No olvidemos que, como
alguna vez dijo el actor inglés Peter Ustinov, el terror es la guerra de los
pobres y desvalidos. Y que la guerra es el terror de los ricos y poderosos.
Recordémoslo cuando, horrorizados, condenemos el terror.
Carlos Figueroa Ibarra / Especial para Con Nuestra América
Desde Puebla, México
En menos de una semana
hemos visto dos muestras de la barbarie
terrorista. El martes 22 de marzo de 2016, dos atentados terroristas en
Bruselas, en un aeropuerto y una estación de metro, cobraron la vida de 35
personas e hirieron a casi 200 más. Y días después en la ciudad de Lahore en
Pakistán, un grupo talibán efectuó otro
suicida atentado que cobró la vida de 72 personas muertas y más de 350 heridos.
En menos de siete días dos actos de infamia innombrable.
Cuando acontecen hechos
monstruosos como estos, no puedo dejar de preguntarme qué es lo que pasa por la cabeza de una
persona que se pone un chaleco lleno de bombas, va a un lugar público y mira a
la gente que está a su alrededor. La
inmensa mayoría de las personas que se encuentran en esos lugares, si no es que
todas, viven sus vidas sin tener involucramiento alguno con los agravios que
llevan al terrorista a cometer su infamia.
El terrorista o la terrorista,
quizás vea muchas de sus caras en los
segundos antes de que también deje de existir como consecuencia de su acto.
Mirará niños corriendo y jugando de
manera inocente como en el parque Gulshan Iqbal de Lahore; parejas agarradas de
la mano disfrutando de la vida sin saber que un segundo más tarde ya nada será igual. Padres e hijos
disfrutando del sol. Viajeros parados frente a sus maletas mientras hacen filas
para los trámites necesarios para abordar un avión.
La subjetividad del
terrorista no le compete a él solamente. Tiene que ver probablemente con una
vida llena de resentimientos provocados por los agravios que ha vivido, y que generalmente son producto de
injusticias que conciernen a muchos de sus congéneres. Alguna vez tuve
oportunidad de ver en un documental la
vida cotidiana de los palestinos en los territorios de Gaza y Cisjordania.
Siempre me han parecido estos
territorios gigantescos campos de concentración en los que la población vive en
medio de hambre y privaciones. Las posibilidades del odio son enormes cuando se
vive en tales circunstancias. Y más si de cuando en cuando sufre los ataques
terroristas que comete el estado israelí con los bombardeos en donde mueren en su mayoría
personas civiles. El terrorista vive una biografía que alimenta una ira
personal que es reproducida colectivamente. No necesariamente se trata de
condiciones de vida execrables en territorios ocupados. Basta como ahora
estamos viendo que viva en suburbios de las ciudades europeas en condiciones de
racismo y marginalidad. La base material de la existencia se ve complementada
con una dosis de creencias enraizadas en el fanatismo. En la creencia de una
recompensa después de la muerte, en la gloria eterna con que se paga el
sacrificio máximo por una causa.
No olvidemos que, como
alguna vez dijo el actor inglés Peter Ustinov, el terror es la guerra de los
pobres y desvalidos. Y que la guerra es el terror de los ricos y poderosos.
Recordémoslo cuando, horrorizados, condenemos el terror.
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