Han renacido las
fuerzas opuestas a la integración latinoamericanista, a fin de retomar el viejo
americanismo y, además, encauzar una nueva integración del mercado
internacional globalizado, con la mira en la ampliación de los buenos negocios
empresariales y transnacionales.
Juan J. Paz y Miño Cepeda* / "Firmas Selectas"
de Prensa Latina
A inicios del siglo
XIX, los procesos de independencia de la Hispanoamérica de la época
desembocaron en la creación de una veintena de repúblicas, aunque hubo un
persistente debate sobre la unión o la autonomía regional en cuyo transcurso
las ideas de integración unionista -planteadas por visionarios como Simón
Bolívar (1783-1830)- chocaron con los intereses de poderosas oligarquías
regionales, interesadas en edificar poderes republicanos pero a su servicio
local.
Así emergieron
temporales la República de Colombia o Gran Colombia (1819-1831), el sueño de
Bolívar que integró a Venezuela, Colombia (con Panamá, que era una provincia
colombiana) y Ecuador; la Confederación de las Provincias Unidas de
Centroamérica (1823-1824), que pasó a llamarse República Federal de
Centroamérica, (1824-1839) integrada por Guatemala, El Salvador, Honduras,
Nicaragua y Costa Rica; y la Confederación Peruano-Boliviana (1836-1839).
Todos esos Estados
unionistas fueron proyectos políticos que pretendían construir
Estados-nacionales específicos, y no precisamente crear un sistema de
“integración económica” regional.
La visión continental
la impusieron los Estados Unidos, tanto con el “americanismo” de la doctrina
proclamada por el presidente James Monroe (1823) como con la diplomacia del
Destino Manifiesto(1845). La concreción de ambas políticas fue la I Conferencia
Panamericana (1889-1890) realizada en Washington, de la que nació la Unión
Panamericana (UP), que se propuso instaurar, además, la unión aduanera
americana, implantar una moneda única de plata, unificar aranceles, regular el
tráfico comercial y la solución de conflictos, todo bajo la perspectiva de la
hegemonía estadounidense en plena fase de expansión imperialista.
Bajo el espíritu del
“panamericanismo”, el esfuerzo específico para la continentalización económica
fue la Primera Reunión de Ministros de Hacienda de las Repúblicas Americanas
(Guatemala, noviembre de 1939), que concluyó sólo en proyectos y
recomendaciones, si bien sumamente ambiciosos, en diversas áreas: monetarias,
cambiaria, bancaria, aduanera, tributaria y , especialmente el libre comercio,
convertido, desde esa época, en el eje de las relaciones que debían
desarrollarse entre América Latina y los EE.UU.
Las condiciones
derivadas de la II Guerra Mundial (1939-1945) fueron el momento histórico
oportuno para el asentamiento de la hegemonía internacional de los EE.UU. en la
conferencia de Bretton Woods (1944), de la que nacieron el Fondo Monetario
Internacional (FMI), centrado en asuntos monetarios y financieros; y el Banco
Internacional de Reconstrucción y Fomento (BIRF, generalmente conocido como
Banco Mundial-BM), que atendería lo relativo a proyectos de desarrollo. Más
difícil fue lograr un acuerdo en el campo comercial, pero en 1948 entró en
vigor el GATT (General Agreement on Tariffs and Trade) -que funcionó de facto
entre las partes contratantes durante cerca de medio siglo-, aunque con carácter
provisional y centrado exclusivamente en el comercio de bienes.
En cuanto a las
relaciones intergubernamentales, en abril de 1948 se creó la Organización de
Estados Americanos (OEA), que reemplazó a la UP.
Sin embargo, el momento
histórico para el resurgimiento de las ideas sobre integración económica
continental y regional tuvo lugar a raíz del triunfo de la Revolución Cubana,
en enero de 1959. Como reacción ante ese
acontecimiento, y manipulando la idea del “peligro comunista” en el continente,
los EE.UU. movilizaron su tradicional “americanismo”, reforzaron su asistencia
e influencia militar con el Tratado
Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR, creado en 1947), impusieron el
embargo a Cuba (1960), lograron implantar el programa Alianza para el Progreso
(1961) y consiguieron la expulsión de Cuba de la OEA (1962).
En esas circunstancias,
América Latina entró a su época “desarrollista”, bajo cuyo signo se
consolidaron distintas fórmulas de integración económica: ALALC (1960),
sustituida por ALADI (1980); Pacto Andino (1969), CARIFTA (1968), transformada
en CARICOM (1973); más tarde: MERCOSUR (1994/1995), Comunidad Andina (1996),
G.3 (1995, con Colombia, México y Venezuela); los diversos convenios de
integración centroamericana (SICA, SIECA, AEC); varias entidades regionales
(SELA, OLADE, etc.) y una amplia red de acuerdos plurinacionales y
binacionales.
Pero en la década de
1980, a consecuencia de la crisis de la deuda externa (1982), los
condicionamientos del FMI, el auge del neoliberalismo, el derrumbe del
socialismo y el triunfo de la era de la globalización, los esquemas
integracionistas del pasado debieron cambiar de visión y perspectiva, al imponerse una sola mirada: el libre
comercio y el capital privado como fuerzas naturales de la economía.
Acompañó a esos
procesos la Ronda Uruguay, realizada entre 1986 y 1994, que dio nacimiento, a
partir del 1 de enero de 1995, a la Organización Mundial del Comercio (OMC, que
suplantó al GATT), para un mercado mundial regulado en forma jurídicamente obligatoria,
ya no sólo para el comercio de bienes, sino también para los servicios y,
especialmente la propiedad intelectual, un tema de particular significación
para las grandes potencias capitalistas, que en América Latina no ha merecido
la atención urgente que requiere.
En el continente el
americanismo tomó un nuevo giro: los EEUU lograron el primer Tratado de Libre
Comercio conjunto con Canadá y México (TLCAN o NAFTA) y en la I Cumbre de las
Américas realizada en Miami, en diciembre de 1994 y luego en la II Cumbre de
Chile (14-19 abril, 1998) lograron la constitución del Área de Libre Comercio
de las Américas (ALCA), que reunió a 34 países del hemisferio, con la exclusión
de Cuba.
Pero la historia tiene
sus ironías (Hegel). En 1999 Hugo Chávez llegó a la presidencia de Venezuela y
después, en la primera década del 2000, se sucedieron una serie de gobernantes
que abrieron un nuevo ciclo histórico en América Latina (en pro de la identidad
democrática progresista y en la línea de una nueva izquierda) en Argentina,
Brasil, Bolivia, Ecuador, Nicaragua, Uruguay e incluso -proclives a esa
tendencia-, en Chile, Honduras y Paraguay.
Durante la III Cumbre
de los Pueblos, paralela a la IV Cumbre de las Américas en Mar del Plata,
Argentina (noviembre de 2005), Hugo Chávez anticipó una posición inesperada:
“entre tantas cosas de las que hoy hemos venido a hacer aquí en Mar del Plata,
manifestó en un vibrante discurso, hoy y cada uno de nosotros trajo una pala,
una pala de enterrador, porque aquí, en Mar del Plata, está la tumba del Alca”,
y añadió: “Vamos a decirlo: ¡Alca, Alca, al carajo!, ¡Alca, Alca, al carajo!”.
El intento del
presidente de EE.UU., George W. Bush (2001-2009), para extender definitivamente
el ALCA a todo el continente, excluyendo a Cuba, tuvo una derrota fenomenal en
la IV Cumbre porque Hugo Chávez, Néstor Kirchner y Luiz Inácio Lula Da Silva
adoptaron una posición absolutamente contraria a la intención estadounidense,
ya que asumieron la necesidad de impulsar otros procesos de unidad e integración
entre los países de América Latina y el Caribe.
Con ese antecedente se
inició la consolidación de nuevos organismos regionales latinoamericanos: la
Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) en 2004, bajo el
impulso de Cuba y Venezuela; PETROCARIBE en 2006, para la coordinación
energética; la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR) en 2008, para generar
un espacio de integración económica, social, política y cultural; y, sobre
todo, la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), creada en
Caracas, en diciembre de 2011, como el espacio de coordinación
intergubernamental y política de los intereses de la región, con la inédita
exclusión de los EE.UU. y Canadá.
Esa institucionalidad
internacional y latinoamericanista afectó el camino de la continentalización
del mercado libre al estilo del TLCAN y desplazó la primacía de la OEA para el
tratamiento de los asuntos “interamericanos”, ya que la CELAC, integrada por 33
países, se convirtió en el mecanismo de diálogo y concertación política entre
los gobiernos de la región, incluyendo a Cuba.
Además, en la nueva
entidad ningún gobierno fue cuestionado o juzgado por su régimen político o su
orientación económica, de modo que se afirmó el principio de soberanía de los
pueblos y de respeto a sus sistemas, bajo la idea de unidad en la diversidad.
Pero un nuevo momento
ha comenzado a vivirse en torno a la integración latinoamericana y caribeña
desde que el ciclo de los gobiernos progresistas, democráticos y de nueva
izquierda se ha visto afectado por los cambios institucionales en varios de los
países sudamericanos.
Han renacido las
fuerzas opuestas a la integración latinoamericanista, a fin de retomar el viejo
americanismo y, además, encauzar una nueva integración del mercado internacional
globalizado, con la mira en la ampliación de los buenos negocios empresariales
y transnacionales.
El Secretario General
de la OEA trata de reposicionarla frente
a la CELAC e intentado aplicar la Carta Democrática contra Venezuela, en una
línea que privilegia la calificación política. Pero también el Mercosur recibe
otro golpe a través del posicionamiento
adoptado por Argentina, Brasil y Paraguay, para que Venezuela no ocupe
la Presidencia Pro Témpore de la entidad, como le correspondía.
La “debilitación” de
los gobiernos progresistas sirve para cuestionar el “modelo económico”
supuestamente estatista que forjaron, y para reorientar las presiones contra
todo tipo de límites institucionales a los
Tratados de Libre Comercio (TLC). Incluso se pretende ir más lejos, con
la búsqueda de vínculos definitivos con el Acuerdo Transpacífico (TPP), la
nueva panacea para el libre comercio precisamente en el área de países ubicados
hacia el Pacífico.
El TPP tiene como metas
la ruptura de barreras arancelarias, crear un marco flexible de derechos sobre
el trabajo y el medio ambiente (afectar a los trabajadores y permitir la
explotación abierta de recursos), garantizar a los inversionistas extranjeros y
adoptar regulaciones sobre la propiedad intelectual, que ha pasado a ser el
centro inamovible de toda conversación con gobiernos latinoamericanos a la hora
de suscribir cualquier TLC.
En la geoestrategia
continental está en marcha la recuperación de los viejos poderes. El turno
parece llegar al Ecuador, país en el que habrá elecciones presidenciales y
legislativas en febrero de 2017. Las fuerzas que aquí se identifican como la
“derecha” aprovechan la coyuntura de la crisis económica interna para arremeter
contra el “fracasado” modelo económico construido durante la última década
-como lo llaman-, y anunciar la recuperación de la “libertad” y la “auténtica
democracia”.
Claramente han
planteado que, con su triunfo, vendrá la apertura al capital extranjero, la
promoción interna de las actividades privadas, el retiro del Estado, la
revisión del sistema tributario, la “apertura” al mundo mediante la suscripción
de TLC y, sin duda, la atención al empleo y al desempleo, pero igualmente con
nuevas normas para una mayor “flexibilidad” laboral. Se preparan, como lo
afirman, no solo a derrotar al “correísmo” sino a desmontarlo.
De manera que en
Ecuador no solo hay una confrontación política interna, sino que a través de
ella también entrarán en juego esquemas de integración latinoamericana. Y si
triunfaran los sectores de la derecha, quedará una vía abierta para
desestabilizar los organismos de unidad y coordinación que nacieron bajo los
gobiernos progresistas, democráticos y de nueva izquierda.
Quito, 3/agosto/2016
*Historiador,
investigador y articulista ecuatoriano.
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