El debilitamiento de los
contrapesos entre actores sociales y políticos con respecto de los grupos de
poder económico, así como los triunfos electorales de gobiernos de inobjetable orientación neoliberal y
pro-empresarial, crearon las condiciones necesarias para
la imposición del modelo de desarrollo neoliberal en Centroamérica.
Andrés
Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
Como bien lo apunta el sociólogo
brasileño Emir Sader, nuestra región
“fue el lugar donde nació el neoliberalismo y el lugar donde más se
expandió, fue el laboratorio de experiencias neoliberales por excelencia”[1].
Esta gestación estuvo marcada por la violencia militar, política e
ideológico-cultural que imperó en América Latina desde 1973, con el golpe de
Estado perpetrado contra el gobierno democrático y popular de Salvador Allende
en Chile, y que desató “el terror” de las dictaduras militares en el Cono Sur y
la guerra sucia de contrainsurgencia
en Centroamérica.
Con esta impronta, el proyecto
neoliberal se estructuró a partir de dos ejes básicos: uno, el cuestionamiento
a la concepción interventora y benefactora del Estado-nación, surgida tras la
crisis capitalista de 1929; y el otro, la creciente pérdida de entidad de los
Estados, arrastrados por las corrientes económicas y culturales que promovieron
la apertura de las economías y la mercantilización de la sociedad, bajo la
bandera de los procesos globalizadores.
Para la argentina Mabel Thwaites,
el acierto de esta lectura neoliberal
en América Latina radicó en su capacidad de articular “en un mismo discurso el
factor ‘interno’, caracterizado por la acumulación de tensiones e
insatisfacciones por el desempeño del Estado para brindar prestaciones básicas
a la población enmarcada en su territorio, y el factor ‘externo’, resumido en
la imposición de la globalización, como fenómeno que connota la inescapable
subordinación de las economías domésticas a las exigencias de la economía
global”[2].
En este mismo sentido,
uno de los procesos que contribuyeron al éxito
sociopolítico y económico del neoliberalismo en la región fue la recolonización
del control de los recursos de producción
y del capital, la que, como explica Anibal Quijano, “se ha concentrado y
aún tiende a concentrarse más en manos de las corporaciones transnacionales o
globales, las cuales reducen el número de sus trabajadores, depredan y
contaminan la naturaleza y exportan todas sus ganancias, ya que en la mayoría
de los países no pagan impuestos a los respectivos Estados, o sólo algunos y
muy poco”[3].
Después de tres décadas
de aplicación de políticas de desregulación del Estado, endeudamiento externo,
privatizaciones y apertura económica, creciente concentración de la riqueza y
contracción de la inversión social, que fueron especialmente rigurosas durante
los años 1990, y que solo a inicios del siglo XXI empiezan a ser confrontadas
por otras alternativas, ¿qué implicaciones tuvo el neoliberalismo sobre las
estructuras de poder en América Latina?
Emir Sader ha propuesto
una tesis que compartimos: la contrarreforma neoliberal posibilitó el
surgimiento de un nuevo bloque de poder histórico. Es decir, nuevas élites
políticas y económicas, pertenecientes a los sectores más dinámicos de la
economía local y a poderosos grupos empresariales de Estados Unidos y Europa,
que saltan a la palestra de la mano del Estado mínimo, la desregulación y la
pretendida apertura comercial. De tal
suerte, el capital financiero transnacional y los nuevos grupos económicos,
vinculados a la exportación no tradicional, los servicios y el agronegocio,
dominan el panorama latinoamericano de los primeros años del siglo XXI.
En abono a esa tesis, encontramos que, a lo largo del
último medio siglo –es decir, incluso varias décadas antes del advenimiento de
la hegemonía neoliberal- han tenido
lugar importantes cambios en la composición de las élites latinoamericanas, al
pasar de una clase conformada por
terratenientes, políticos, empresarios, militares e intelectuales –la clásica
oligarquía decimonónica-, a un predominio del estrato técnico y político, es
decir, la moderna élite funcional del poder.
Para Mansilla, estas
élites representan “un conglomerado con fronteras porosas y poco precisas,
influida por otros grupos, capas y estamentos”, pero al que “no se le puede
dejar de atribuir una identidad distinta y propia dentro del conjunto social”[4].
Elementos tradicionales
en el desarrollo socio-cultural de aquellas élites oligárquicas persisten, con sus diferencias de tiempo, lugares y
matices, hasta la actualidad. Por ejemplo, “la cultura del autoritarismo, el
uso de la religión como instrumento de control social, la explotación de los
trabajadores de los campos y las minas y dilatados fenómenos de corrupción”[5];
también, con menor frecuencia, una comprensión paternalista de las
problemáticas socioeconómicas de las clases subordinadas. Este último rasgo
constituiría una diferencia con respecto de la moderna élite neoliberal, en la
que prevalece “la economización del ámbito político y cultural” y la
tendencia “a tratar a la totalidad
social como si fuera un gigantesco mecanismo de mercado y a los ciudadanos como
si fuesen sólo agentes económicos que intentan maximizar sus ventajas
competitivas”[6].
No en vano, a la
moderna élite política neoliberal que emerge durante esos años en la región, se
le caracteriza como un estamento gerencial administrativo, que reivindica su
condición de técnicos o especialistas; sus miembros o figuras
más connotadas provienen de organismos internacionales, la empresa privada y
“ocasionalmente de los propios aparatos partidarios”, que se representan a sí
mismos como encarnando “el ingreso al mundo globalizado y la modernización
democrática”. No obstante, “la mayoría de esos nuevos grupos elitarios surgidos
durante las últimas décadas del siglo XX han resultado ser oligarquías
autosatisfechas y autoritarias, que solo poseen una perspectiva histórica de
corto aliento”[7].
En el caso
centroamericano, el proceso de transformación y reajuste de las élites bajo el
neoliberalismo tuvo, al menos, dos momentos bien diferenciados: uno, el de lo político, condicionado por las
implicaciones del conflicto militar de finales de los años 1970 y de la década
de 1980, en el que nuevos actores
sociales –especialmente en El Salvador y Nicaragua- alcanzaron espacios de
participación y representación en los sistemas de partidos, fracturando el dominio
histórico de las oligarquías de viejo cuño, aunque sin alterar la matriz
fundamental del modelo neoliberal y el patrón de acumulación del capitalismo
periférico.
El otro momento del
reajuste de las élites centroamericanas al que aludimos antes, el económico, se desarrolla a lo largo
de la década de 1990 y lo que corre del siglo XXI, cuando, a la par del llamado
pensamiento único de la
globalización, la tecnocracia que acompañó el despliegue neoliberal adquirió,
poco a poco, un mayor protagonismo en los poderes Legislativo y Ejecutivo.
Simultáneamente, también presenciamos un ascenso de los grupos empresariales
afines al modelo de liberalización económica.
Rodríguez Luna, por
ejemplo, sostiene que entre 1991 y 1997, conforme avanzó en Centroamérica el rediseño
del Sistema de Integración Regional, orientado fundamentalmente al crecimiento
económico, “ascendieron al poder
político élites empresariales con intereses económico-regionales, más que
nacionales, y vinculadas a élites militares y a corporaciones transnacionales,
principalmente estadounidenses”[8].
Es en este contexto que
se consolida en la región un relativamente nuevo actor protagónico en el
proceso de construcción de la hegemonía neoliberal: los llamados Grupos de
Poder Económico (GPE), que han transformado el mapa del poder empresarial y,
como consecuencia de esto, el mapa del poder político. Se trata de grupos que
destacan por su predominio en
determinados nichos de mercado, pero también por su multisectorialidad “al
invertir en varios sectores, operar en varios mercados (externo e interno), y
articular el capital bancario con el industrial”[9].
Los GPE han adquirido
desde entonces una enorme influencia sobre los procesos e instancias de toma de
decisiones, como resultado de “amplias y más complejas alianzas de fuerzas
(externas e internas) que han creado las condiciones para alterar el rol del
Estado y la orientación de las políticas públicas”[10].
Pero, además, la acción de estos grupos también tiene un impacto cultural en
nuestras sociedades, visible en la gestación de un sentido común neoliberal en el que el sector privado de la economía pasa a
ocupar un lugar central en la articulación de las relaciones sociales y
productivas, como conductor de la modernización
hacia afuera que exige la globalización.
Se trata, pues, de un
cambio en la noción de empresariado y el sentido que se le otorga a este
sector, muy diferente al que predominó en décadas anteriores. Al respecto,
Durand explica que “en el campo de las ideas se critica menos la función que cumplen
los empresarios en la economía y se valora más la ‘iniciativa privada’ como
elemento clave de una economía, regida por las leyes del mercado. El clima
ideológico es menos hostil al sector privado. El abandono o revisión crítica de
ideologías populistas y socialistas, y la vigencia del ideario neoliberal y la
cultura ‘empresarista’, son parte de ese proceso”[11].
El economista salvadoreño
Alexander Segovia[12],
uno de los más conspicuos investigadores sobre los GPE y lo que denomina integración real de Centroamérica, ha señalado que el aumento del poder de estos
grupos profundiza “la tradicional dependencia de los Estados centroamericanos
respecto al capital”, al tiempo que
incide directamente sobre la democracia y el desarrollo en, al menos,
tres aspectos cruciales que intentaremos detallar aquí:
El derecho de picaporte de los GPE: es decir, sus
facilidades para acceder a las diversas instancias del aparato estatal, como
consecuencia de una compleja pero bien tejida red, que incluye desde las
“estrechas relaciones familiares y económicas entre los principales grupos
nacionales”, hasta el financiamiento de las campañas políticas de los partidos
en el poder, incluso, con aportaciones millonarias a más de una organización,
lo que amplía los círculos de influencia en futuros gobiernos.
El
control e influencia de los GPE sobre los medios de comunicación: en virtud de sus
inversiones y el manejo de la pauta publicitaria, esencial para la rentabilidad
económica de las empresas de comunicación, y la ausencia de legislaciones que
regulen el acceso a los medios en condiciones de igualdad para todos los
sectores de la sociedad, los GPE “hacen aparecer sus agendas particulares como
agendas nacionales y tratan de influir sobre la opinión pública, sobre
políticas que ellos consideran críticas para sus intereses, como es el caso,
por ejemplo, del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos”.
La
formulación de políticas públicas orientadas al beneficio de los GPE: esto se realiza en
varios niveles, a saber, el de “la
orientación global de la reforma económica de los países, especialmente
aquellos aspectos relacionados con la privatización, la liberalización, la
desregulación y la apertura externa”; la influencia sobre actores e
instituciones políticas para “obtener beneficios particulares para sus
empresas”; y por último, el nivel microeconómico, “en el cual un grupo en particular ejerce su
influencia para preservar privilegios derivados de poseer un monopolio u
oligopolio”.
En Centroamérica, el
debilitamiento de los contrapesos entre actores sociales y políticos con
respecto de los GPE, así como los triunfos electorales de gobiernos de inobjetable orientación neoliberal y
pro-empresarial –desde los año 1990-, crearon las condiciones necesarias para
la imposición del modelo de desarrollo neoliberal, en el que convergen los
intereses del capital regional y de las empresas transnacionales. Y donde,
paradójicamente, ese Estado tan cuestionado por el fundamentalismo neoliberal,
mantiene un papel central, pero ahora como gestor de la inversión extranjera y
facilitador de los negocios privados.
NOTAS:
[1] Sader, E. (2008) Refundar el
Estado. Posneoliberalismo en América Latina. Buenos Aires: CLACSO. Pág. 13
[2] Thwaites, M. (2010). Después
de la globalización neoliberal: ¿Qué Estado en América Latina?, en OSAL, Año
XI, Nº 27, abril. Buenos Aires: CLACSO. Pág. 23
[3] Quijano, A. (2004). El
laberinto de América Latina: ¿hay otras salidas?, en Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales, vol. 10, nº 1,
enero-abril. Caracas. Pp. 76.
Quijano va aún más lejos
en su diagnóstico, al afirmar que la “articulación sectorial de la estructura
productiva a la cadena mundial de transferencia de valor y plusvalor” implica,
a su vez, “la conversión de los centros productivos [de la periferia] en una
suerte de factorías coloniales. La vieja categoría de ‘enclave colonial’
recobra todo su perverso sentido. El control del capital financiero está en
manos de la burguesía global”.
[4] Mansilla, H.C.F.
(2006). Las transformaciones de las élites política en América Latina. Una
visión inusual de la temática. Revista de
Ciencias Sociales, abril, año/vol. XII, nº 01, Universidad del Zulia,
Maracaibo, Venezuela. Pág. 2
[6]
Mansilla, op.cit. Pág. 4
[8] Rodríguez Luna, Ángel (2008). Seguridad
nacional y geopolítica en América del Norte y Centroamérica. En Revista
Enfoques, 8, vol. VI, Santiago de Chile: Universidad Central de Chile. Pp. 138-139.
[9] Durand, F. (1997). Nuevos empresarios (y algunos viejos problemas). Nueva
Sociedad, nº 151,
Septiembre-Octubre. Pág. 76
[12] Segovia, Alexander
(2005). Integración real y grupos
centroamericanos de poder económico. Implicaciones para la democracia y el
desarrollo regional. San José, C.R.: Fundación Friedrich Ebert. Pp.86-98.
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