La salud mental de un sujeto o de una comunidad es un índice particularmente
significativo de su calidad de vida. Quien vive aterrado, atemorizado, quien no
puede hablar de sí, de sus problemas, vive mal.
Marcelo Colussi / Especial para
Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
“Que no se quede callado quien quiera vivir feliz”
Atahualpa Yupanqui
Durante la última sangrienta dictadura militar en Argentina, cuando
arreciaban las protestas por las desapariciones, el gobierno de turno promovió
una infame campaña publicitaria en los medios audiovisuales. La misma consistía
en mostrar diversas imágenes asociadas a ruidos enloquecedores: un martillo
hidráulico, un bebé llorando, una sirena de ambulancia. El efecto que las
mismas lograban era de desesperación. El ruido prolongado se torna
insoportable, eso no es ninguna novedad. Luego de esas imágenes, aparecía el
rostro de una enfermera pidiendo silencio (ícono ya universalizado, llamando a
la calma en cualquier hospital); y sobre su cara, la leyenda: “el silencio es
salud”. El mensaje estaba claro: mejor callarse la boca, no hablar, no levantar
la voz por los desaparecidos que día a día enlutaban el país. Era una
invitación al silencio.
Desde la ciencia psicológica, desde la promoción de los derechos humanos
y desde una perspectiva política crítica debemos decir exactamente lo
contrario: ¡¡el silencio no es salud!! Si algo puede haber sano ante las
injusticias no es, precisamente, quedarse callado. Es su antítesis: ¡¡es
hablar!!
La palabra es un instrumento de salud. La salud mental, en definitiva,
es poder hablar, tomar la palabra, no dejar nada oculto. La basura puesta
debajo de la alfombra no es solución: ahí queda. Lo escondido, aunque se lo
intente desaparecer, sigue estando. Lo reprimido siempre retorna.
La violencia, en cualquiera de sus manifestaciones, deja secuelas tanto
físicas como psicológicas.
Si bien el concepto de “violencia” es muy amplio, en términos generales
debe entendérsela como un agente externo que agrede a quien la padece. En esta
perspectiva se inscribe como violencia cualquier ataque a la integridad del
sujeto: desde un desastre natural o un accidente grave a la guerra, el maltrato
intrafamiliar, el abuso sexual o la violencia política. Las consecuencias que trae
esa agresión varían de acuerdo a la constitución personal del sujeto que la
experimenta y del contexto en que se da. Pero siempre, en mayor o menor medida,
un hecho violento deja marcas.
En la experiencia clínica esa afrenta se denomina “trauma”:
“Acontecimiento de la vida de
un sujeto caracterizado por su intensidad, la incapacidad del sujeto para
responder adecuadamente y el trastorno y los efectos patógenos duraderos que
provoca en la organización psíquica. Ese trauma se caracteriza por un aflujo de
excitaciones excesivo en relación con la tolerancia del sujeto y su incapacidad
de controlarlo”. Laplanche y Pontalis
“Diccionario de Psicoanálisis”
Muchas veces el padecimiento de un hecho violento produce un cuadro
clínico específico llamado “neurosis traumática”:
“Tipo de neurosis en la que los
síntomas aparecen consecutivamente a un choque emotivo, generalmente ligado a
una situación en la que el sujeto ha sentido amenazada su vida”. (Ídem)
Los efectos psicológicos de la violencia son variados: puede encontrarse
miedo, angustia, desorganización o desestructuración de la personalidad,
sintomatología psicosomática. En algún caso puede desencadenarse una reacción
psicótica, suicidio incluido.
La salud mental de un sujeto o de una comunidad es un índice particularmente
significativo de su calidad de vida. Quien vive aterrado, atemorizado, quien no
puede hablar de sí, de sus problemas, vive mal. Todo aquel que ha padecido
ataques a su integridad arrastra una carga difícil de sobrellevar, y en muchos
casos manifiesta trastornos clínicos, pasajeros o, en la mayoría de los casos,
permanentes.
Diferentes investigaciones con poblaciones que estuvieron sometidas a
hechos violentos (mujeres violadas, el sujeto que vivió en guerra -como civil o
como combatiente-, desplazados de sus regiones de origen, perseguidos
políticos, comunidades víctimas de la discriminación étnico-racial) dan cuenta
que entre un 25 y un 50 % de sus integrantes evidencian síntomas de
disfuncionalidad (lo que algunos llaman estrés post-traumático). Gente que
sufre, que vive mal; poblaciones completas que padecen aflicciones ligadas a un
hecho traumático -y traumatizante-. Todo esto deteriora la posibilidad de
desarrollo y plena realización.
Un método adecuado para devolver la salud deteriorada es propiciar la
palabra ahí donde hay silencio y olvido. La palabra, en ese sentido, es
liberadora.
Cuando las excitaciones se tornan inmanejables, cuando se supera la
tolerancia, hay una ruptura en el equilibrio psicológico. El “aparato psíquico”
(tomando una vieja idea freudiana), cuya función es mantener la constancia del
sujeto, hace síntoma, siendo éste el intento de defenderse de esa carga
excesiva. Solamente rastreando la historia que llevó a esa situación, poniendo
en palabras y recuperando el tejido donde aparece el “cuerpo extraño”
desestabilizador, así se puede reparar el daño ocasionado a la organización
psicológica. Hablar sobre el hecho traumático, desenmascararlo, recuperar la
historia que quedó elidida tras él; en otros términos, buscar la verdad en el
más puro sentido de los griegos clásicos: alétheia
-des–ocultamiento-, ese es el método psicoterapéutico que puede ayudar a
superar el trastorno ocasionado por esa conmoción.
¿Por qué la palabra es terapéutica? Al hablar, y más aún, dado cierto
encuadre que favorece una situación de intimidad, el sujeto afectado puede
des-ocultar, puede saber algo que, inconscientemente, prefiere ignorar. El
hecho traumático es displacentero; la dinámica intrapsíquica tiende a
desconocerlo para evitarse angustia. La neurosis traumática es una construcción
que intenta mantener a raya la aparición de ansiedad ligada a ese hecho
perturbador; pero en su intento consume una enorme cantidad de energía y desvía
al sujeto de la posibilidad de gozar más plenamente su vida. La palabra que
reconstruye la trama significativa en que aparece el trauma puede reencauzar
esa energía destinada a olvidarlo (olvido que es siempre parcial: lo reprimido
retorna como síntoma). Así, hablando, se accede a una verdad que, aunque dolorosa,
posiciona más sanamente al sujeto.
La experiencia de trabajo con diversas poblaciones víctimas de algún
tipo de violencia enseña que el grupo de pares, de aquellos que sufrieron el
mismo padecimiento, es una instancia muy adecuada para desarrollar un abordaje
terapéutico. Gente que se une por un problema en común, que busca una respuesta
a ese hecho violento compartido; grupo de autoayuda se lo llama. Gente que
hablando sobre su historia, sobre un hecho que los marcó particularmente, puede
encontrar alternativas sanas para seguir viviendo.
Cualquier expresión de violencia, pero en especial la violencia
política, deja profundas y muy especiales marcas en quien la padece; los países
de Latinoamérica, lamentablemente, saben mucho de esto. La herencia monstruosa
de estos últimos años sigue viva. Víctimas que no encuentran explicación lógica
al por qué un día su vida se vio conmocionada de una forma atroz. La salud
mental está estrechamente vinculada a los procesos sociales y organizativos de
la comunidad. Terminados los procesos violentos donde tuvieron lugar los hechos
traumáticos, la mejor manera (¡la única!) en que la población afectada por ese
horror silenciado puede recomponer su salud afectada es iniciando un proceso de
revisión y recuperación de su historia dormida. La comunidad juega un papel
decisivo en esto. La salud mental, así entendida, no es un campo de acción
específico de especialistas -sin dejar de reconocer que los técnicos tienen
mucho que aportar al respecto-. Es, ante todo, un derecho humano de la
población. No puede haber salud mental, óptima calidad de vida, mientras la
gente no pueda decir qué pasó.
¡El silencio no es salud!
Bibliografía
Carrino, L. “Salud Mental Comunitaria: nuevos enfoques”. Roma, 1991.
De Roux, G. “La participación social en los programas de salud mental en
la comunidad - OPS/OMS”. Washington, 1992.
ECAP.
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Freud, S. “Sobre las neurosis de guerra”, en Obras Completas, Tomo III.
Madrid, 1973.
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Tomo III. Madrid, 1973.
Hiegel, J-P y Hiegel-Landrac, C. “Vivre et revivre au camp de Khao Y
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Laplanche, J. y Pontalis, J-B. “Diccionario de psicoanálisis”.
Barcelona, 1971.
Lima B. “La atención comunitaria en salud mental en situaciones de
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Radda Barnen de Suecia. "Restaurando la alegría. Diferentes
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guerra". Estocolmo: Ed. Radda Barnen de Suecia. 1996
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