Brasil vive hoy un estado de excepción. No es el combate a la
corrupción, sino su perpetuación, lo que guía la destitución de Dilma. No es la
lucha por la reforma democrática de Brasil lo que impulsa y promueve el proceso
de impeachment, sino la
preservación de las bases oligárquicas, racistas, discriminadoras y sexistas
sobre las que se construyó el poder de las élites brasileñas.
Pablo Gentili / ALAI
Parecía un show de
talentos en el que cada participante enviaba saludos a quienes lo estaban
mirando, saludaba a una hija que cumplía años ese mismo día, a un abuelo
cariñoso ya fallecido, a un esposa amada o a un grupo de fieles amigos del
barrio. “A mi tía Xexê, que me cuidó de pequeño”, sostuvo uno, casi al borde de
las lágrimas. Parecía, más bien, una ceremonia evangélica, en la que cada fiel
se encomendaba a Dios, rogándole inspiración y protección. Parecía, en verdad,
una macabra ceremonia de linchamiento público, un rito medieval y mediático, un
reality show inquisidor, con actores mediocres ejecutando su patético
papel, uno tras otro, envueltos en banderas, portando pancartas y con sus
trajes adornados con cintas de colores, fantoches de una comparsa desafinada,
moviéndose en procesión hacia el altar del escarnio, desde el que desplegaban
sus discursos de odio, sus ofensas y amenazas.
Así sorprendió al mundo
el Congreso brasileño, la noche en que debía consagrarse al ejercicio de su
responsabilidad más compleja: votar el proceso de destitución de la
presidenta de la república. Miles de espectadores del trágico espectáculo
se habrán preguntado, dentro y fuera de Brasil, cómo podía ser posible que de
esas personas dependiera nada menos que la promulgación de las leyes de una de
las diez naciones más poderosas del planeta.
Alrededor de 60% de los representantes legislativos
brasileños tiene causas judiciales pendientes, gran parte de ellas
por corrupción. 36, de los 65 miembros de la Comisión de Impeachment,
que elaboró el informe favorable a la destitución de Dilma Rousseff, enfrentan
acciones judiciales por los más diversos delitos. Aunque cerca de
200 de los 367 diputados que votaron a favor del impeachment están
involucrados en procesos judiciales, no les impidió gritar a viva voz que
destituían a la presidenta para acabar con la corrupción y moralizar el país.
Sabemos que la verdad no siempre es motivo de culto por parte de los
representantes legislativos, especialmente cuando persisten en el ejercicio del
delito y aprovechan sus fueros para escapar de la justicia. Sin embargo, cuando
el pudor desaparece, cuando el cinismo se apodera sin máscaras de las
instituciones públicas, la decadencia de la democracia corre el riesgo de
volverse irreparable. Desde un punto de vista progresista, la democracia es una
cuestión de forma y de contenido, de procedimientos y de resultados. Para la
derecha, es sólo una cuestión de forma. Por eso, cuando la derecha no cuida
siquiera las apariencias, cuando la impunidad desprecia hasta los eufemismos y
gestos que suelen usarse para volverla imperceptible, la democracia tiende a
volverse una farsa, una caricatura de lo que debería ser.
El Congreso brasileño es
eso que vimos por televisión el domingo pasado. Una sesión solemne de
impeachment transformada en un aquelarre grotesco de personajes siniestros,
fue su carta de presentación al mundo, un ventana transparente y cristalina que
lo ha mostrado tal cual es.
Que el gobierno de Dilma
Rousseff está atravesando una profunda crisis, nadie lo duda. Que la corrupción
se ha imbricado capilarmente en el Estado brasileño, como en buena parte de los
países latinoamericanos, tampoco. Sin embargo, lo que parece poco creíble es
que cualquiera que haya asistido a la sesión extraordinaria del domingo, podrá
pensar que alguno de los diputados de la oposición que votó por la destitución
de Rousseff está en condiciones de reparar o, por lo menos, de mejorar las frágiles
condiciones de gobernabilidad que posee el país.
La causas de un
impeachment están claramente tipificadas en la Constitución Nacional. Para que
un presidente sea apartado de su cargo, debe existir un delito de
responsabilidad que viole los principios éticos y jurídicos que fundamentan la
carta magna. Si la presidenta brasileña cometió o no este tipo de falta, es
obviamente discutible. Lo que llama la atención es que los motivos del impeachment
puesto en votación el domingo, no parecieron importarle a ningún diputado de la
oposición: menos del 5% de ellos mencionó, confirmó o hizo referencia a las
supuestas irregularidades en la administración de recursos presupuestarios (un
tema que, en rigor, nada tiene que ver con la corrupción, sino con la responsabilidad
fiscal). El impeachment debe tener una fundamentación
jurídica porque lo que está en juego es si el mandatario en cuestión cometió o
no un delito. Para los 367 diputados que votaron contra la
presidenta brasileña, ella cometió diversas irregularidades, aunque ninguna de
las mencionadas fue considerada en los fundamentos jurídicos de una acusación
votada el domingo y que, en rigor, no fue otra cosa que una coartada para el
golpe en gestación.
A Dilma Rousseff se la
acusó en la sesión parlamentaria de comandar un gobierno de mafiosos y
corruptos; de no saber gobernar el país; de no respetar la ley de Dios; de
estar apoyada por el comunismo (inclusive el de Corea del Norte); de no
promover el crecimiento y de perjudicar a las empresas, a los médicos, a las
compañías de seguro, a los militares, a la policía, a los vendedores de
cosméticos, a los trabajadores rurales y a los empleados públicos. Había que
sacarla de inmediato del gobierno, se dijo, para acabar con el Partido de los
Trabajadores y con la izquierda, con los bolivarianos y con el socialismo, con
los homosexuales y con la república gay, con la delincuencia y con el cambio de
sexo de los niños, con las centrales sindicales y los derechos humanos.
Gobernaba mal, sostuvieron, y casi todos los que votaron en su contra
parecieron afirmar que este era un motivo suficiente para destituirla, violando
así la Constitución Nacional, que atribuye ese derecho al pueblo y a un
procedimiento indelegable: las elecciones abiertas y obligatorias. Los
diputados que votaron a favor del impeachment pusieron en evidencia que
los argumentos jurídicos contra la presidenta brasileña eran simplemente una
excusa para alienar, secuestrar y negar el ejercicio del derecho que fundamenta
toda democracia: la soberanía popular. Si no se puede comprobar que el
mandatario ha cometido un delito de responsabilidad, el único camino para
llegar al poder son las elecciones. Si esto no ocurre, estamos en presencia
de un golpe, lo cometan militares uniformados o diputados disfrazados de
payasos.
La sesión de destitución
de Dilma Rousseff estuvo presidida por uno de los políticos más corruptos de la
historia democrática de Brasil: Eduardo Cunha.
Cunha ingresó a la
política como ahijado de Paulo César Farias, el célebre tesorero del ex
presidente Fernando Collor de Mello, responsable por un amplio esquema de
corrupción conocido como “Esquema PC”, que llevó a la renuncia del mandatario
brasileño en el anterior caso de impeachment que registra la historia
democrática del país. Meses después de la renuncia de Collor, PC Farías moriría
asesinado junto a su novia, en una playa del Nordeste brasileño. Cunha fue
nombrado por Collor de Mello presidente de la compañía telefónica de Río de
Janeiro, TELERJ. Realizó allí sus primeros pasos en la gestión pública y en la
corrupción estatal. Los escándalos lo llevaron a la Secretaría de Vivienda de
Río, de donde debió salir acusado de recibir sobornos y sobrefacturar obras
públicas. Fue elegido diputado. Uno de sus principales proyectos fue tratar de
proclamar el Día del Orgullo Heterosexual. Otro, criminalizar la
homosexualidad. Eduardo Cunha participa del Frente Parlamentario
Evangélico, conformado por representantes que aman tanto a Dios como
al dinero ajeno, más de la mitad de los que participan del grupo también están
procesados por corrupción. Cunha ha sido acusado de recibir sobornos en el
esquema de contratos de la Petrobras (más de 5 millones de dólares).
Recientemente, negó tener cuentas personales en Suiza: “No tengo ningún tipo
de cuenta en ningún sitio, a no ser las que he informado en mi declaración
fiscal”, sostuvo. La afirmación fue registrada ante las cámaras de
televisión de todos los canales. Sin embargo, pocos días después, fueron
descubiertas diversas cuentas bancarias en la capital Suiza, a nombre de Cunha
y de su esposa, mostrando una intensa movilización de fondos no declarados.
Nada ha ocurrido hasta el momento. Cunha ha impedido que se lo investigue y
juzgue. Paranoico, suele considerarse perseguido por los comunistas, los
homosexuales, los abortistas y los fumadores de marihuana. El mismo día en que
supo que el PT no lo defendería en la Comisión de Ética que investiga su
participación en un amplio esquema de corrupción y tráfico de influencias,
decidió aceptar las denuncias de impeachment contra la presidenta brasileña.
Es el presidente de la Cámara de Diputados y, de ser destituida Dilma Rousseff,
será el vicepresidente de Brasil. (Ver
aquí informe completo)
Durante la sesión del
domingo, el diputado Beto Mansur, en su condición de 1º secretario
de la Cámara, contabilizaba entusiasmado los votos a favor del impeachment.
A su turno, llamó a la presidenta Dilma de “incompetente” y sostuvo que era necesario
“recuperar el Brasil”, aunque sin aclarar en qué sentido lo decía. Mansur ya fue condenado por trabajo esclavo y trabajo
infantil en sus haciendas. Después de varios años, el proceso terminó archivado. También fue
condenado por improbidad administrativa, por licitación fraudulenta y por violación
a las leyes laborales. Fue alcalde de la ciudad de Santos, en el Estado de San
Pablo, y su ficha criminal parece interminable. Las cuentas públicas durante su
gestión fueron rechazadas judicialmente por diversas irregularidades en los
contratos y en las licitaciones llevadas a cabo. Beto Mansur ocupa un lugar
estratégico en la Cámara de Diputados de Brasil. Es el presidente del Consejo
de Ética que deberá juzgar si Eduardo Cunha mintió al afirmar que no tenía
cuentas en Suiza. La tarea no debería ser compleja ya que, en efecto, el
diputado Cunha mintió. Sin embargo, Beto Mansur lo ha puesto en duda y ha
considerado que la primera medida a tomar debería ser cambiar el
reglamento interno del Consejo, con el claro objetivo de beneficiar
a su amigo y aliado.
No llega a 10% el
porcentaje de representantes mujeres en el parlamento brasileño. La participación
parlamentaria de las mujeres tendió a disminuir o se mantuvo estancada durante
los últimos años, haciendo que el país tenga una de las tasas más bajas de
representación de género en los cargos representativos. Brasil está por debajo de Pakistán en representación
femenina en el parlamento. No debe por lo tanto sorprender las
expresiones misóginas, las pancartas machistas y los insultos sexistas que
expresaron los representantes del pueblo brasileño la fatídica noche del
domingo en que decidieron destituir a la primera presidenta mujer en la
historia del país.
Entre las diputadas, ganó
el voto contra Dilma Rousseff. Además, las diputadas de oposición también le
ganaron a las oficialistas en antecedentes penales y delictivos. Muchas de las
que votaron a favor del impeachment también tienen cuentas pendientes en
la justicia. Un caso emblemático, o más bien, patético, es el de la diputada Raquel
Muniz, de Minas Gerais, que dedicó buena parte de sus 10 segundos de
fama para elogiar al alcalde de la ciudad de Montes Claros, quien, aunque no lo
aclaró, es además su marido. La diputada Muniz no pudo festejar muchas horas la
victoria del impeachment. Su esposo, a quien había puesto como ejemplo de político
competente y comprometido con el futuro de Brasil, fue preso 12 horas después
de concluida la sesión del domingo, acusado de corrupción y defalco
a los cofres públicos. Raquel Muniz y su marido, Ruy Muniz, comparten además del
matrimonio, varias causas judiciales.
Sin embargo, el caso más
violento y brutal de la votación a favor de la destitución de Dilma Rousseff,
lo protagonizó el diputado Jair Bolsonaro, un militar que ha hecho
ostentación de impunidad, ofendiendo a las mujeres diputadas y a la propia
presidenta de la república en numerosas ocasiones. Bolsonaro y su
hijo Eduardo, también diputado, son dos fascistas
que, si se aplicara la ley de condena al racismo, la de discriminación de
género o la de apología del delito, deberían estar presos. Sus intervenciones
suelen estar dirigidas a justificar y alabar la dictadura militar que asoló a
Brasil por 21 años, a defender la tortura, la pena de muerte y a considerar que
los derechos humanos son el pretexto de los delincuentes. Bolsonaro padre suele
afirmar que “bandido bueno es bandido muerto”. Su hijo lo repite con la misma
cara de despótica impunidad.
Cuando votó el diputado
de izquierda Jean
Wyllys, militante de la comunidad homosexual, Jair Bolsonaro le gritó “puto”, “culo roto” y “maricón”.
Wyllys, descontrolado ante las ofensas recibidas, lo escupió y ahora corre el
riesgo de ser juzgado por pérdida de “decoro parlamentario”. Bolsonaro
votó, naturalmente, contra Dilma, y lo hizo recordando a los militares de la
dictadura de 1964 y homenajeando al Carlos Alberto Brilhante Ustra, comandante de
la principal unidad represiva de la dictadura brasileña, reconocido como un
brutal torturador y asesino. Fue el responsable del encarcelamiento ilegal y de
las torturas que sufrió Dilma Rousseff en los años
70.
Brasil vive hoy un estado
de excepción. No es el combate a la corrupción, sino su perpetuación, lo que
guía la destitución de Dilma. No es la lucha por la reforma democrática de
Brasil lo que impulsa y promueve el proceso de impeachment, sino la
preservación de las bases oligárquicas, racistas, discriminadoras y sexistas
sobre las que se construyó el poder de las élites brasileñas. No es que algo
nuevo está naciendo, es que lo viejo, lo de siempre, lo repugnante y lo
injusto, persisten y seguirán siendo impuestos para disciplinar y gobernar la
vida de los que merecen un futuro mejor.
- Pablo Gentili es
Secretario Ejecutivo de CLACSO, profesor de la Universidade do Estado do Rio de
Janeiro (UERJ).
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