La civilización moderna o
industrial fincada en el motor capitalista, inmersa en su irracionalidad, no
sólo genera la crisis ecológica global, sino que induce un megacambio
histórico. Debe surgir una civilización en la que quede suprimida para siempre
toda forma de explotación social y toda forma de destrucción de la naturaleza.
Víctor M.
Toledo / LA JORNADA
La nueva utopística, la
única que puede realizar la “transformación civilizatoria que requiere la
actual crisis de civilización”, finca su posibilidad en un nuevo pensamiento
crítico que deja atrás (muy atrás) buena parte de las tesis emancipadoras
vigentes, y lleva como sustrato una conciencia de especie. Esta, que brota de
la razón, aparece a contracorriente de la tendencia que ha dominado la historia
de lo humano, empeñada en marcar las diferencias, no la semejanza, entre los
miembros del conglomerado biológico. La diversificación, expansión y conquista
del territorio del planeta, que se inició hace unos 80 mil años, dio lugar a
una humanidad fragmentada. Ello magnificó las diferencias culturales, raciales,
ideológicas, religiosas, nacionales y sexuales, operando como mecanismo de
identidad y de afirmación territorial, social y síquica. Su peor expresión han
sido las guerras, masacres y genocidios perpetrados cada vez con más saña y
crueldad y menos sentimiento de culpa, entre unos grupos y otros.
Hoy esto ya es
insostenible por una simple razón: la presencia del mono desnudo es de tal
magnitud en el espacio planetario, sus efectos sobre el equilibrio global son
de tal calibre, tanto depende el mundo de la especie humana, que remontar el
estado de crisis y salvarse del posible colapso planetario es una tarea que
necesita de todos, sin excepción. Se requiere la unidad de la diversidad. Y
esto supone actos supremos de civilidad, coordinación, unidad, consenso,
cooperación y altruismo. Si hoy arribamos a la posibilidad de llevar a la
práctica la idea de universalidad, humanidad o especie, esto se debe al
conocimiento científico; a su implacable análisis del estado del mundo, su
óptica global y el descubrimiento descarnado y terrible de que bien podemos ser
una especie mortal.
Hoy ya es obligado
reconocerse parte de una especie, dotada de una historia y necesitada ansiosamente
de un futuro, que puede no llegar, y con una existencia ligada al resto de los
seres vivos y a los procesos y dinámicas planetarios. La conciencia de especie
otorga a los seres humanos una nueva percepción del espacio (topoconciencia) y
del tiempo (cronoconciencia), que trasciende la estrechísima visión a la que la
condenan todos los ismos. Los inventados y los que se logren inventar. No sólo
las creencias religiosas, que adormecen las mentes de las cuatro quintas partes
de la humanidad; también las ideologías políticas o los nacionalismos y
regionalismos diversos, así como el individualismo, racionalismo y pragmatismo
que domina al ciudadano moderno. En tanto que es consciente del tiempo y del
espacio, de una historia grabada en el planeta, en tanto que es ya un ser
anclado con su soma al mundo, el individuo que ha adquirido una conciencia de
especie adopta en consecuencia un pensamiento crítico cualitativamente
superior, porque alcanza a vislumbrar el todo, la totalidad, el holón. “Sólo en
el hombre por su sistema nervioso, que tiene una coherencia relacional
incalculable por los 14 mil millones de neuronas de la corteza cerebral, es
posible la experiencia de la proximidad de la totalidad-exterioridad y el
manejo de las múltiples mediaciones en la totalidad del mundo” (E. Dussel,
1977: 177).
Filosófica y, por ende,
políticamente, se descubre miembro de una especie animal que al menos desde
hace unos 5 mil años conforma sociedades donde una minoría explota al resto
(usa el poder coercitivo) y donde además existe un proceso de creciente
destrucción y deterioro del entorno natural, su causa sui. Reconocer la
totalidad es mirarse como primate con el cerebro más evolucionado, en un
hábitat, el planeta, y con una historia larga que está amenazada con llegar a
su fin. Pero sobre todo es una conciencia de la mortalidad posible de su
estirpe: “Podemos decir que la autoconciencia de la crisis ecológica es a la
humanidad como especie lo que la conciencia de la muerte es al ser ahí en
cuanto ser ahí. No es mortal el ser que muere, sino aquel que se puede morir.
Desde la crisis ecológica la humanidad es plenamente una especie mortal, porque
ya sabe que puede morir” (F. Garrido-Peña, 1996: 14).
La conciencia de especie,
en consecuencia, vuelve necesario el surgimiento de un conocimiento crítico,
una filosofía crítica y una praxis subversiva que coadyuve no sólo a salir de
la situación de doble explotación, sino que salve a la especie y al planeta, a
la vida misma. Esta visión holística, que sabe distinguir el todo de sus partes
o fracciones, resulta crucial porque rescata al pensamiento de sus vaguedades y
banalidades, de la instauración sucesiva de teorías, ideologías, creencias,
ilusiones, alegorías y delirios por medio de los cuales las diferentes
versiones del poder mantienen bajo coerción a la gran mayoría de los seres
humanos.
La civilización moderna o
industrial fincada en el motor capitalista, inmersa en su irracionalidad, no
sólo genera la crisis ecológica global, sino que induce un megacambio
histórico. Debe surgir una civilización en la que quede suprimida para siempre
toda forma de explotación social y toda forma de destrucción de la naturaleza.
La emancipación debe ser doble. Por lo anterior, la conciencia de especie es
una conciencia para la liberación, la emancipación y el compromiso del
individuo con esa doble circunstancia. De todo lo anterior nace la biopolítica,
y quizás, dicho más correctamente, la ecopolítica, la lucha por la vida.
Próximamente veremos cómo los individuos con conciencia de especie ejecutan su
praxis por territorios y regiones.
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