dominante”. El pensamiento político es el reflejo de las luchas de poder
que estructuran toda sociedad y le confieren dinamismo. Un pequeño grupo de
pensadores –generalmente plegados a los poderes dominantes– es el que tiende a
conceptualizar, organizar y dar forma a lo que las grandes mayorías luego
repiten. En relación con lo anterior, algo inédito en la historia y que viene
marcando una tendencia cultural desde inicios del siglo XX es el papel que
juegan los medios masivos de comunicación modernos. Lo que la gran mayoría
piensa, o más concretamente “piensa en términos políticos-ideológicos”,
proviene cada vez más de esos medios comunicacionales: prensa escrita primero,
luego radio, después televisión (con una fuerza arrolladora) y, actualmente,
toda la diversidad de medios audiovisuales, incluidos el internet y los
videojuegos. Los llamados mass media
han crecido hasta convertirse en una especie de nuevo medio ambiente que hace
que para muchas personas ya no haya otra realidad relevante que la que esos
medios producen. Según una publicación de la empresa encuestadora estadounidense
Gallup (no sospechosa de pensamiento crítico y de ideología de izquierda), 85%
de lo que un adulto urbano promedio “sabe” hoy día sobre su realidad política
proviene de esos medios masivos de comunicación, ante todo de la televisión. Es
ya sabido (aunque sea una frase hecha –pero no por ello menos importante–)
aquello de “si no está en la televisión, no existe”. Lo anterior caracteriza la
realidad política actual: los medios de comunicación, tradicionalmente el
“cuarto poder”, han incrementado drásticamente su importancia. Hoy en día
constituyen uno de los factores del poder mismo, ya que construyen la realidad
político-ideológica a escala planetaria. Buena parte de las apreciaciones sobre
esa realidad es producto prefabricado que esas usinas culturales elaboran, cada
vez con mayor sutileza y con mayor esmero.
El primado de la televisión
Para precisar mejor el
razonamiento considerado en los párrafos precedentes, convendría realizar un
pequeño recorrido por el medio de comunicación que más ha impactado a escala
global en la población: la televisión. Sin duda, es uno de los inventos que más
ha influido en la historia de la humanidad. Su importancia es tan grande
–desproporcionadamente grande podríamos decir– que influye los cimientos mismos
de la civilización: es la expresión máxima de los medios masivos de
comunicación, parte medular de la cultura, de esta sociedad que llamamos hoy
“sociedad de la información”. Lo es, de hecho, en forma cada vez más
omnipresente, más avasallante. Sin temor a equivocarnos, es posible afirmar que
el siglo XXI será el siglo de la cultura de la imagen, de la pantalla, cultura
que ya se entronizó en las pasadas décadas del siglo XX y que, tal como se ven
las cosas, parece afianzarse con más fuerza y sin posibilidad de retroceso. El
“¡no piense, mire la pantalla!” parece haber llegado para quedarse. Hoy en día,
esa pantalla ya no es sólo la televisión, tenemos también los teléfonos
celulares, las agendas electrónicas y las sofisticaciones del plasma líquido
que florecen por todas partes. En definitiva, la imagen va envolviendo cada vez
más al público, según el modelo televisivo. Cuando la televisión se masificó,
se inició también el debate sobre si, por fin, ese medio encarnaría el sueño de
la educación al alcance de la población, si se convertiría en información veraz
y objetiva sobre la realidad mundial, cultura para todos, programas de debate,
aporte a las ciencias y a las artes. Luego de varias décadas de desarrollo,
parece que ninguno de estos ideales se ha realizado (quizá muy poco a través de
estos medios audiovisuales, pero menos aún en el caso de la televisión). Ello
no sólo porque a la mayor parte de la población “no le interesa” este tipo de
inquietudes –aunque sería un tanto superficial presentarlo así– sino, fundamentalmente,
porque a quienes hacen televisión –más aún, a quienes la dirigen– parece
importarles menos que a nadie. Como señaló el músico cubano Pablo Milanés: “El mal gusto está de moda”. Y se da ahí
un círculo vicioso: ¿el público consume “basura mediática” porque eso recibe o
es difícil (casi imposible) producir algo masivo (durante 24 horas al día los
365 días al año) con altos niveles de calidad? Con el transcurso del tiempo, la
televisión ha sido más criticada pero, al mismo tiempo, es más consumida. Prácticamente
desde el momento mismo de su aparición, no fue un medio informativo ni
educativo; constituyó una fuente de entretenimiento y terminó siendo el centro
de todo hogar moderno. Así, al igual que no se piensa dos veces si se compra
una licuadora o una cama cuando una pareja de recién casados estrena residencia
o cuando un joven se independiza, tampoco se deja de pensar en comprar un
televisor. Hoy en día, incluso en los hogares de clase media es “obligado”
contar con más de un aparato. Tal “objeto” se ha convertido en parte esencial
de la vida de los seres humanos, ricos y pobres, urbanos o rurales, varones o
mujeres, jóvenes o adultos. Se calcula que actualmente están funcionando no
menos de 2.000 millones de aparatos televisivos y la tendencia es a seguir
creciendo.
La televisión construye
un mundo virtual muy especial. El poder de convicción de las imágenes hace que
a menudo éstas reciban un estatus de realidad superior al de la realidad misma.
En las modernas sociedades masificadas, en las que se aglomeran enormes
cantidades de seres humanos que están paradójicamente muy separados unos de
otros dados los patrones de individualismo y consumismo hedonista que el
capitalismo ha impuesto –“es más fácil
para la mayor parte de la gente encontrar un dinosaurio que un vecino”,
dijo sarcástico A. Touraine– el elemento que une a esas grandes masas dispersas
pasó a ser la televisión. Si “religión” quiere decir re-ligar, unir, no cabe
dudas que este nuevo dispositivo tiene un valor “religioso” en las actuales sociedades.
La televisión construye
un mundo virtual muy especial. El poder de convicción de las imágenes hace que
a menudo éstas reciban un estatus de realidad superior al de la realidad misma.
El punto de partida para entender esto es la dificultad que el sistema nervioso
en su conjunto tiene para distinguir las imágenes de la realidad de las
imágenes virtuales o de representación de la misma. Por ello es que lloramos
viendo una película de ficción o nos emocionamos con los anuncios de bebidas.
El cerebro ha ido evolucionando en los organismos más complejos, incluida la
especie humana, basándose en la credulidad de lo que ve. Todo el mundo sabe que
añadir una imagen a una noticia cualquiera le confiere un carácter de mayor
veracidad. Las informaciones icónicas producen en el cerebro la sensación de
ser algo intrínsecamente creíble. A lo largo de la evolución, no ha sido
necesario desarrollar la capacidad de discriminar las imágenes virtuales de las
reales, puesto que las primeras no existían o eran poco relevantes (espejismos,
reflejos en el agua). La aparición de la realidad virtual cambió, en gran
medida, la historia humana. La memoria tiene dificultades para distinguir la
procedencia de las imágenes mentales que posee. De dónde proviene, por ejemplo,
la idea que se tiene de la nieve si se vive en el trópico, ¿de la experiencia
personal o de las películas que se han visto? Y la idea de la Edad Media, ¿de
la imaginación, de los textos leídos o de las imágenes vistas? ¿Y la idea de un
sindicalista? ¿La de los indígenas? ¿La de la guerra? ¿Cómo llegamos a los
conceptos de los “buenos” y los “malos”? (los primeros, siempre blancos; los
segundos, negros, indígenas, musulmanes).
En síntesis, la
televisión influye más sobre la humanidad que todo el arsenal nuclear. La
televisión crea la realidad cultural en la que nos desenvolvemos hoy día, con
más fuerza que la familia, las iglesias o la escuela formal. Según
apreciaciones de la UNESCO, en unas pocas generaciones más, el peso de la
cultura virtual habrá desalojado la importancia de la escuela tradicional. La
dificultad para distinguir entre imágenes reales y virtuales, junto con el
aislamiento social y el tiempo dedicado a ver televisión (en promedio, dos
horas diarias para un adulto y cuatro horas y media para un niño), borra las
fronteras entre realidad y ficción e invierte el referente para conocer quiénes
somos, cómo es la realidad y cuál es el mundo deseable. Por supuesto, a los
círculos que detentan el poder, lo anterior les resulta “como anillo al dedo”.
De allí seguramente el crecimiento exponencial de la televisión como pocos, o
ningún otro, avance científico del siglo XX. Siguiendo esta misma línea, el
resto de dispositivos audiovisuales como el internet se perfila como uno de los
núcleos principales en torno al que ya se está tejiendo la vida del siglo XXI.
Para mantener la
atención, el negocio televisivo transforma todo lo que trata en espectáculo. El
discurso político, el conocimiento, el conflicto, el temor, la muerte, la
guerra, el sexo, la destrucción, entre otras, pasan a ser fundamentalmente
espectáculo, comedia, “show!”. El
espectador es acostumbrado a ver el mundo sin actuar sobre él. Al separar la
información de la ejecución, al contemplar un mundo mosaico en el que no se
perciben las relaciones, se crea un estado de aturdimiento, indefensión y
modorra que propicia el crecimiento de la parálisis social. Como tecnología de
implantación de imágenes en el sistema nervioso central, la televisión permite
hablar directamente al interior de la subjetividad de millones de personas y
depositar en ellas imágenes (que difícilmente se pueden modificar) capaces de
lograr que la gente haga lo que de otra manera nunca hubiera pensado hacer. No
olvidemos la ley de John Kenneth Galbraith: “Se
publicita lo que no se necesita”. Es dable preguntarnos entonces ¿cómo se
ha logrado suprimir las diversas maneras de comer que existían en los distintos
territorios y culturas y sustituirlas (en una tercera parte del planeta) por
hamburguesas de McDonald’s o vasos de Coca-Cola? Sólo una tecnología como la
televisión podría ser capaz de lograrlo con la eficacia mostrada en el escaso
margen de pocas generaciones, lo que no logró ninguna iglesia ni partido
político. Aunque la televisión se inventó en la década de 1920, se desarrolló
como tecnología de implantación masiva de imágenes, coincidiendo con el período
de mayor bonanza y acumulación capitalista tras la Segunda Guerra Mundial,
liderada por la gran potencia hegemónica: Estados Unidos.
La televisión, la economía y el poder
En estos momentos, la
televisión es ante todo: a) vehículo de los grandes capitales para la promoción
de sus productos y b) arma ideológica de control social implementada por los
grandes centros de poder. Secundariamente, existen otras acciones para transformarla
en medio educativo. El “socialismo real” en su momento o las propuestas
alternativas para construir otro tipo de televisión no lograron torcer mucho
este rumbo. Arte, hasta donde lo conocemos, definitivamente no es. Y las
propuestas serias, educativas, críticas, son más bien marginales. En términos
generales, se puede decir que, en todas partes del mundo, la televisión ofrece:
a) entretenimiento ramplón, barato, de muy poca profundidad estética (la
mayoría de la programación puede clasificarse dentro de este campo: desde
deportes hasta telenovelas, series estandarizadas, reality shows, musicales y dibujos animados, preparados cada uno
según el público-objetivo buscado); b) información, la mayor parte de las veces
tendenciosa, haciendo del manejo de la noticia otro entretenimiento más; c) un
porcentaje infinitamente menor de materiales educativos para la reflexión,
programas culturales o científicos, así como arte. En la mayoría de casos,
existe una fuerte carga ideológica, en general, mayor que la calidad estética.
En lo que concierne a noticias, la situación es patética; en vez de informar
con veracidad, se desinforma, se crean matrices de opinión en la lógica de
defensa de los poderosos, se es chabacano y sensacionalista y no es para nada
crítica. Una vez más: “El esclavo piensa
con la cabeza del amo”.
La razón última de la
televisión es vender publicidad; dicho en otros términos, obtener beneficios
monetarios. Y la razón última de acumular beneficios monetarios es concentrar
poder. El “rating” (la medición de la teleaudiencia) pasó a ser el elemento que
guía la gran mayoría de las programaciones. Como alguien alguna vez lo dijo,
“los programas son una excusa para presentar publicidad”. En la actualidad y
tras varias décadas de desarrollo, las televisoras más importantes del mundo
son propiedad de las cien compañías más grandes, las que, a su vez, son las que
más se anuncian en televisión. La ABC es propiedad de Disney Corporation, la
NBC de General Electric, la CBS de Westinghouse, Antena 3 de Telefónica. CNN es
una super empresa que cotiza en bolsa moviendo fortunas. Las cadenas públicas o
se privatizan o se mimetizan con las privadas y, en cualquier caso, quienes las
financian son en buena parte las mismas compañías. En la actualidad existen conglomerados
industrial-financiero-mediático-políticos (véanse los casos del magnate Silvio
Berlusconi en Italia, Carlos Slim en México –una de las personas más
acaudaladas del mundo– Ted Turner en Estados Unidos, propietario de CNN,
Gustavo Cisneros en Venezuela –el segundo hombre más rico de América Latina–)
que disponen de más poder político que un presidente de Estado. En ellos
resulta muy difícil saber quién controla a quién, la política a las finanzas o
los medios de comunicación a ambas, pues son todos en uno o hacia ello se
encaminan.
El mundo es lo que la
televisión muestra. El poder político, entonces, ha pasado en buena medida a
quienes detentan ese potencial de los medios masivos de comunicación, quienes
ya se constituyeron abiertamente en actores políticos de primera magnitud, más
incluso que los desacreditados partidos, cada vez más tenidos por una casta de
corruptos y mercaderes mercenarios (esto es igual en todos los países). La
cultura audiovisual que el entramado del poder ha ido creando invierte la
evolución de lo sensible a lo inteligible y altera la relación entre entender y
ver, empobreciendo así la comprensión del mundo, atrofiando la capacidad de
abstracción y, por lo tanto, de actuar sobre la realidad. La humanidad no es
más tonta desde que ve televisión, sin duda; pero sí es más manejable,
tremendamente más manejable y manipulable. Y lo peor de todo, sin que se dé
cuenta de ello. El video-dependiente promedio de televisión o de las nuevas
tecnologías que entronizan la imagen (cada vez más gente en el planeta) tiene
menos sentido crítico que quien no depende casi exclusivamente de las imágenes
como fuente de conocimiento, de quien lee y piensa reflexiva y críticamente. El
esfuerzo de ver es mucho menor que el de leer. Consideremos la forma de dejarse
llevar por imágenes: se suceden unas a otras, el orden está fijado, se trata
fragmentariamente cada tema y no hay espacio para reflexionar (es decir, para
“darle vueltas al asunto”, examinar el contexto global en que se produce un
acontecimiento, integrarlo con otros aspectos con los que interactúa, darse el
tiempo para pensar futuras acciones). No obstante, sería incorrecto achacar
todos los males y esta cultura “light” del “no piense y mire pasivamente” al
avance tecnológico. No cabe duda que las nuevas tecnologías modelan las
problemáticas y perfilan cambios en la constitución subjetiva; sin embargo, el
poder de crear, innovar, formar y participar en los procesos de transformación
social sigue siendo, exclusivamente, responsabilidad nuestra. Como siempre, el
vínculo interpersonal es el factor determinante en el desarrollo y uso de las
potenciales capacidades intelectuales. La tecnología condiciona, pero el
proyecto antropológico de base (“político”, para llamarlo propiamente) es el
que decide cómo y para qué se usa dicha tecnología. Por último, la “culpa” de
los males del mundo no es de la televisión, de los medios de comunicación, de
la tendencia al consumo de imágenes ni de los medios digitales (televisión y la
parafernalia que la acompaña: internet, pantallas de teléfonos celulares,
tablas y todos medios cada vez más sofisticados que podrán venir en un futuro).
Ellos, como instrumentos de enorme penetración, también pueden servir para
otros fines, como ampliar el conocimiento y mejorar el análisis y la opinión
crítica. La televisión y los medios de comunicación en general pueden ser un
arma liberadora. Las experiencias conocidas hasta la fecha abren interrogantes.
El “socialismo” real no dio una producción televisiva excelente, aunque el recurso
humano que trabajaba tal sistema tenía gran preparación y amplitud de criterio.
Por el contrario, se dieron producciones que fueron, si no propaganda
ideológica pesada, programas carentes de creatividad, de chispa y que
resultaban ser igualmente soporíferos.
Lo señalado
anteriormente nos lleva a replantear la cultura de la imagen que está en la
base de esta proliferación de medios masivos que cada vez más se van
imponiendo. “Cuando se escribe un guión
televisivo, hay que pensar que el potencial consumidor es un niño de seis años
de edad”; así presentaba las cosas un prestigioso profesor de semiología
para demostrar cómo se hace televisión. Quizá era un poco crudo, pero no estaba
exagerando. “En la sociedad actual, el
rumbo lo marca la suma de apoyo individual de millones de ciudadanos
incoordinados que caen fácilmente en el radio de acción de personalidades
magnéticas y atractivas, quienes explotan de modo efectivo las técnicas más
eficientes para manipular las emociones y controlar la razón”, se expresaba
sin mayores tapujos Zbigniew Brzezinsky, asesor del ex presidente de Estados
Unidos James Carter e ideólogo de los reaccionarios documentos de Santa Fe[1].
En otros términos, el funcionario de Estado no decía nada muy distinto a lo que
nos enseñaba aquel docente de comunicación social: “manipular a la gente
tratándola como niñitos tontos”. Así de simple (o de monstruoso). La televisión
–y junto con ella los nuevas tecnologías centradas en la cultura de la imagen–
es parte fundamental de lo que los estrategas de la potencia imperialista
llaman “guerra de cuarta generación”. Dicho de otra forma, guerra
psicológico-mediática, guerra a muerte para controlar poblaciones enteras, la
población planetaria, no con armas de destrucción masiva, sino con medios más
sutiles, no sanguinarios, pero de más impacto final.
La humanidad no es más
tonta desde que ve televisión, señalábamos, pues el núcleo del problema no está
en el consumidor sino en el productor. Lo que debe enfatizarse es que ese
productor de imágenes es, cada vez más, el gran poder político. En la década de
1960, el padre de la semiótica, el italiano Umberto Eco, decía: “Quien detente los medios de comunicación,
detentará el poder”. Evidentemente no se equivocaba. Vale la pena recordar
la afirmación del dirigente nazi Joseph Goebbels, padre de la manipulación
mediática moderna: “¿A quién debe
dirigirse la propaganda: a los intelectuales o a la masa menos instruida? ¡Debe
dirigirse siempre y únicamente a la masa! (...) Toda propaganda debe ser popular y situar su nivel en el límite de las
facultades de asimilación del más corto de los alcances de entre aquellos a
quienes se dirige [¿niño de seis años?]. (…) La facultad de asimilación de la masa es muy restringida, su
entendimiento limitado; por el contrario, su falta de memoria es muy grande.
Por lo tanto, toda propaganda eficaz debe limitarse a algunos puntos fuertes
poco numerosos, e imponerlos a fuerza de fórmulas repetidas por tanto tiempo
como sea necesario, para que el último de los oyentes sea también capaz de
captar la idea”[2].
No hay ninguna duda de
que la inmediatez y unidireccionalidad de los mensajes audiovisuales, de los
que la televisión es el principal exponente (más que el cine, la foto, el
internet o los videojuegos), generó una cultura de la imagen que hoy pareciera
muy difícil, si no imposible, de revertir. En la dinámica humana, la conducta
reiteradamente repetida termina creando hábito: “algunos puntos fuertes poco
numerosos se imponen a fuerza de fórmulas repetidas”, enseñaba el ministro de Propaganda
del Tercer Reich. Al igual que la intuición de Eco, tenía razón. La cultura de
la imagen que hace años viene repitiéndose con fuerza creciente ya creó un
hábito en todas las capas sociales en estas últimas generaciones. Hoy por hoy,
pareciera imposible desarmarla. Pero en esa cultura anida un límite intrínseco,
quizá imposible de ser franqueado: no importa el tipo de programa televisivo
que se presente, mirar la pantalla no facilita la actitud crítica que sí
posibilita, por ejemplo, la lectura. De todos modos, esa cultura de la imagen
no parece que vaya a desaparecer con facilidad, por varios motivos. En el marco
del actual sistema de libre mercado, la imagen es un fácil expediente para
generar enormes ganancias y herramienta idónea para seguir incentivando el
hiper consumo que la economía necesita. El negocio de la televisión mueve
fortunas y ninguna de las corporaciones que lo manejan está dispuesta a
perderlo. Por otra parte, la televisión se ha revelado como un arma de
dominación terriblemente eficaz (guerra de cuarta generación, más “letal” que
las peores armas de fuego). Los centros de poder no dejarán de usarla, por el
contrario, apelarán cada vez más a ella. Es un instrumento de sujeción mucho
más efectivo que la espada de la antigüedad o las bombas inteligentes actuales.
Por ambos motivos entonces, fabuloso negocio y mecanismo de control social, la
televisión es parte medular de los factores de poder que manejan el mundo.
Además –y esto es incontratable– la imagen nos hace caer en ella como la luz
brillante atrapa a los insectos. La cultura mediática (audiovisual en lo
fundamental) prefigura cada vez más el pensamiento político. “Pensamos”
política e ideológicamente en términos pasivos lo que el “espectáculo
mediático” presenta, sin mayores cuestionamientos. Por ejemplo, que los
musulmanes son unos fanáticos terroristas, que los narcotraficantes constituyen
el nuevo demonio que mueve la política en los “narco-Estados” latinoamericanos,
que las “temibles” maras son el principal problema en Centroamérica, que Osama
Bin Laden y Al Qaeda o el recientemente aparecido Estado Islámico manejan buena
parte del mundo desde las tinieblas con un proyecto de siembra de terror que
nos paraliza, que estamos mal porque “los políticos corruptos se roban todo”. Y
también, sin formulaciones críticas al respecto, que “la democracia” es un bien
en sí mismo y que los países exitosos son tales porque han abrazado la
democracia. Nuestro pensamiento, recordémoslo una vez más, muchas veces
(¿siempre?) se moldea a través de poderes hegemónicos que imponen “lo que se
debe pensar”. En el ámbito universitario, esto resulta ser descarnadamente
cierto, aunque debería ser el lugar de la crítica por excelencia. La cultura de
la imagen lo barre todo: el “copia y pega” pareciera haber llegado para
quedarse. ¿Y acaso no son eso mismo los noticieros que nos llenan la cabeza de
“información”?
El mundo globalizado,
la aldea global, se rige en forma creciente por un pensamiento único, por un
continuo “copia y pega”, donde cada sujeto recibe el texto “pegado” que habrá
de repetir acríticamente. En términos políticos, esa globalización viene a
uniformar puntos de vista y a contar con parámetros universalmente compartidos.
Al hablar de “globalización” –proceso hoy día en la cresta de la ola del
discurso sociopolítico y mediático– debemos precisar de qué se trata pues, en
verdad, el término no aporta nada nuevo en lo conceptual. Quizás pueda incluso
ser un estorbo si no se lo delimita adecuadamente. Globalización es más que –o
incluso no es para nada– la posibilidad de tener en cualquier parte del mundo,
en medio de la selva o del desierto, un teléfono celular fabricado por una
empresa japonesa en algún país del medio oriente, con chips elaborados a base
de coltán africano y activado por una compañía telefónica de origen español,
cuya buena parte del paquete accionario es francés o estadounidense. Éste es el
detalle descriptivo, no más. La globalización es más que eso.
El proceso de globalización
Para una síntesis sobre
qué entender por globalización, podríamos proponer (a modo de definición
aproximativa) que se trata del proceso económico, político y sociocultural que
está teniendo lugar actualmente a nivel mundial. Este proceso hace que exista
una interrelación económica cada vez mayor entre todos los rincones del
planeta, por alejados que estén, bajo el control de las grandes corporaciones
transnacionales. Esto gracias a tecnologías que han borrado prácticamente las
distancias, permitiendo comunicaciones en tiempo real y que sirve básicamente a
esas enormes empresas, aunque se viva la ilusión que todos nos beneficiamos de
ella. Tomando en cuenta lo anterior, el proceso de globalización (generalmente
considerado en su faceta económica) implica que cada vez más ámbitos de la vida
son regulados por el libre mercado, que la ideología neoliberal se aplica en
casi todos los países con cada vez más intensidad, que las grandes empresas
consiguen cada vez más poder a costa de los derechos ciudadanos y la calidad de
vida de los pueblos y, por último, que el medio ambiente y el bienestar social
se subordinan absolutamente a los imperativos del sistema económico (cuyo fin
es la acumulación insaciable por parte de una minoría cada vez más poderosa).
Acompaña a todo este proceso el desprecio de los valores culturales y sociales
de las distintas comunidades del planeta, con la imposición de una matriz
única, producida y exportada desde los principales centros de poder,
fundamentalmente los Estados Unidos de América. Ahora bien, las características
señaladas no son en realidad nuevas. Desde que el capitalismo comenzó a
solidificarse en Europa, su expansión global no ha cesado. La llegada de los
españoles a tierras americanas puso en marcha este proceso de universalización
del sistema económico europeo, proceso que desde hace cinco siglos no se ha
detenido. El capitalismo es, en definitiva, sinónimo de comercio a escala
planetaria. La trata de esclavos negros en África, el saqueo de recursos en
Asia o América y el crecimiento de los bancos europeos son parte de un mismo
proceso. La globalización ya lleva varios siglos en curso. Como se dijo en
alguna ocasión: en realidad comenzó la madrugada del 12 de octubre de 1492,
cuando Rodrigo de Triana pronunció su infausto grito de ¡tierra! Con el final
de la Guerra Fría y el triunfo del gran capital transnacionalizado, el discurso
hegemónico –el del neoliberalismo en boga– se sintió en condiciones de decir lo
que le placiera. No sólo de decir, sino también de hacer. Surgen así los mitos
post caída del muro de Berlín que, como todo mito y construcción simbólica,
responden a momentos, coyunturas sociales y entramados de poder. “El fin de las
ideologías”, el pragmatismo, el discurso del posibilismo y la resignación; el
inglés como lengua universal, “don’t
worry, be happy”; Coca-Cola y McDonald’s como íconos; individualismo
triunfalista y desprecio por lo local; aquello que evoque el pasado; todos
éstos son distintos elementos que conforman los nuevos paradigmas. Como parte
de los símbolos de la globalización, debe incluirse también lo que se ha
llamado “flexibilización laboral” (eufemismo de la sobreexplotación de la mano
de obra). Es decir, pérdida de derechos sindicales históricos obtenidos luego
de décadas de luchas, contratos laborales precarizados, casi extinción de sindicatos.
Se complementa esto con la “deslocalización”, o sea, la posibilidad de instalar
centros productivos en los que la mano de obra sea más barata, con menor
regulación y escasos o nulos controles medioambientales por parte de los
Estados. La globalización es siempre la de los grandes capitales. Si algo
posibilita todo lo anterior, es la universalización del dominio del capital
financiero. Entre los íconos de la globalización se inscribe también el
mercado, como punto máximo del desarrollo y la democracia, como expresión
superior de organización política. Los medios masivos de comunicación, cada vez
más globalizados y concentrados, juegan un papel clave en la expansión de este
fenómeno y de sus mitos.
La relación entre
medios masivos de comunicación y globalización, hoy en día en su apogeo, se
perfilaba ya algunas décadas atrás. Así, por ejemplo, el Informe McBride de
UNESCO en 1980 lo denunciaba explícitamente: “La industria de la comunicación está dominada por un número
relativamente pequeño de empresas que engloban todos los aspectos de la
producción y la distribución, las cuales están situadas en los principales
países desarrollados y cuyas actividades son transnacionales. (…) Se deben adoptar medidas encaminadas a
ampliar las fuentes de información que necesitan los ciudadanos en su vida
cotidiana. Procede emprender un examen minucioso de las leyes y reglamentos
vigentes para reducir las limitaciones, las cláusulas secretas y las
restricciones de diversos tipos en las prácticas de información. (…) Con harta frecuencia se trata a los
lectores, oyentes y espectadores como si fueran receptores pasivos de
información”[3].
Globalización, democracia y medios de comunicación
Se encuentran
entronizados distintos mitos que recorren el planeta, de los que hoy pareciera
imposible despegarse. Las ideas de libre mercado y democracia (entendida como
democracia representativa y formal) parecen haber llegado para quedarse,
inundando todo el mundo y no dando lugar a críticas o alternativas. Estar
globalizados es participar de estos valores comunes, universales, fijados desde
centros de poder omnímodos y que no dan ningún espacio para la actitud crítica.
Cualquier disenso es tomado como “irrespetuoso acto de rebeldía”. Consideremos
un ejemplo del impacto de esta construcción mediático ideológica en el
pensamiento político dominante; analicemos así la noción de “democracia”
entronizada hoy como un bien en sí mismo. “Con
la democracia también se come”, gritaba en su campaña proselitista Raúl
Alfonsín antes de convertirse en el primer presidente constitucional luego de
la dictadura militar en Argentina entre 1976 y 1982. La promesa levantaba
grandes expectativas; tantas, que le permitió ganar las elecciones. Hoy, con
más de tres décadas de ejercicio democrático, el país no se termina de
recuperar de la peor crisis de su historia. No es nada infrecuente que muchos
de sus habitantes deban comer de los recipientes de basura (¡en el país de las
vacas!) y tampoco fueron infrecuentes, en estos últimos años, saqueos a parques
zoológicos para comerse algún animal. Parece ser que la democracia no ha dado
mucho para comer. En el histórico “país de las vacas”, con la democracia se
pasa hambre y los índices de desnutrición crecieron en forma dramática. Una
investigación del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en
2005 mostró con cifras elocuentes que 55% de la población estudiada apoyaría de
buen grado un gobierno dictatorial si resolviera los problemas de índole
económica. Ello llenó de consternación a más de un politólogo. Sin lugar a
dudas, décadas de dictaduras militares y regímenes totalitarios dejaron una
profunda marca política en la región. Pero ello no habla sólo de una cierta
vocación autoritaria en la población latinoamericana, transformada ya hoy en
hecho cultural; habla, más que nada, del fracaso de estas democracias formales
aparecidas alrededor de la década de 1980, luego de los tristemente célebres
gobiernos militares.
“Democracia” es una de
las nociones más manoseadas y retorcidas del vocabulario político universal. Si
intentáramos precisarla en pocas palabras, seguro que no lo lograríamos. El
solo hecho de que pueda ser presentada como opción “buena” ante otras
“equivocadas” alerta ya que no es universalmente aceptada y que es materia de
equívocos, que alcanzan para todo. ¿Cómo es posible que en su nombre se
produzcan guerras de conquista, como las de Irak o de Afganistán? ¿Cómo es
posible que en su nombre se bombardee población civil no combatiente? Sin duda,
la democracia es un tema explosivamente polémico, pero el insistente discurso
–mediático en lo fundamental– lo ha colocado en un sitial de honor que casi no
admite discusiones. Si en algún determinado país las cosas no funcionan del
todo bien, el discurso dominante –dado en muy buena medida por los medios
masivos de comunicación– dice que es porque aún ese lugar no vive “en
democrática” o porque la institucionalidad democrática “es muy débil”.
En uno de sus informes,
el Banco Mundial reveló que la República Popular China sacó de la marginación a
200 millones de personas en veinte años, sin que sus reformas se apegaran a las
recetas neoliberales en boga. Más aún, con una organización política abominada
por las democracias occidentales en la que brillan por su ausencia todas las
libertades esgrimidas como logros democráticos. Como señaló Luis Méndez Asensio
al analizar el fenómeno: “El ejemplo
chino nos incita a una de las preguntas clave de nuestro tiempo: ¿es la
democracia sinónimo de desarrollo? Mucho me temo que la respuesta habrá que
encontrarla en otra galaxia. Porque lo que reflejan los números
macroeconómicos, a los que son tan adictos los neoliberales, es que el gigante
asiático ha conseguido abatir los parámetros de pobreza sin recurrir a las
urnas, sin hacer gala de las libertades, sin amnistiar al prójimo”[4].
Tan elástico es este vapuleado concepto de democracia que sirve para cualquier
propósito: para comer –según Alfonsín–, para mantener un bloqueo contra Cuba,
para invadir Irak o Afganistán, para deponer al presidente Jean-Bertrand
Aristide en Haití o a Manuel Zelaya en Honduras, o para intentar hacerlo con
Nicolás Maduro en Venezuela… Quizá, por tan elástico, en realidad no significa
ya nada. Pero todo ello puede llevarnos a concluir que lo que pensamos rara vez
es original, ya viene pensado por otro.
En el ámbito político,
que es el que nos interesa fundamentalmente para el presente análisis, ese
pensamiento viene muy marcadamente “preparado” por determinados centros de
poder. Como tendencia siempre creciente, los medios masivos de comunicación
juegan un papel cada vez más decisivo en la construcción de las imágenes
políticas que las poblaciones tenemos de lo que somos, de por qué somos así y
de lo que podemos hacer al respecto. Más allá de todo el despliegue
científico-técnico con que nos movemos como una sociedad globalizada que entró
en la modernidad –todos tenemos teléfono celular, el internet es un hecho y
avanza portentoso, todos directa o indirectamente consumimos petróleo– en el
ámbito ideológico-político seguimos apegados a mitos, a frases hechas, a
estereotipos que repetimos sin la más mínima crítica. ¿Cuál es la diferencia
entre cualquier mito tradicional (el Hombre-lobo, la Llorona, Santa Klaus,
determinada virgen milagrera, María Lionza en Venezuela o Palas Atenea en la
Grecia clásica) y los mitos en torno a la democracia? Entretanto, los medios
masivos de comunicación, en vez de ser críticos al respecto, los alimentan
generosamente.
Estos medios, en manos
de empresas capitalistas lucrativas, por supuesto que seguirán defendiendo el
sistema a cualquier costo (además de seguir haciendo negocio, pues eso son en
definitiva: buenos business). Lo
seguirán defendiendo a costa de la verdad, más allá de las pomposas
declaraciones de “defensa irrestricta de la libertad de expresión” y altisonantes
palabras que nadie puede tomarse en serio. Lo defenderán, alejados de la
pretendida objetividad de la que tanto se habla, pues lo que está en juego no
es una verdad científica, neutra, sincera, sino la perpetuación de un sistema
de explotación que beneficia sólo a algunos, justamente a quienes detentan esos
jugosos negocios. Es por eso que todo lo que tenga que ver con medios de
comunicación debe ser tomado totalmente con pinzas si en verdad se busca
objetividad. El campo popular, en todo caso, tiene que estar siempre alerta,
desconfiando y en actitud de discordia con el discurso mediático, porque allí
hay, ante todo, el ocultamiento de una mentira. La política en tanto red de
relaciones que determina a la totalidad de una sociedad, no guarda la más mínima
relación con la verdad objetiva; la política es una forma de mantener el engaño
sobre el que se edifican las sociedades de clase, asentadas en la propiedad
privada de los medios de producción. De eso no se habla, y ahí está el meollo
de todo.
En ese sentido,
“política” no es sólo el oficio de los “políticos profesionales” que
administran gerencialmente el sistema. La política está en el día a día, en la
calle, en la comunidad, en la protesta ante los atropellos, en la reacción ante
cualquier injusticia. Y de eso, los medios masivos de comunicación hoy
absolutamente globalizados y monopolizados, no quieren saber nada. Por eso
desconfiemos de esa mentira bien organizada, pensemos con nuestra propia
cabeza, hagamos nuestra día a día aquella frase de “crítica implacable de todo lo existente”.
___________
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NOTAS:
[2] Joseph Goebbels. Artículo
publicado el 30 de abril de 1928 en “Der Angriff”, órgano de prensa del
Nacional Socialismo.
[3] Sean McBride, Un solo
mundo, voces múltiples: comunicación e información en nuestro tiempo (México:
Fondo de Cultura Económica (FCE) y UNESCO, 1980), págs. 260-262
[4] Luis Méndez Asensio,
“¿Cuánto vale la democracia?”. En
http://www.pa-digital.com.pa/periodico/edicion-anterior/opinion-interna.php?story_id=439652
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