Tal vez de ningún país de
América del sur puede decirse, como de Argentina, que tiene la capacidad de
convertir a sus individuos en arquetipos, de llevarlos a la mitología, o al
menos de hacer de ellos grandes símbolos.
William Ospina / El
Espectador (Colombia)
Borges decía que las
naciones parecen tener su destino, como los individuos. Decía que el destino
escandinavo ha sido el de hallar las cosas primero, y no lograr sin embargo que
el mundo lo advierta. Que unos poetas nórdicos, los skaldos de Islandia, con su
manejo del lenguaje y su asombrosa invención de metáforas, descubrieron el
culteranismo mucho antes que Góngora, pero que ese invento no tuvo consecuencias.
Que unos narradores nórdicos, los autores de las sagas, inventaron en el siglo
X la novela, pero que la novela sólo se apoderó del mundo cuando la inventó
Cervantes en el XVII. Que los vikings, que recorrieron el planeta sin fundar un
imperio, descubrieron América, pero eso no cambió la historia universal.
Dijo que era también
misterioso el destino de la Academia Sueca, capaz con sus premios Nobel de
arrojar sobre algunas personas “la violenta luz de la gloria”, hacerlos
extraordinariamente conocidos, pero que al mismo tiempo a ellos nadie los
conoce: a los que hacen tan visibles a los demás, les gusta ser invisibles.
Por contraste, España
realiza después los hallazgos (no los copia: los descubre), pero consigue que
nadie lo ignore: el Culteranismo, la Novela, el Descubrimiento de América. Y
esa capacidad de dejar huella no es nueva. España no se resignó a ser parte
marginal del Imperio romano: puso en el trono de Roma a Trajano y a Adriano,
puso en la literatura latina a Lucano y a Séneca. Tiempo después impuso a la
modernidad el realismo de Velásquez y el surrealismo de Dalí, supo contagiar al
mundo las audacias mentales de Goya y las de Picasso.
También sugirió Borges
que “estar a punto de tenerlo todo, y perderlo todo, es el trágico destino
alemán”. Pero otra característica del alma alemana es la de tratar de llevar a
una plenitud inquietante todos los hallazgos de Europa. Alemania no tuvo parte
en la fundación del alma europea: eso lo hicieron el monoteísmo hebreo, la
filosofía griega y el Imperio romano: esas tres raíces, según Gibbon, fundaron
el cristianismo, de modo que el Padre es hebreo, el Hijo es griego y el
Espíritu Santo es romano. Pero Alemania se volvió con los tiempos el núcleo de
Europa.
Ya en el siglo XVI
consiguió hacer de la Biblia no un libro alemán sino el libro alemán: la
traducción de Lutero, según dicen, fundó el estatuto de la lengua. En el XVIII
llevó la filosofía platónica a las cumbres del idealismo. Y en el siglo XX
intentó magnificar el molde del Imperio romano para convertirlo en el agobiante
Reich germánico. Existe la tendencia a volverlo todo superlativo.
Pero viéndolo bien, todo
lo que es hoy Occidente parece haber alcanzado una nueva definición en la mente
alemana: Kant en la filosofía, Humboldt en las ciencias naturales, Marx en la
economía, Freud en la teoría de la conducta, Nietzsche en la crítica de los
valores, Einstein en la concepción del universo físico. Creo advertir, incluso,
que los filósofos conceden hoy un primado a las filosofías del lenguaje, como
se han desarrollado desde Guillermo de Humboldt hasta Heidegger.
Si podemos decir, con
toda la simplificación que ello supone, que el XV fue un siglo italiano, que el
XVI fue un siglo español, que el XVIII fue un siglo francés, que el XIX fue un
siglo inglés, se diría que el XX fue un siglo alemán: el racionalismo, el
marxismo, el psicoanálisis, el nihilismo y su crítica, y la teoría de la
relatividad dominaron el siglo. Pocos escritores son tan hondamente
representativos del siglo XX como Thomas Mann y como Franz Kafka. Y todo indica
que el siglo XXI será un siglo chino.
¿Dónde quedarán los
Estados Unidos en ese contexto? Ese país mercantil, industrioso y tecnológico
no creo que haya fundado un pensamiento nuevo; sólo ha aplicado lo que llevaron
a él sus inmigrantes, principalmente ingleses, irlandeses, alemanes, judíos,
italianos, africanos; ese mosaico que nunca se ha deshecho para conformar una
entidad nueva que pueda llamarse el estadounidense.
Existe el “ciudadano
americano”, cuyo documento de identidad es la licencia de conducir, pero allá
cada quien sigue siendo del lugar de donde procede, y como no tiene mayor
arraigo en la tierra, procura pertenecer fundamentalmente al futuro. Los
Estados Unidos nos han llenado de muchas cosas nuevas, casi todas desechables, pero
no nos traído muchas ideas originales sobre el universo.
En América Latina tenemos
el ejemplo de un país de inmigrantes que procuró construir una identidad: en el
país del sur, españoles, portugueses, italianos, alemanes, rusos, polacos,
todos son argentinos. Argentina logró aplicadamente esa fusión, y ha conseguido
con ella efectos poderosos. Tal vez de ningún país de América del sur puede
decirse, como de Argentina, que tiene la capacidad de convertir a sus
individuos en arquetipos, de llevarlos a la mitología, o al menos de hacer de
ellos grandes símbolos.
Otros pueden haberlo
hecho mejor o peor, pero ellos son misteriosamente los símbolos. En Suramérica
hubo muchas “primeras damas”, pero sólo una es Evita; hay muchos futbolistas,
pero sólo uno es Maradona; hay muchos guerrilleros, pero sólo uno es el Che
Guevara; hay muchos cantantes, pero sólo uno es Gardel; hay muchos escritores,
pero sólo uno es Borges.
Ahora hay que decir que
hemos tenido muchos obispos, pero sólo uno es el papa. Ya nos dirá el futuro si
Argentina logró asumir otro desafío, muy adecuado a su historia, y nada fácil:
que pueda decirse un día que ha habido muchos papas, pero que sólo uno es
Francisco.
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