Hoy que hay tantos dirigentes
sindicales con aire de ejecutivos,
más proclives a merodear
despachos oficiales que talleres
y fábricas y ni qué hablar de asambleas
obreras, aparece extraña y lejana en el
tiempo la figura de Raimundo Ongaro, fallecido el 1 de agosto a poco de la
partida de otro compañero de ideales nacionales y populares: el ex gobernador
de Córdoba Ricardo Obregón Cano.
Carlos
María Romero Sosa / Especial para Con NuestraAmérica
Desde Buenos Aires, Argentina
Es que el obrero gráfico que estudió en colegios religiosos, en la
mejor tradición de su gremio que en 1878
lanzó la primera huelga organizada que se llevó a cabo en la Argentina, fue un
luchador insobornable por la justicia social: “La CGT de los Argentinos no ofrece a los trabajadores un camino fácil,
un panorama risueño, una mentira más. Ofrece a cada uno un puesto de lucha”, decía el Programa del 1 de Mayo de 1968 con el
que Ongaro enfrentó al onganiato tanto como a
los dirigentes participacionistas de la CGT oficialista y al vandorismo
que pretendía un peronismo sin Perón.
Sufrió cárcel después de los sucesos en Córdoba de mayo del ´69 pero
la tragedia lo golpeó en forma artera, decisiva, definitiva aseguran sus
allegados, durante el gobierno de Isabel
Martínez cuando la Triple A asesinó a su hijo Alfredo Máximo. Como Julio
Troxler que se salvó de ser fusilado en 1956 y cayó bajo las balas del
lopezrreguismo, resultó ser Ongaro otra
de las víctimas del somatén del peronismo de ultraderecha que lo obligó al
exilio y a alejar así de sus seguidores el verbo inflamado del líder
carismático de la CGT de los Argentinos
de los años sesenta y primeros setenta. Al volver al país, instaurada la
democracia, comprendió que no había lugar ya promover gestas populares como el
Cordobazo a partir del cual, lo mismo que
su amigo y compañero Agustín Tosco, había imaginado Raimundo la
posibilidad de acercar por vía
insurreccional la sociedad nueva integrada por hombres y mujeres que
también lo fueran y cuya génesis según su ortodoxa formación católica,
enraizaba en la epístola de San Pablo que impulsa a los creyentes, en Efesios
4,23-24, renovarse del pecado y
“vestirse del Hombre Nuevo creado en justicia y santidad verdaderas.”
Mal podía este idealista vivir de otro modo que de acuerdo con sus
convicciones y perseverando en ellas hasta el final de sus días entre los muros
de su modesta casa bonaerense de Los Polvorines. Jamás había rehuido los
desafíos y en los años de su mayor visibilidad, al más políticamente correcto y
menos riesgoso compromiso social cristiano,
optó por promover un socialismo insuflado con valores evangélicos fruto de la
coincidencia en la acción revolucionaria de cristianos y marxistas. Quizá guardaba frustraciones en alguna zona
de su espíritu, aunque sospecho que Dios le concedió la satisfacción interior
de saber que había luchado la buena causa, tal como con generoso plural
inclusivo y no mayestático, me lo expresó en una carta fechada en julio de
2007: “Hemos sido protagonistas de una
aventura solidaria sobre la Tierra. Combatiendo a quienes pretenden impedir
indefinidamente la fraternidad entre los seres humanos”.
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