La
condena de un asesino como fue Pedro
García Arredondo es un acto de justicia que ocasiona alegría. Pero para
aquellos que fuimos sus víctimas y sobrevivimos, este tiempo de alegría debe
ser tiempo de reflexión. De una reflexión que nos aleje del odio y de la sed de
venganza.
Carlos Figueroa Ibarra / Especial
para Con Nuestra América
Desde
Puebla, México
El
19 de enero de 2015, quien fuera el temible jefe del Comando 6 de la Policía
guatemalteca en los años de la dictadura militar recibió una nueva condena. El
tribunal que lo juzgó, lo condenó a
purgar 90 años de prisión por el
incendio de la embajada de España en
enero de 1980 y por el asesinato de los
estudiantes Gustavo Hernández y Jesús España durante los actos fúnebres de las
víctimas inmoladas en la embajada. Esta sentencia se agrega a la de 70
años que recibió el 21 de agosto de 2012
por la desaparición forzada del estudiante Edgar Sáenz Calito. Muy
probablemente quien fuera uno de los esbirros más conocidos de la dictadura
encabezada por Romeo Lucas García, pasará en prisión el resto de sus días.
He
contado ya que participé como perito en el juicio por los acontecimientos
vinculados al incendio de la embajada española. Tuve oportunidad de ver de
cerca al terrible policía quien de acuerdo al testimonio de Elías Barahona,
insurgente infiltrado en el Ministerio de Gobernación de aquellos años, habría
estado vinculado al asesinato de mis padres. Envejecido, disminuido, agobiado y
con la mirada perdida, distaba mucho de
aquel hombre obeso, ensombrerado, de anchos y largos bigotes y patillas, quien metralleta en mano
diligentemente participó en múltiples asesinatos y desapariciones. He evocado
al García Arredondo de ayer y al de hoy. Y he pensado en que la suerte de los
esbirros muchas veces no es la misma que la de sus patrones. Otro jefe
policiaco de la dictadura luquista, Manuel Valiente Téllez, terminó sus días manco, tuerto y habiendo
perdido hija y esposa por un atentado que se atribuye a su rivalidad con el
mismo García Arredondo. Donaldo Álvarez Ruiz, ministro de gobernación durante
el incendio de la embajada, hoy vive prófugo, enfermo y en la pobreza. Y otro esbirro policiaco de esa época, Germán
Chupina Barahona, terminó sus días perseguido por la justicia internacional por
los delitos de genocidio y terrorismo de estado.
Los
esbirros, generalmente de extracción humilde, se embriagan con el poder que le
dan sus dueños. Creen que la impunidad y los privilegios que se ganan
llenándose las manos de sangre, nunca terminarán. Y a veces tienen suerte. Pero
generalmente terminan linchados por la furia popular, o ejecutados, encarcelados, prófugos y
despreciados. Sus amos los olvidan y los abandonan, como estuvo a punto de
sucederle a Ríos Montt. Pero muy pocos llegan a tener liderazgo político como Ríos Montt. Muy pocos tienen la fortuna de llegar a tener
la riqueza suficiente como para equipararse a quienes los contrataron. La mayoría vuelven a ser lo
que eran una vez que dejan de ser necesitados y el régimen que defendieron
colapsa: seres insignificantes.
La
condena de un asesino como fue Pedro
García Arredondo es un acto de justicia que ocasiona alegría. Pero para
aquellos que fuimos sus víctimas y sobrevivimos, este tiempo de alegría debe
ser tiempo de reflexión. De una reflexión que nos aleje del odio y de la sed de
venganza.
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