Debemos pre(ocuparnos)
por hacer de los partidos políticos escuelas de civismo y no cuevas donde solo
anidan aves de rapiña.
Arnoldo Mora Rodríguez / Especial para Con Nuestra América
Como es lo habitual en
los ciclos que rigen de la vida política nacional, los focos de la atención de
los medios de comunicación se concentran
ahora en torno a los (des)acuerdos de los partidos políticos
representados en Cuesta de Moras [sede de la Asamblea Legislativa], en vistas a
la elección del nuevo directorio el 1 de Mayo. Lo cual reviste una importancia nada desdeñable en
la elección de comisiones y en la
conducción de los debates del plenario. Pero ahora hay algo de mayor
relevancia. En las elecciones pasadas se operó un cambio sustancial en la
institucionalidad política de nuestro país. Pienso que el bipartidismo entró en
una crisis terminal, no porque los partidos tradicionales vayan a desaparecer
en un futuro previsible, ni que ya no logren ganar mas la presidencia, sino
porque ya no parece factible que un solo partido logre gobernar con 29 diputados
en el Congreso; por lo que habrá siempre alianzas. Es allí donde surge el
sistema semiparlamentario que actualmente rige la vida política
nacional. El centralismo, tan fuertemente arraigado en nuestra cultura
política, se ha debilitado significativamente.
Tengo la impresión de
que, cualquiera sea el que gane en el
2018 el Ejecutivo, no tendrá mayoría en el Legislativo, por lo que la tendencia
hacia el semiparlamentarismo se acentuará y el rol de los partidos se hará mas relevante cuando de hacer reformas profundas
se trate. De ahí la enorme importancia que revisten cada vez mas los partidos
políticos, no solo en la toma de decisiones que señalen los senderos que habrá
de transitar nuestra nación, sin oen la ejecución misma de esas decisiones. Pero no hay que olvidar que la escogencia de
los candidatos a diputados es responsabilidad de los partidos. Considero que la
Sala Constitucional hizo bien en rechazar una solicitud planteada por
diputados de diversos partidos que
buscaban la reelección inmediata de los diputados, dando con ello la
posibilidad de instaurar la carrera parlamentaria en nuestro país.
Pero no es así como se
logrará un mejor funcionamiento – y, con ello, una mejor imagen - del Primer
Poder de la Nación. Esto se logra tan
solo mejorando la CALIDAD de los diputados. Tal
es la tarea de los partidos. Es allí donde se fraguan las candidaturas
de quienes habrán de gobernar el país. El
desprestigio de los poderes constitucionales es culpa, ante todo, de los
partidos, que se han convertido en antidemocráticas maquinaria electoreras. Ya
no regentan escuelas para formar ideológica y jurídicamente a sus cuadros; ya
no se pre(ocupan) de inculcar valores cívicos (historia patria, del partido,
etc.). Ahora, para aspirar a ser
diputado basta con poner una suma de dinero y tener la simpatía del
candidato presidencial; la opinión de las bases no cuenta. Los candidatos no
son escogidos en razón de sus probadas virtudes
patrióticas, sino para servir de comparsa del Ejecutivo si se pertenece
al oficialismo, o asumir una actitud ciegamente obstruccionista inspirada en
cálculos electoreros, si se está en la oposición. Todo lo cual va en detrimento
de lo que entendemos debe ser una auténtica democracia, a saber, un sistema
político donde sean los representantes elegidos por el pueblo quienes ostenten
el poder real y no los poderes fácticos.
Por eso, más que
entretenerse en intrigas
palaciegas o en reformas constitucionales, debemos pre(ocuparnos) por hacer de
los partidos políticos escuelas de civismo y no cuevas donde solo anidan aves
de rapiña.
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