Ver el espectáculo vergonzoso del
parlamento brasileño votando para iniciar el proceso de destitución de la
presidenta Dilma Rousseff da pie para reflexionar sobre lo que somos los
latinoamericanos, pues hemos sido nosotros los que hemos llevado a esa ralea a
ocupar puestos de decisión política como los que estos señores ostentan.
Rafael
Cuevas Molina/Presidente AUNA-Costa Rica
La composición del parlamento brasileño
no es muy distinta a la de muchos otros parlamentos latinoamericanos. Un rasgo
característico es el peso específico que ha ido ganando la representación que
se autodenomina “cristiana”, que se vincula casi exclusivamente al cristianismo
neopentecostal.
Una peculiaridad de la ofensiva
conservadora impulsada en América Latina en la década de los ochenta del siglo
pasado fue, precisamente, la penetración de este tipo de iglesias. Se buscaba
desarticular la presencia e influencia de la Teología de la Liberación, que no
solamente se había identificado con los movimientos sociales y revolucionarios,
sino que habría servido en muchos casos (como los centroamericanos, por
ejemplo) como parte del eje ideológico-político que permitió articular amplios
movimientos que buscaban el cambio revolucionario.
Surgieron así cientos, si no miles de
“iglesias”, algunas de las cuales se han llegado a convertir en monstruos que
movilizan verdaderos ejércitos de fieles a quienes se lava el cerebro con
posturas que se autodenominan “teológicas”, pero que no son más que recetarios
simples y emotivos para instrumentar en la vida diaria el sentido común
neoliberal que busca el éxito económico como sinónimo de felicidad y, en esta
caso, “salvación”.
Estas iglesias no son, solamente,
grandes difusoras de pensamiento conservador sino, también, grandes negocios.
En ellas se manifiestan todos los rasgos de la economía mafiosa que prevalece
hoy en muchas partes de América Latina, la del lavado de dinero procedente del
crimen organizado, la de inversión en negocios de trata de armas, de blancas,
de migrantes, y de un sinfín de actividades vinculadas a negocios oscuros, que
les han permitido convertirse en verdaderos emporios con gran poder económico.
La combinación de su poder económico e
ideológico les ha dado una gravitación cada vez mayor en la política, a la que
han llegado con fuerza. En Brasil, el parlamento se encuentra cuasi dominado
por estos grupos de gente cuya baja estofa nos ha quedado en evidencia durante
la votación en la que aprobaron iniciar el proceso de destitución de la
presidenta.
Por otro lado, el parlamento brasileño
evidenció otro rasgo que no le es exclusivo: el de su dominio por parte de
grupos corruptos y corruptores que han hecho del Estado su botín. La corrupción
no es un fenómeno nuevo en nuestro continente, y se puede decir sin tapujos que
casi constituye un rasgo del perfil de nuestros grupos dominantes a través de
la historia. La peyorativa denominación de ciertas naciones como Banana Republics, por ejemplo, hizo
gráfica alusión a este hecho. Estos grupos, que siempre buscaron cobijarse y
lucrar a la sombra del aparato de Estado están presentes desvergonzadamente en
el parlamento brasileño, enarbolando banderas de honestidad y eficiencia que,
ni lejanamente, tienen derecho a enarbolar.
Lo que vemos en el parlamento brasileño
no es, sin embargo y lastimosamente, una excepción en América Latina. Estamos
rodeados de mafiosos depredadores cuyos ánimos solo fueron atemperados durante
el tiempo en el que la ola del nacional progresismo los opacó. Estuvieron ahí
siempre, insultando y desgañitándose, tratando de retrotraer hacia el pasado
los procesos que los arrollaban. Ahora que la correlación de fuerzas empieza a
serles favorable salen de nuevo a flote.
Ahí están, veámosles la cara de frente:
ellos son los que tendrán en sus manos nuestro futuro próximo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario