Hoy día, unos 130
millones de estadunidenses son miembros de cooperativas de consumo, producción
y crédito, y más de 10 millones participan de alguna manera en empresas
propiedad de los trabajadores.
David Brooks / LA JORNADA
Una bicicleta pasa a toda
velocidad por Broadway con una enorme bandera en la que se lee “Arrepiéntete.
Regresa a Jesús”. Un monje tibetano regala tarjetitas que ofrecen un camino
para superar todo lo negativo. Un grupo de buenas intenciones trata de platicar
con los peatones sobre los peligros mortales de los combustibles fósiles, otro
pide contribuciones para niños en el mundo que no tienen qué comer, otro más
para rescatar de la extinción a más animales.
Las noticias –por radio,
periódicos, televisión, Internet, Twitter, Facebook– nutren el pesimismo y el
temor (pero los anuncios invitan cada vez más a pan y circo). Todo parece
indicar, incesantemente, que estamos cerca del fin del mundo.
La disfuncionalidad
espectacular de Washington en estas últimas semanas comprobó que no tiene ni
idea de cómo resolver los grandes problemas de fondo que padece el país más
poderoso. Peor aún es que el acuerdo político no fue para generar empleo,
elevar sueldos, invertir más en educación e infraestructura o abordar el cambio
climático, sino para evaluar cómo reducir aún más el gasto social para
controlar el déficit y la deuda.
Algunos afirman que estos
son síntomas del fin del imperio estadunidense. Chris Hedges, periodista premio
Pulitzer, corresponsal de guerra para los grandes medios y ahora crítico
furioso de una cúpula política y económica dedicada a empeorar la vida de las
mayorías, escribió en su artículo en Truthdig que “los últimos días de
imperio son carnavales de locura. Estamos en medio del nuestro, cayendo hacia
adelante mientras nuestros líderes invitan a la autodestrucción económica y
ambiental. Sumeria y Roma cayeron así, como también los imperios otomano y
austro-húngaro. Hombres y mujeres de mediocridad asombrosa encabezaban las
monarquías de Europa y Rusia en vísperas de la Primera Guerra Mundial. Y
Estados Unidos ahora, en su propio declive, ha ofrecido su elenco de débiles,
tontos y retrasados para guiarlo a la destrucción… Si tuviéramos alguna idea de
lo que en verdad nos está pasando… nos habríamos amotinado”. Advierte que
“nuestro colapso se llevará a todo el planeta”.
Pero tal vez es el fin
sólo de ese mundo. Si uno evita el torrente de noticias sobre las últimas
tragedias y horrores que, por alguna razón, se ofrecen con enorme gusto, de
repente se asoman otras cosas.
Algunas son cotidianas:
maestros que educan al próximo Martin Luther King o Albert Einstein, o a los
poetas de la próxima generación, a pesar de las reformas que tienen el
propósito de aplastar la dignidad, la imaginación, la belleza y casi todo lo
noble (eso no cabe en un examen estandarizado ni genera lana para las empresas
y financieros detrás de estas reformas).
También hay, todos los
días, música subterránea que rompe con su belleza lo gris de lo que nos
prometen los expertos sobre el fin del mundo. De pronto aparece un reggae tocado
por un grupo que durante el día labora en construcción; unos músicos
veracruzanos que rescatan su identidad, y por ello, la de todos, con sus bandas
de pueblo después de que laboran 12 horas lavando coches; tambores árabes o
africanos en parques, que invitan con sus ritmos antiguos a festejar el ahora,
y de ahí, el mañana.
Más allá de eso, hay
iniciativas para juntar a personas –el acto más básico de la civilización
humana– para contarse cuentos, guardar la memoria colectiva, intercambiar
experiencias, defenderse y conspirar en crear otro futuro. Eso ocurre en los
campos de Florida con la Coalición de Trabajadores de Immokalee, en los sótanos
de iglesias en Sunset Park, Brooklyn, en centros de cultura y educación popular
en las montañas de Tenesi (el Highlander Center), como a través del hip-hop
radical en las calles de este país, entre otros.
Hay múltiples luchas y
acciones en contra del fin del mundo por todo el país, desde las recientes
acciones directas de inmigrantes y sus aliados en Arizona y San Francisco para
físicamente detener deportaciones como las de los jóvenes indocumentados que
desafían a las autoridades de migración gritando “indocumentado y sin temor”,
y, por otro lado, un creciente movimiento, cada vez más amplio y resuelto,
contra la construcción de oleoductos y la extracción de petróleo por el método
de fracking. También hay iniciativas locales contra la violencia entre
jóvenes en las calles de Chicago, o esfuerzos sociales por recuperar vivienda
para los que perdieron sus casas en la crisis hipotecaria.
A la vez, hay un fenómeno
de largo plazo para construir bases económicas que buscan evadir el modelo
económico bajo control de Wall Street. Gar Alperovitz, profesor de economía
política en la Universidad de Maryland, comenta que, ante la aceleración de la
desigualdad económica que está poniendo en jaque la vida democrática del país,
“el creciente dolor económico y social está produciendo condiciones de las que
varias nuevas formas de democratización –de propiedad, riqueza e instituciones–
empiezan a surgir”.
Hoy día, unos 130
millones de estadunidenses son miembros de cooperativas de consumo, producción
y crédito, y más de 10 millones participan de alguna manera en empresas
propiedad de los trabajadores. También hay miles de “empresas sociales”
manejadas de manera democrática para ganar dinero y cumplir con un propósito
social más amplio de renovación comunitaria, desarrollo sustentable y
redistribución de riqueza, reporta un artículo en The Nation.
Alperovitz señala que hay
iniciativas que establecen redes de producción y consumo, y también de apoyo
mutuo. Por ejemplo, el sindicato siderúrgico USW, el de servicios SEIU y la
Corporación Mondragón del País Vasco –modelo integrado de múltiples
cooperativas y más de 80 mil personas– anunciaron una campaña para ayudar a
generar empresas cooperativas sindicales de propiedad de sus trabajadores en
Estados Unidos.
Tal vez otro mundo no
sólo es posible, sino que ya se está construyendo.
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