La preservación de las
instituciones específicamente latinoamericanas como la CELAC, parecen ser el
único instrumento posible para evitar la recomposición del histórico
americanismo de la OEA que se creía herido.
Juan J. Paz y Miño Cepeda
/ Revista Nueva Sociedad
El «americanismo»,
proclamado por el presidente James Monroe en 1823 (reducido al principio
América para los americanos), así como la tesis del destino manifiesto,
originada en 1845 sobre la premisa de que Estados Unidos está llamado a influir
y a constituir un ejemplo de democracia continental y mundial, fundamentaron
las doctrinas eje de la política exterior de ese país durante el siglo XIX.
Ambas se sucedieron en un momento histórico en el que América Latina transitaba
el largo proceso de independencia a las primeras décadas de constitución de los
Estados nacionales.
La mira estadounidense
se centraba, fundamentalmente, en evitar cualquier tipo de intervencionismo
europeo. Al mismo tiempo, el «americanismo» y el destino manifiesto aseguraban
la presencia de los propios intereses de la naciente potencia en América
Latina. Al comenzar el siglo XX, a las doctrinas señaladas se les unió el
corolario Roosevelt (1904), concretado en la política del Big Stick (gran
garrote), con la cual Theodore Roosevelt (presidente de Estados Unidos en el
periodo 1901-1909) justificaba abiertamente cualquier intervencionismo
estadounidense en América Latina, a fin de garantizar a sus empresas y a sus
intereses geopolíticos en pleno período de expansión imperialista de Estados Unidos.
El desarrollo del
llamado «americanismo» ha sido, por ende, una política persistente, aunque
mutable según el contexto político tanto de Estados Unidos como de América
Latina. Durante el siglo XX, dos instituciones permitieron concretar este
proceso: la Unión Panamericana (UP), nacida en la IV Conferencia Interamericana
de 1910 realizada en Buenos Aires, y la Organización de Estados Americanos
(OEA), que nació en abril de 1948 y sustituyó a la UP.
Si bien la UP todavía
aprovechó a la política de buena vecindad que mantuvo el presidente Franklin D.
Roosevelt (1933-1945), interesado en aliviar las tensiones generadas por la
diplomacia intervencionista anterior, la OEA se levantó en una época distinta,
en la que la guerra fría se volvió dominante en el escenario global.
La OEA en el campo de
las relaciones intergubernamentales y el Tratado Interamericano de Asistencia
Recíproca (TIAR, 1947) en la esfera militar dominaron la geopolítica
americanista del anticomunismo. Desde la Revolución Cubana (1959), ambos se
transformaron en los instrumentos internacionales de la guerra fría en América
Latina, a la que se añadió un tercer elemento destinado a garantizar el espacio
económico: la Alianza para el Progreso (ALPRO) impulsada por el presidente J.F.
Kenndy (1961-1963).
La expulsión de Cuba de
la OEA, el 31 de enero de 1962, durante la VIII Cumbre realizada en Punta del
Este, Uruguay, fue la primera expresión nítida del «americanismo»
anticomunista. Aquella decisión, adoptada a través de una resolución que contó
con 14 votos a favor, el de Cuba en contra, y seis abstenciones: Argentina,
Brasil, Bolivia, Chile, Ecuador y México, expresaba un nuevo tiempo político.
Bajo un contraste
paradójico, la OEA había permanecido impávida –o incapaz– (y siguió haciéndolo
de manera posterior) ante regímenes abiertamente represivos y antidemocráticos
como los de Fulgencio Batista en la misma Cuba, Rafael Leonidas Trujillo en
República Dominicana, Anastasio Somoza en Nicaragua, Francois Duvalier en Haití
o Alfredo Stroessner en Paraguay; tampoco luchó contra de las dictaduras
latinoamericanas instauradas en la década de 1960 en varios países (por ejemplo
en Ecuador, en 1963, con directa intervención de la CIA, denunciada por un
ex-agente de la misma entidad) y mucho menos contra las dictaduras militares
del Cono Sur –que aplicaron políticas de terrorismo de estado–, sucedidas a
partir del derrocamiento del presidente Salvador Allende en Chile, en 1973.
Durante la Guerra de Malvinas (1982), Estados Unidos sostuvo un decidido apoyo
a Gran Bretaña, a pesar de las disposiciones para la unidad continental
suscritas en el TIAR y en la Carta de la OEA.
La pérdida de
credibilidad de la OEA y el «americanismo» de exclusiva vigencia unilateral
comenzó a hacerse evidente. El proceso de desarrollo de nuevos gobiernos
progresistas en la región, a partir de fines de la década del 90 y que cobró
impulso en los primeros 2000, pusieron en cuestión las prácticas de esta
organización continental y comenzaron a desandar un nuevo marco de integración.
El desarrollo de la
UNASUR (2004/2011), del ALBA (2004), y de la CELAC (2010), que logró unir a 33
países de América Latina y el Caribe, con la exclusión de Estados Unidos y
Canadá, pretendió exhibir una identidad alternativa a la de la OEA, aspirando a
emular los esfuerzos unionistas de Simón Bolívar, del Congreso Anfictiónico de
Panamá (1826) e incluso del Congreso de México, convocado por el ecuatoriano
Eloy Alfaro en 1896, con el propósito central de sujetar la Doctrina Monroe a
un verdadero derecho público americano.
El ciclo progresista
pretendió, de maneras disímiles y con evidentes variantes, retomar principios
de soberanía e independencia, que en unos casos se manifestaban más fuertemente
como expresiones «antiimperialistas», mientras que en otros constituían la
reivindicación de la posibilidad de desarrollo de políticas heterodoxas. Las
iniciativas de la OEA, en un contexto semejante, se vieron mermadas, ante la
negativa de buena parte de sus miembros a otorgarle a dicha asociación un
carácter preferencial. No resulta extraño, por ende, que durante la IV Cumbre
de la CELAC realizada en Quito (enero de 2016), el presidente ecuatoriano
Rafael Correa haya expresado que la OEA «jamás funcionó adecuadamente», por lo
que «necesitamos un organismo latinoamericano y caribeño capaz de defender los
intereses soberanos de sus miembros. La OEA nos alejó de ese propósito
reiteradamente». Correa sostuvo que ese organismo debía ser la CELAC, pues la
OEA debía atender los problemas del norte, ya que «las Américas al norte y al
sur del Río Bravo son diferentes».
Pero la coyuntura entre
2015 y 2016 no ha resultado la más propicia para ese esfuerzo. El triunfo
presidencial de Mauricio Macri en Argentina, la derrota a la propuesta
reeleccionista de Evo Morales en Bolivia, el «impeachment» a Dilma Rousseff en
Brasil, pero también las dificultades económicas en Venezuela y Ecuador (con
sus riesgos político-electorales hacia futuro), han supuesto la posibilidad del
fin del ciclo progresista en América Latina. Las instituciones continentales
nacidas para desarrollar esa «otra integración» se verían, de manera evidente,
afectadas por el proceso.
En tales
circunstancias, ha sido el nuevo secretario general de la OEA, Luis Almagro,
quien ha encontrado la coyuntura más favorable para retomar el americanismo
tradicional de la OEA y ha encabezado la aplicación de la Carta Democrática
contra el gobierno del Nicolás Maduro en Venezuela. La posición de Almagro no
se centra tan solo en la situación interna del país –que resulta netamente
conflictiva–, sino que apoya, sin temor a expresarlo abiertamente, los
planteamientos de la oposición venezolana y solicita la renuncia de Maduro.
La OEA, sin embargo, no
manifestó un apoyo mayoritario a la aplicación de la Carta Democrática. Pero la
preocupación sobre Venezuela otra vez más marca el sesgo de la diplomacia
americanista al interior de la OEA, porque al mismo tiempo se ha silenciado la
toma de posiciones frente a problemas cruciales que afectan a la democracia en
otros países, como la narcopolítica, el paramilitarismo, el tráfico con
migrantes o la articulación de los golpes blandos, que desplazaron a gobiernos
legítimamente electos: mediante maniobras judiciales en Honduras (2009) o por
intermedio de maniobras legislativas en Paraguay (2012); pero también tratando
de buscar precondiciones para la intervención extranjera en la misma Venezuela
o de reproducir el boicot económico en Ecuador.
Resulta evidente que
numerosos países que formaron y forman parte del llamado ciclo progresista, atraviesan
dificultades, en parte por los propios errores de los gobiernos. Sin embargo,
la habilitación a la injerencia, fenómeno que se había debilitado durante los
últimos años debería ser una señal de alerta.
La preservación de las
instituciones constituidas en foros específicamente latinoamericanos y el
potenciamiento de la CELAC, requieren condiciones políticas que habiliten su
sostenimiento. Al menos por ahora parecen el único instrumento posible para
evitar la recomposición del histórico «americanismo» que se creía herido.
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