¿Por qué es importante lograr una condena de hechos que ya
están comprobados como delitos de lesa humanidad, por tanto imprescriptibles?
Porque el respeto a la ley es lo único que puede servir para construir una
sociedad con alguna cuota de paz y armonía. El no respeto a la ley, la
impunidad, es la invitación a más violencia. Estudiar las desapariciones
forzadas de personas puede ayudar a comprender este fenómeno.
Desde Ciudad de Guatemala
Introducción
“Comprender todo no significa
perdonar todo”
Sigmund
Freud
La palabra “reconciliación” es,
seguramente, de las más difíciles y problemáticas que pueda haber en el campo
de las ciencias políticas. Pensar la reconciliación en términos políticos, en
términos sociales como parte de un colectivo, de una gran masa de personas, es
tremendamente complejo. Lo es porque, en realidad, la reconciliación constituye
un proceso comprensible -y posible- entre dos partes cuando se trata de un
universo micro: dos personas, una pareja, una familia, un pequeño grupo.
Cuando se trata de la complejidad de
una sociedad donde son tantas y tan disímiles las variables en juego, se torna
prácticamente imposible pensar en “reconciliarse”. ¿Quién sería, en ese caso,
el sujeto de la reconciliación? Si hay tal cosa, a partir del prefijo “re” eso
significaría que hubo originalmente una conciliación, un estado de relativo
equilibrio, que por algún motivo luego se rompió y ahora se busca re-establecer.
En tal caso, re-conciliarse sería volver a un estado previo de cierta armonía,
de paz y concordia.
¿Es posible eso en una sociedad?
Más aún: ¿es posible eso en una sociedad desgarrada por una guerra interna como
la guatemalteca? Sociedad que, en realidad, nunca fue armónica, sino que está
marcada en toda su historia por la más despiadada exclusión social y por un
racismo visceral.
Luego de las guerras viene la construcción de la paz. La paz nunca
adviene espontáneamente: es producto de complejas transacciones, de reacomodos,
de un gran esfuerzo en el más amplio sentido: económico, político, cultural. Esfuerzo,
incluso, en relación a nuevas conformaciones psicológicas: quien convivió con
la lógica de la muerte -eso es la guerra en definitiva- debe hacer un pasaje,
enorme y nunca falto de problemas, a una nueva cosmovisión. Si hasta el día de
ayer, en guerra, se premiaba por “matar enemigos”, pasar a la lógica en que el
día de hoy, ya con la paz, si se mata se es un asesino, no es tarea fácil.
Construir y afianzar la paz implica no sólo el silencio de las armas: implica
enormes cambios en la mentalidad de quienes combatieron, de quienes estuvieron
implicados en esa dinámica de muerte. Valga para graficarlo un poema del alemán
Wolfgang Borchet:
Terminada la guerra volvió el
soldado a casa.
Pero no tenía qué comer.
Vio a alguien con un pan, y lo
mató.
¡No debes matar!, dijo el juez.
Salir de una guerra no es sólo firmar un acuerdo de paz y guardar las
armas. En nuestro país eso sucedió hace ya 18 años, pero no se vive en paz.
Lejos de eso, el clima de violencia y de zozobra que atravesamos a diario nos
confronta con una situación bélica. La muerte sigue rondando altiva en cada
rincón, y las causas estructurales que encendieron la mecha de un alzamiento
armado no han desaparecido; por el contrario, podría decirse que se mantienen
igual o más fuertes que hace medio siglo: la mitad de la población continúa por
debajo del límite de la pobreza estipulado por Naciones Unidas y los índices
socio-económicos son alarmantes.
Guatemala vivió varias décadas de guerra interna, y eso aún está
presente como mensaje cultural en el colectivo: quienes la sufrieron, como
recordatorio de las peores épocas. Quienes no la vivieron: como fantasma que ha
dejado enseñanzas y, básicamente, ruptura en la memoria histórica. “eso aquí no
pasó”. ¡Pero pasó! Borrar la historia es imposible. Y peor aún: es enfermizo,
porque la historia no se puede borrar. Somos la historia; querer negarlo trae
inconmensurables problemas.
En el marco de la Guerra Fría que libraban las por ese entonces dos
grandes superpontencias, y desde la lógica de la Doctrina de Seguridad Nacional
y combate al enemigo interno, el país en su conjunto se vio atravesado por un
clima de desconfianza paranoica, de muerte y de terror que marcó todos los
rincones del quehacer nacional. Nadie podía escapar a esas dinámicas. Pero lo
peor es que el Estado, supuesto regulador de la vida nacional entre todos sus
habitantes, para el caso de esta guerra no funcionó, precisamente, como
regulador. Tomó parte activa en la contienda siendo principalísimo actor, pero
pasando por encima de toda norma.
Extremando las cosas, se podría llegar
a decir que la “guerra contra el comunismo” lo justificaba todo. Pero entonces,
si se sigue esa línea de argumentación, se desdibuja la esencia misma del
Estado: de regulador de la vida de todos pasó a ser un actor de la contienda
con las manos manchadas de sangre, por lo que la confianza en la
institucionalidad mínima que debería existir, desaparece. El Estado, paraguas
de todos sus habitantes que debería cobijar y defender por igual la dignidad de
todos sus ciudadanos, fue el gran incumplidor de esa tarea.
El Estado, en los años de la guerra, se convirtió en un Estado
terrorista que mató, secuestró, masacró, torturó, siempre con fondos públicos,
a parte de su población. He ahí la matriz de cualquier crimen posterior y toda
violencia asumida como normal: si quien debía defender la vida y la dignidad de
la vida de los guatemaltecos terminó asesinando a sus propios ciudadanos, en
general apelando a formas clandestinas, la idea de reconciliación se torna muy
difícil si no imposible. ¿Quién se reconciliaría con quién? ¿Por qué y cómo reconciliarse
entonces?
Terminada la guerra, la vida sigue. Como fue una guerra interna, las
partes enfrentadas siguen viéndose la cara en la cotidianeidad. La vida misma
impone la convivencia. Pero eso no es lo mismo que reconciliación. Quizá ésta
es imposible en términos estrictamente masivos: las mayorías viven, reaccionan,
se enfurecen, son manipuladas, pero el término “reconciliación” no les aplica
en sentido estricto. La reconciliación tiene el sello del discurso político,
del acuerdo, de la negociación. Y eso, hoy por hoy al menos, es producto de
acuerdos cupulares. Estampar una firma en un papel no es, estrictamente,
“reconciliar” a las personas. La población que fue víctima de esos atropellos por
parte del Estado contrainsurgente: ¿con quién se debería reconciliar: con ese
mismo Estado? ¿Cómo?
Los Acuerdos de Paz firmados en 1996 establecen determinadas medidas
para lograr la pacificación de la sociedad. En realidad, si algo se cumplió de
esos pactos es la desmovilización militar de ambos bandos enfrentados: las
armas se depusieron en muy buena medida, las fuerzas combatientes fueron
desarmadas (el movimiento insurgente) o reducidas (el ejército nacional). En
estos 18 años no volvieron a darse combates. Pero no hay paz. Muchos menos:
reconciliación.
Lograr la “paz” –concepto tan
difícil y problemático como “reconciliación”– no es olvidar los crímenes cometidos,
no es dejar pasar los atropellos y las terribles violaciones a los derechos
humanos mínimos y elementales que se sufrieron durante la guerra. Está más que
probado que la abrumadora mayoría de violaciones fueron cometidas por el Estado
de Guatemala y no por las fuerzas insurgentes.
En ese marco, es difícil que la
población civil no combatiente que sufrió esos abusos quiera y pueda
reconciliarse. Podrá recibir, como de hecho ha venido sucediendo, alguna
compensación por los daños sufridos. De todos modos, un pago monetario no puede
resarcir –y mucho menos pacificar a quienes sufrieron– los perjuicios que trajo
el conflicto armado. Lograr la armonía social no es cuestión de “pagar” por los
muertos o por las partes dañadas del cuerpo (una pierna vale más que un dedo, y
dos piernas valen más que una sola). Eso puede ser un elemento importante en el
proceso político, necesario quizá, o imprescindible.
Pero eso sólo no alcanza. Lograr cierta –entiéndase bien: cierta, no
toda– armonía social, consiste en darle credibilidad a la justicia, a las
instituciones que ordenan la vida. Es devolver la confianza a los mecanismos
sociales.
Si la impunidad sigue siendo lo dominante, si el mensaje que circula
por toda la población es de absoluto desprecio por la legalidad, si se puede
hacer cualquier cosa, violar nomas de convivencia y saltarse cualquier pauta
institucional sabidos que no habrá consecuencias –¿qué otra cosa sino esto es
la impunidad?– es imposible construir una sociedad pacífica y armónica.
En Guatemala mucho de eso está
pasando. La impunidad campea soberbia, altanera. Se puede violentar cualquier
normativa sabiendo que no habrá castigo por ello. Eso, entonces, alimenta un
clima de violencia que no tiene fin. ¿Por qué a 18 años de terminada
formalmente la guerra el país vive un clima de guerra, con 15 homicidios
diarios y una cantidad de armas de fuego diseminadas entre la población, mayor
que durante el conflicto armado interno?
El clima de impunidad reinante lo explica. El Ministerio Público, más
allá de las buenas intenciones, reconoce que la inmensa mayoría de los ilícitos
cometidos, nunca son juzgados (¡hasta un 98% queda impune!). Ante eso: ¡se vale
todo! Y la impunidad puede presentar infinitas formas: pagar para obtener un
documento público, no cumplir ninguna norma de tránsito, mandar a matar
contratando un sicario, no pagar impuestos, orinar en la calle, no pasar la
cuota alimentaria por parte del padre separado, etc., etc. La idea en juego es
siempre la misma: “me salto las normas porque…
no pasa nada si las salto”.
La justicia tiene un valor
simbólico en las sociedades, en la dinámica humana. Se castiga lo que no debe
hacerse, lo prohibido, lo que va en contra del bien común. Así se educa a un
niño (¿para qué le diríamos, si no, que no se meta los dedos en la nariz, por
ejemplo?) o se hace funcionar a todo un país (¿para qué se pagan impuestos si
no?). Los distintos sistemas de justicia existentes en el mundo, cada uno con
sus características propias, buscan fijar las conductas permitidas y las
no-permitidas en cada sociedad. En otros términos: establecen las normas de
convivencia, lo que se puede y lo que no se puede.
Tal como dijo el juez de la poesía citada: “matar no se puede” (al menos en tiempos de paz). Si no hay castigo
por los asesinatos que se puedan cometer (incluso para la guerra hay normas:
los Convenios de Ginebra), si la impunidad permite todo, entonces estamos ante
el caos, ante la ley de la selva, del más fuerte.
En Guatemala algo de eso está sucediendo: la justicia no existe. La
impunidad se ha impuesto. Pero los crímenes de guerra no pueden quedar impunes,
porque con eso se alimenta el círculo de la violencia, del resentimiento, de la
venganza.
En el año 2013, luego de un
proceso judicial limpio y con incontrastables pruebas incriminatorias, el
general José Efraín Ríos Montt fue condenado por delitos de lesa humanidad a 80
años de prisión inconmutables. Por esa impunidad a la que nos referimos, 48
horas después del veredicto dictado por un tribunal, una maniobra leguleya le
permitió saltar la sentencia y dejar su caso en un cierto limbo legal,
buscándose su amnistía total a partir de juegos políticos palaciegos. Ahora, a comienzos
del 2015, se reabre su juicio.
¿Por qué es importante lograr una condena de hechos que ya están
comprobados como delitos de lesa humanidad, por tanto imprescriptibles? Porque
el respeto a la ley es lo único que puede servir para construir una sociedad
con alguna cuota de paz y armonía. El no respeto a la ley, la impunidad, es la
invitación a más violencia.
Para abundar en los motivos que sí deben tenerse en cuenta para lograr
una condena justa –cosa que ya se hizo en el 2013– y justificar el por qué un
Estado no puede ser terrorista, tal como lo fue el de Guatemala durante varios
años, amparado en la impunidad que da el monopolio de la fuerza, permítasenos
presentar ahora este estudio sobre el tema de las desapariciones forzadas de
personas. Esa vergonzosa práctica, de la que un Jefe de Estado no puede decir
que no es responsable –y durante la época en que Ríos Montt fue presidente de
facto, las desapariciones tuvieron altas cotas en el país– evidencia los
motivos por los que toda esa aberración debe ser castigada.
Extremando las cosas, si se demuestra en juicio público, con toda la
transparencia del caso, que alguien es culpable de determinado delito, la
legislación guatemalteca permite la pena de muerte cuando las circunstancian lo
ameritan. Pero de ningún modo el Estado, en forma encubierta, puede desarrollar
prácticas contrarias a la legalidad como las desapariciones forzadas de
personas, los asesinatos selectivos, la tortura, las masacres de población
civil no combatiente. Los responsables de tales acciones deben ser debidamente
juzgados y castigados porque eso es sano para el colectivo. Caso contrario,
queda abierta la puerta para la más absoluta impunidad, es decir: el primado de
la violencia total. El Estado, por tanto, debe ser garantía para la vida de
todos sus ciudadanos, y no quien la quite arbitrariamente, enmascarado y
apelando a la oscuridad tenebrosa.
Por eso, y no por motivos “revanchistas”, debe juzgarse a los
responsables de prácticas fijadas como delitos por toda la legislación
existente en derechos humanos. Es una cuestión de salud mental mínima e
indispensable que necesitan las sociedades.
A modo de aporte en esta justificación del por qué no permitir la
impunidad, presentamos aquí un muy modesto estudio sobre la desaparición
forzada de personas –desarrollado en parte a través del Archivo Histórico de la
Policía Nacional– considerada un flagrante crimen de guerra condenado por toda
legislación existente, práctica que tuvo lugar durante la presidencia del
referido militar y que va en contra de la paz y la concordia, tan
imperiosamente necesarias en nuestro país hoy día.
La desaparición forzada de personas como política de
Estado
En Guatemala, como parte de la guerra interna que desangró al país por
espacio de casi cuatro décadas, se produjo una cantidad muy elevada de
desapariciones forzadas. Si se compara esa realidad con otros contextos
latinoamericanos donde también se dio el fenómeno de guerras contrainsurgentes,
el país presenta el triste récord en las desapariciones del continente americano:
46%. (De Villagrán: 2004). Es, a la vez, el país del mundo que tiene la mayor
cantidad de desaparecidos per cápita; presea, por cierto, nada
honorable. Muchas de esas desapariciones tuvieron lugar en la ciudad capital.[1]
¿Qué pasó con tantas personas
desaparecidas? Aquí es importante aclarar que en el término mismo de
“desaparición” hay un eufemismo interesado o, dicho de otro modo, un engaño: las
personas no desaparecieron, ¡fueron víctimas de una política sistemática de
desaparición!
Por tanto: hay responsables directos tras todo esto. Puntualmente,
fueron capturadas ilegalmente, luego fueron ocultadas y, casi en su totalidad,
eliminadas. Esto no es lo mismo que “desaparecer”. La idea en juego por parte
del Estado contrainsurgente fue: 1) desarticular los movimientos insurgentes, y
2) enviar mensajes claros a toda la población: “al que se mete en babosadas…
algo le puede pasar”[2].
Efectivamente, algo les pasó: “se los
llevaron”.
¿Para qué buscarlos hoy?
La presente investigación, si bien no aporta todos los datos
necesarios para localizar a los desaparecidos, puede ser un importante llamado
a mantener viva la esperanza de llegar a conocer, en algún momento, sobre su
paradero y a tomar muy en serio las palabras que reciben al visitante en el
Museo del Horror de Auschwitz, hoy día Polonia, memoria viva de otro gran drama
de la humanidad durante el siglo XX: “olvidar
es repetir”.
A casi dos
décadas de terminado el conflicto armado interno, las secuelas de ese
cataclismo social aún se hacen sentir. El clima de violencia que vivimos
actualmente, además de las causas históricas que se ligan con una estructura
colonial que se viene perpetuando desde hace siglos, tiene que ver directamente
con el desprecio por la vida y la violación sistemática de los derechos humanos
que se agudizaron durante la guerra interna.
Entre las
prácticas deshumanizantes que tuvieron lugar en esos oscuros años de nuestra
historia, la desaparición forzada de personas fue un mecanismo que se mantiene presente
en la conciencia de la población, sirviendo como una pedagogía de la muerte y
del silencio, que aún se hace sentir. Los desaparecidos siguen siendo una de
las heridas abiertas de la sociedad. La única manera de cerrar esas heridas no
es negando lo sucedido, echando un manto de olvido y dando vuelta la página: es
entendiendo qué sucedió buscando los remedios del caso. Remedios que, para la
ocasión, significan: juicio y castigo a los responsables de esos crímenes y
reparación real de las heridas sufridas (que no se limita a un cheque, lo cual
puede ser algo así como “comprar el silencio” de las víctimas).
El
recuento de las víctimas de desaparición forzada en el país arroja un total
que, dependiendo de las fuentes consultadas, oscila entre 32,000 y 50,000
personas (De Villagrán, 2004). En toda América Latina, donde también fue común
ese mecanismo de guerra contrainsurgente en las décadas pasadas, el número de
desaparecidos asciende a 108 mil personas (Ibídem), lo que indica que Guatemala
tiene el porcentaje más alto de desapariciones en América Latina.
La
desaparición forzada de personas es un delito de lesa humanidad; así lo consignaron por vez primera en la historia
los Juicios de Nüremberg[3],
en 1946, y posteriormente tanto la Asamblea General de Naciones Unidas, en
1992, como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la Organización de
Estados Americanos (OEA), en 1994. Como tal, es un delito imprescriptible.
En
Guatemala, al igual que en otros Estados latinoamericanos que durante la Guerra
Fría desarrollaron estrategias de guerra contrainsurgente amparados en la
Doctrina de Seguridad Nacional y combate al enemigo interno, la desaparición
forzada de personas jugó un papel de suma importancia. Sirvió para inmovilizar
a las poblaciones civiles, aterrorizándolas, enviándoles mensajes de control y
de inocultables llamados a la desmovilización.
En
concreto, y en el orden de lo psicosocial, la desaparición forzada de personas
es
un
acto de violencia extrema, cometido por agentes del Estado o por personas autorizadas
por éste, que se constituye a partir de la captura ilegal, el ocultamiento
deliberado de una persona y la consecuente pérdida de su presencia física (o
material), sin que exista la posibilidad de establecer con certeza las
circunstancias que determinan su “no presencia física”. Las condiciones de
persistencia e incertidumbre que la acompañan hacen de ella un sutil
instrumento de tortura con las consiguientes secuelas físicas y severas
alteraciones a nivel del psiquismo individual y colectivo. La práctica
sistemática de la desaparición forzada implica la alteración de los sistemas de
relaciones sociales y el implantamiento del terror. (De Villagrán, 2004:2).
En
Guatemala, específicamente en la ciudad capital, desde 1954 se presentaron
casos aislados de desaparición forzada de personas; el fenómeno creció
paulatinamente durante las décadas de los 60 y 70, llegando a su punto más alto
al inicio de la década de los 80. En ese momento, la represión se generalizó y
la desaparición forzada se extendió al área rural, que pasó a ser el principal
teatro de operaciones del conflicto armado.
En todos
los casos, los operativos urbanos tenían siempre el mismo patrón: los
realizaban grupos de tarea integrados por miembros activos de los diversos
cuerpos del ejército, de los cuerpos élites de la policía y/o por grupos
irregulares adscritos a las fuerzas de seguridad, compuestos por entre 4 y 15
hombres fuertemente armados, operando siempre en la clandestinidad. Generalmente
actuaban bajo el mando de un oficial del ejército vestido de civil, dependiendo
del lugar en que debía realizarse el operativo y de las expectativas que se
tuviera de capturar materiales o equipo. Los miembros de estos grupos se
movilizaban en vehículos particulares, en general sin placas identificadoras.
En todos los casos, actuaban con total impunidad, la misma que existe hoy día,
que se ha venido perpetuando en estos años y que la absolución del juicio del
general Ríos Montt podría terminar de coronar.
Una vez capturada
y ocultada la persona, su destino era totalmente incierto. Y en eso consistía
justamente el valor político-ideológico-cultural de este mecanismo: enviaba un
mensaje aterrorizador a la población. Está demostrado que la desaparición
física de alguien sin que se sepa fehacientemente qué sucedió con la víctima
posteriormente, produce alteraciones diversas en los allegados, que quedan en
una espera eterna. El mecanismo utilizado por las fuerzas de seguridad es
perverso: sirve para paralizar a la población dejando a los familiares y allegados
ante la imposibilidad de elaborar un duelo.
La
desaparición de un familiar/amigo/allegado es altamente nociva para la
psicología de quien queda en espera de saber lo acontecido. Los efectos
psicosociales son diversos; entre otros pueden citarse:
·
Alteraciones inmediatas a la
desaparición: en general, reacciones psicosomáticas de distinta intensidad.
·
Alteraciones en el mediano y largo
plazo: trastornos psicosomáticos crónicos, trastornos sensoperceptivos y
cognitivos tales como dificultades de concentración, inhibición de la actividad
intelectual y disminución general del rendimiento.
·
Alteraciones permanentes: diversos
cuadros afectivos que pueden ir desde la anestesia afectiva hasta la depresión
profunda; trastornos de aprendizaje; trastornos emocionales diversos (miedo,
angustia, impotencia, aislamiento, irritabilidad, pérdida de control,
sentimiento de culpa, desconfianza generalizada); alteraciones en la percepción
(desubicación espacio-temporal).
·
Muchos otros, algunos no descritos
y otros recién identificados.
En
definitiva, la desaparición forzada produce una variedad de síntomas emocionales
y cognitivos que inhiben a los directamente ligados con el desaparecido, produciendo
una conducta de miedo y consecuente apatía por los problemas colectivos.
Abordar la
problemática creada por las atrocidades sufridas implica una serie amplia de
acciones: intervenciones psicoterapéuticas puntuales en los casos en que así se
requiera, propuestas colectivas organizadas en demanda de esclarecimiento y
aplicación de justicia, recuperación y fortalecimiento de la conciencia
histórica y ciudadana y la demanda de respuestas consecuentes por parte del
Estado.
Entre las
recomendaciones dadas por la Comisión para el Esclarecimiento Histórico se
dice, en relación al capítulo de “Desaparición forzada”: “Que el Gobierno y el Organismo Judicial inicien a la mayor brevedad
investigaciones sobre todas las desapariciones forzadas, para aclarar el
paradero de los desaparecidos” (CEH, 1998:32).
Dado que la estrategia contrainsurgente de desaparición forzada de
personas contempla la clandestinidad y la secretividad, reconstruir lo
acontecido implica investigar hechos fragmentarios y dispersos que requieren de
meticulosidad y paciencia, tal como el armado de un rompecabezas. Pero la tarea
se complica, porque aquí siempre faltan piezas.
Hacer ese seguimiento no es fácil; se trata de una búsqueda
detectivesca donde casi no hay pistas. Algunas de las estructuras y mecanismos
funcionales a esa secretividad no han sido desmantelados y, en muchos casos,
aún se esconden al interior de los aparatos del Estado, dificultando su
inmediata remoción. Ninguna administración de las que ha habido desde la Firma
de la Paz ha querido/podido desarmar este complejo entramado. La estrategia de
las fuerzas estatales, orientada a no dejar pistas, dificulta avanzar en estos
intrincados laberintos.
Está claro que esas estrategias funcionaron a la perfección. Como
indicaba la Secretaría de la Paz durante el período presidencial de Álvaro
Colom en su análisis sobre la autenticidad del Diario Militar:
Las
estructuras militares en el contexto del conflicto armado, no actuaron de
manera improvisada; siempre se dieron como parte de un plan que definía las
acciones a realizar y señalaba en qué momento debían cumplirse y contra
quiénes. Al relacionar lo que dice el Diario Militar y examinar los documentos
del AHPN, se hace evidente que las operaciones ejecutadas por las diferentes
unidades policiales, en especial la Brigada de Operaciones Especiales (BROE), DIT
y Cuarto Cuerpo, estaban subordinadas a órdenes emanadas del ejército. (…) Algunos de los casos documentados con
información proveniente del AHPN, evidencian que las fuerzas de seguridad del Estado
guatemalteco habían estado elaborando, a lo largo de varios años -en ocasiones
hasta una década-, detallados expedientes de las personas que, a su criterio,
buscaban desestabilizar al régimen, con el fin de proceder en el momento que
consideraran oportuno y mediante operativos bien planificados, a su captura y
posterior eliminación (Secretaría de la Paz, 2011:134).
Tanto la maquinaria de gobierno al servicio de la estrategia
contrainsurgente, como la clandestinidad en que tuvieron lugar sus operaciones,
pavimentaron el camino para que hoy se haga tan difícil averiguar lo sucedido.
Y mucho más, por supuesto, para hacer justicia. Como una muestra, téngase en
cuenta lo declarado por el encargado de Relaciones Públicas de la Corte Suprema
de Justicia en mayo de 1984 en relación a los recursos de exhibición personal
interpuestos por la Comisión de Derechos Humanos de Guatemala (CDHG) “sólo
causan problemas a la Corte”
(Prensa Libre, 25 de mayo de 1984). Declaraciones como ésta permiten
apreciar cómo el sistema judicial funcionaba al servicio de la impunidad y no
de la justicia. Seguir manteniendo eso hoy día, dejando en el olvido el juicio
y condena al general Ríos Montt, o incluso amnistiándolo, es continuar
alimentando ese clima de impunidad, y por tanto, llamar a más violencia, a más
sufrimiento para la población guatemalteca, a más odio y resentimiento.
Estudiar qué sucedió, saber cómo es la historia, saber por qué estamos
como estamos, es lo único que puede permitir cambiar el curso de los
acontecimientos y buscar algún remedio a lo sucedido. Negar el pasado, disfrazarlo,
intentar olvidarlo no impide que la historia siga pesando. Las desapariciones
de personas durante nuestra guerra interna deben ser conocidas, analizadas,
debidamente procesadas y sancionadas, porque sin ningún lugar a dudas
constituyen crímenes de lesa humanidad.
Las desapariciones forzadas en Latinoamérica y en
Guatemala
Es
preciso enfatizar desde un inicio que se usa el término “desaparición forzada”
porque decir sólo “desapariciones” induce a confusión, puesto que así se llama
también a aquellas que no tienen lugar por motivos políticos de
contrainsurgencia. Hoy se escribe mucho sobre el tema tratando de sepultar el
problema no reconocido de las desapariciones forzadas.
Si fueron
“forzadas” es porque alguien, un grupo de poder determinado, se encargó que así
sucediera, lo cual confirma la existencia de una política específica sobre el
asunto. Y si hubo tal cosa, hay responsables de carne y hueso. ¿Puede premiarse
acaso con impunidad el haber llevado a cabo esa criminal política? De ninguna manera.
Por eso es importante para la “salud mental” de la sociedad guatemalteca
condenar esos atropellos, para lograr que nunca más puedan volver a cometerse.
Entre algunas de las prácticas
deshumanizantes que tuvieron lugar en esos trágicos años de nuestra historia,
la desaparición forzada de personas fue una estrategia que aún está presente en
la conciencia de la población, aterrorizando, sirviendo como una pedagogía de
la muerte y del silencio que todavía se hace sentir.
Los desaparecidos siguen siendo una de las heridas abiertas de la
sociedad que el final de las acciones bélicas, hace ya cerca de dos décadas, no
ha podido remediar. Valen al respecto las palabras de Lía Ricón:
Siguiendo la cita freudiana, lo
primero que se perdió en la sociedad con desaparecidos es “el modo como se
reglan los vínculos recíprocos entre los seres humanos”. La pertenencia a una
cultura, a un grupo humano cohesionado por una ley, nos incluye en un discurso
que determina los modos de relación de los seres humanos, supuestamente en la
cultura en la que vivíamos estábamos sujetos a una ley y había un organismo que
se ocupaba de hacerla cumplir. (…) [Los] aspectos defensivos y protectores se
pierden en el terrorismo de Estado. (…) Se pasa bruscamente a una estructura
social con leyes que no están en los códigos, con arbitrariedades por las que
no hay a quien protestar. (Ricón, 1992:78).
El recuento de las víctimas de
desaparición forzada en el país nunca podrá ser exacto por diversos motivos.
Hasta hoy y a pesar de múltiples esfuerzos, no existe un ente que haya sido
capaz de centralizar la información y cada organización de búsqueda y/o de
defensa de los derechos humanos tiene cifras diferentes; por otro lado, hay
muchas personas que no se han acercado a estas organizaciones a denunciar la
desaparición de sus seres queridos por miedo y desconfianza.
En Guatemala los datos sobre desapariciones forzadas arrojan un total
que oscila entre 32 mil y 50 mil personas. A ellas habría que sumar las
personas desaparecidas en hechos no registrados en los informes existentes, de
los que no hay cuantificación. También deberían agregarse las personas
aparecidas en los procesos de exhumación, que no habían sido reportadas.
Por todo ello se puede afirmar que el número de víctimas del conflicto
armado adolece de sub-registros. Investigadores como Patrick Ball, Paul Kobrak
y Herbert Spirer, puntales indispensables en este trabajo debido a su seriedad
y competencia profesional, lo dicen con claridad.
Según
recuerdan estos autores
En octubre de 1993, algunas de las organizaciones… [GAM, CONAVIGUA,
CERJ, CPR] se unieron a otros grupos de derechos humanos para formar la
Coordinadora Nacional de Derechos Humanos de Guatemala (CONADEHGUA). En 1996,
las organizaciones de la Coordinadora decidieron conjuntar la información que
cada una de ellas tenía sobre violaciones a los derechos humanos. La tarea fue
delegada al Centro Internacional para Investigaciones en Derechos Humanos
(CIIDH), por su experiencia en tratar el tema. Así, el Centro fue encomendado
para estructurar y analizar la información en una base de datos computarizada.
Esta designación se dio en el marco de las definiciones que CONADEHGUA
estableció para apoyar el trabajo de la Comisión de Esclarecimiento Histórico
(CEH). (…) [Pero] la base de datos del CIIDH no presenta un panorama completo
de la violencia en Guatemala. (Ball, Kobrak y Spirer, 1999:32).
El
Comité Internacional de la Cruz Roja cuenta también con una base de datos
disponible que se suma a los listados dispersos ya existentes. La abundancia de
datos dispersos impide un conteo exacto, envolviendo el problema en una
nebulosa que se presta a críticas y manipulaciones mal intencionadas.
En toda América Latina, donde
también fue común esa estrategia de guerra contrainsurgente en las décadas
pasadas e igualmente existe subregistro, el número de desaparecidos se calcula
que asciende a 108 mil personas, lo que indica que Guatemala tiene el
porcentaje más alto de desapariciones de toda la región.
En toda esta área geopolítica la
práctica de desaparición forzada de personas terminó por convertirse en una
estrategia estatal de la política contrainsurgente dominante, por supuesto no
declarada, pero eficaz. Numerosos países la utilizaron, por ejemplo: Argentina,
Bolivia, Brasil, Colombia, Chile, El Salvador, Haití, Honduras, México,
Paraguay, Perú y Uruguay.
Según estimaciones de organizaciones como FEDEFAM (Federación
Latinoamericana de Asociaciones de Familiares de Detenidos Desaparecidos),
Amnistía Internacional y diversos organismos de derechos humanos, en algo más
de veinte años (1966-1986) 90 mil personas en América Latina sufrieron
directamente los efectos de esta política.
Mapa 1. Desapariciones
forzadas en América Latina (1956-1996)
Elaboración de Felipe Juárez
De acuerdo a la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada
de Personas, aprobada por la OEA en Belem do Para, Brasil, en 1994,
se
considera Desaparición Forzada a la privación de la libertad a una o más
personas, cualquiera que fuera su forma, cometida por agentes del Estado o por
personas o grupos de personas que actúen con la autorización, el apoyo o la
aquiescencia del Estado, seguida de la falta de información o de la negativa a
reconocer dicha privación de libertad o de informar sobre el paradero de la
persona, con lo cual se impide el ejercicio de los recursos legales y de las garantías
procesarles pertinentes (OEA, 1994).
Por su parte, el Comité Internacional de la
Cruz Roja, en una consideración más amplia, incluye dentro de su programa
“Missing” una idea que va más allá de la desaparición forzada, y establece que
El
término personas desaparecidas debía interpretarse en un sentido más amplio.
Las personas desaparecidas o dadas por desaparecidas son aquellas de las que
los familiares están sin noticias y/o que han sido dadas por desaparecidas
sobre la base de información fiable. Una persona puede ser dada por
desaparecida en muchas circunstancias, como el desplazamiento, sea desplazados
internos, sea de refugiados, la muerte en acción durante un conflicto armado, o
la desaparición forzada o involuntaria (CICR, 2006).
En la ciudad de Guatemala, con el recrudecimiento de la represión
hacia fines de las décadas de los 60 y los 70, se produjo una enorme cantidad de
desapariciones. En los 80, si bien el fenómeno urbano no se extinguió, se
desplazó en buena medida hacia el área rural, que pasó a ser el principal
teatro de operaciones del conflicto armado. Los operativos rurales y los
urbanos tenían diferentes patrones; en zonas rurales, las desapariciones van
más unidas a las políticas de masacre, donde en un operativo se barría
completamente con toda una población, asesinándola, y eventualmente dejando
algún testigo para que relate lo sucedido. Los operativos urbanos se realizaban
por fuerzas de tarea que se movían coordinadamente en varios vehículos y hacían
desaparecer personas en forma selectiva, previo estudio e identificación al
detalle de las víctimas.
Organismos como la CEH, que estudiaron profundamente el tema de las
desapariciones forzadas, dejaron importantes recomendaciones encaminadas a
procesar las secuelas dejadas por las mismas. Entre otras cosas, se invita a
recuperar la memoria histórica y dignificar a las víctimas. Tal recomendación
sólo muy parcialmente ha sido tenida en cuenta; por parte del Estado no ha
habido investigaciones profundas. Han sido básicamente los esfuerzos de algunos
familiares de desaparecidos(as), de manera aislada o a través de las
organizaciones de búsqueda creadas específicamente con ese fin, quienes han
tomado la iniciativa logrando pequeños avances. Falta aún la investigación
sistemática promovida desde el Estado guatemalteco que permita conocer el
paradero de quienes fueron desaparecidos, contribuyendo a sanar las heridas aún
abiertas.
El fenómeno de la desaparición forzada de personas en Guatemala, dada
su masividad y la impunidad con que se realizó, puede entenderse sólo en
función de una matriz histórica de violación sistemática de los derechos
humanos, de una cultura de impunidad y de una apología de la violencia y de la
muerte que viene marcando a la sociedad desde hace siglos. Por eso, y no por un
espíritu revanchista, condenar a alguien de carne y hueso que represente esa
política tétrica, es un imperativo ético. Dejar las cosas en el olvido es
fomentar la impunidad, y por tanto llamar a nueva violencia.
Es evidente entonces que el ejercicio de esta terrible práctica no es
producto azaroso ni circunstancial, sino que forma parte de una muy
estructurada política pública. De ahí que, tanto las desapariciones forzadas de
personas como todo el arsenal de recursos utilizados en esta guerra sucia, si
no son debidamente analizadas, conocidas, revertidas, condenadas como prácticas
contrarias a las más elementales normas de convivencia y solidaridad, perpetúan
sus efectos en el tiempo creando un clima de zozobra y tensión social que hace
la vida un calvario.
En Guatemala, hoy por hoy, en muy buena medida la vida cotidiana tiene
mucho de calvario, con los climas de desconfianza paranoica que se viven,
alimentados generosamente por la explosión de delincuencia que nos envuelve,
con la cultura de violencia que lo permea todo y con los grados de impunidad
tan profundos que moldean la experiencia del diario vivir. De ahí que luchar
contra la impunidad tiene un efecto especialmente reparador, es un camino a la
sana convivencia, a la recuperación de la salud mental que se ha venido
deteriorando con la guerra interna y luego con los niveles de criminalidad tan
grandes que nos asolan.
El destino de los detenidos-desaparecidos
La desaparición forzada de personas no se hacía tanto por razones
prácticas para obtener información del “enemigo” sino que tenía, ante todo,
otras características. Entre ellas: es un mensaje político, una forma de
control social para paralizar a una población. Envía un terrible recordatorio
de lo que espera a quien tome un compromiso político-social, que levante la
voz, que ose tener una actitud crítica contra el estado de cosas.
Cuando ingresaba al circuito de la desaparición, el mundo perdía todo
contacto con él. Durante la detención clandestina era imposible seguir las
pistas de la persona secuestrada. Ningún recurso de exhibición personal lograba
adelantar alguna información, alguna pista conducente a saber qué había
sucedido.
Véase, al respecto, el más que elocuente Memorándum con que abrimos el
texto: “por ningún motivo hay que mostrar
el libro de control de detenidos a los jueces que vienen a practicar recurso de
exhibición personal de algún detenido”. Literalmente: “la tierra se los
había tragado”. Lo poco que se podía llegar a reconstruir era producto de las
escasas y fragmentarias informaciones que circulaban boca a boca entre
allegados al desaparecido (familiares, compañeros de la organización, amigos).
Hoy día, gracias en buena medida al
descubrimiento del Archivo de la Policía Nacional, se puede empezar a conocer
un poco más esta historia oculta. Pero de todos modos el rompecabezas sigue
siendo muy difícil de armar, por lo fragmentario de los datos, lo que puede
llevar a pensar que esa “confusión” de datos sueltos obedece a una política
trazada específicamente.
Y más aún: cuando se encontraban cadáveres de personas no
identificadas tanto en la vía pública como en “botaderos” específicos (zonas
descampadas, en general en las afueras de las ciudades), los mismos presentaban
laceraciones que complicaban o impedían la identificación (rostro desfigurado,
piel de las yemas de los dedos quemada o manos cortadas, cuerpos completamente
calcinados). Es más que obvio que allí había una política en juego con personas
responsables. ¿Por qué dejar eso en la impunidad, entonces?
Es difícil, cuando no imposible,
reconstruir con fidelidad los hechos que se sucedieron luego de cada
desaparición forzada. Lo cierto es que, pasadas ya más de tres décadas de ese
momento, son pocos los casos de personas que han reaparecido vivas. Y no
siempre aparecieron los cadáveres de quienes desaparecieron. Todo indica,
obviamente, que en su gran mayoría fueron ejecutados extrajudicialmente.
Incluso el Archivo Histórico de la Policía Nacional ayuda relativamente poco en
saber con exactitud qué sucedió: hay muy poca, casi ninguna información al
respecto.
Por otro lado, los archivos del ejército nunca fueron puestos a
disposición de la población, y como van las cosas, seguramente nunca se pondrán,
por lo que todo apunta a que se pretende seguir alimentando la impunidad, el
silencio, el mensaje aterrorizante: “el que se mete en babosadas (¿el que
piensa y es crítico?) corre riesgo”.
Las ejecuciones clandestinas (homicidios, lisa y llanamente,
realizados en el más total anonimato) no están asentadas en ningún lado. El
secretismo extremo las rodeaba y las sigue rodeando al día de hoy para
completar la idea de que una desaparición forzada implica la inexistencia o
negación del sujeto.
Lo que en la actualidad puede saberse a partir de algunos casos
estudiados es que, si los desaparecidos no morían en los centros de tortura,
eran ejecutados con lujo de violencia, con armas punzocortantes, ahorcados o
asesinados con armas de fuego. En algunos casos, los cadáveres con signos de
haber sufrido violencia extrema antes de la muerte, eran abandonados, como
arriba dijimos, en la vía pública o en ciertos sitios en la periferia de la
ciudad.
Ahora bien: si según los cálculos existentes (conservadores para más
de alguno) se dieron 45 mil desapariciones forzadas, ¿dónde fueron a parar
todos esos cuerpos?
Evidentemente hubo una política sistemática de ocultamiento de tanta
matanza. En algunos casos, los menos, esos cadáveres aparecían botados; pero en
su gran mayoría, no están. ¿Se los tragó la tierra?
En cierta forma: sí. El mismo
mecanismo de represión alentado desde el Estado contrainsurgente buscó borrar
toda evidencia de lo sucedido. Por lo pronto, una gran cantidad de cadáveres de
desparecidos no está, lo que hace presumir que esos cuerpos fueron arrojados al
mar y/o en el cráter de algún volcán. Y si efectivamente eso comenzó a hacerse
en algún momento, cuando la política se masificó y la cantidad de cadáveres se
hizo enorme, por razones de costo operativo se prefirió hacer lo más barato:
botarlos en fosas comunes clandestinas.
O igualmente, más tarde, aparecían
en lugares descampados en torno a las ciudades, careciendo siempre de
documentos de identificación, por lo que debían ser trasladados a las morgues
como “no identificados”, para posteriormente ser enterrados en cementerios
públicos como XX.
Oficialmente, por tanto, no había responsables. Era como que no
hubiese sucedido. De todos modos hoy, ya varios años después de terminado el
conflicto armado, la realización de exhumaciones ha dado como resultado el
hallazgo de una buena cantidad de restos de personas desaparecidas, lo cual
indica que sí, efectivamente, hubo planes bien trazados para llevar adelante
esa política. ¿Un Jefe de Estado podría desconocer eso acaso?
El informe de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico comenta
que uno de los aspectos
que
caracterizó las aprehensiones de las víctimas, de modo especial en las áreas
urbanas, fue el ocultamiento de la identidad de los autores en el momento de
practicarlas. Son numerosos los testimonios recibidos por la CEH donde se
reiteraba que los responsables actuaban disfrazados, encapuchados o cubriéndose
los rostros con pañuelos. Queda así descrita una forma de actuación, por parte
de los agentes del Estado, realizada no sólo con el propósito de garantizar la
impunidad del hecho, sino que además constituye uno de los primeros elementos
que perseguían: borrar el rastro del detenido (CEH, 1998:118).
Ante esta absoluta y cerrada secretividad, ante tamaña política de
impunidad, es muy difícil realizar una búsqueda efectiva de esos miles de
cuerpos desaparecidos. Lo fue en el momento mismo en que sucedían los hechos,
cuando arrecia la represión entre fines de los 70 y comienzos de los 80 del siglo
pasado. Y lo sigue siendo ahora. El Archivo Histórico de la Policía Nacional es
un instrumento útil en esta búsqueda, pero no garantiza resultados
contundentes, aunque posibilita hacer importantes seguimientos.
En mayo de 1999 apareció el
posteriormente denominado Diario Militar,
importantísimo eslabón para conocer los patrones y las dinámicas existentes al
interior de un centro clandestino de detención. A partir del contenido del Diario, se sabe que, aunque
clandestinos, existían registros pormenorizados de la captura y el destino de
los desaparecidos y que había un control detallado de su filiación política.
Como información relevante que puede otorgarnos, hacer saber que se
les mantenía vivos por poco tiempo y registra (por medio de códigos) las diferentes
causas de muerte. En relación a los pocos sobrevivientes, indica que algunos
fueron trasladados a bases militares del interior de la República y a otros
centros de detención clandestina, siendo contados los casos en que los
prisioneros fueron liberados. Curiosamente, según el Diario, sólo se consigna haber dado seguimiento a algunas personas
que fueron liberadas.
La CEH afirma que “los cadáveres de las víctimas eran arrojados a
ríos, lagos, al mar, sepultados en cementerios clandestinos, o se les
desfiguraba para impedir su identificación, mutilando sus partes, arrojándoles
ácidos, quemando o enterrando los cuerpos o sus despojos” (CEH, 1998:217).
Así, dentro del informe, se llega a realizar la afirmación siguiente:
Los
crematorios y cementerios clandestinos eran por lo tanto parte integrante de
los centros de interrogatorio, en la medida que era preciso deshacerse de las
personas torturadas y posteriormente ejecutadas. La disposición de cadáveres,
sobre todo en la escala masiva en que se mataba, era una medida de seguridad de
contrainsurgencia para tratar de evitar que se conociesen los suplicios y
asesinatos realizados en los centros de interrogatorio (CEH, 1998:220).
En la ciudad de Guatemala el cementerio La Verbena (público) ha
cumplido desde hace largo tiempo la tarea de enterrar a las personas no
identificadas; durante los años del conflicto armado esto se intensificó, pues
la cantidad de cadáveres abandonados creció en forma exponencial. Al día de hoy
se estima en varios miles la cantidad de desaparecidos enterrados como XX en
ese cementerio. Buena parte de esos cuerpos, o quizá la gran mayoría, podría
corresponder a los desaparecidos de décadas atrás. La recuperación de la
memoria histórica posible de hacerse a partir del Archivo Histórico de la
Policía Nacional podría llevarnos al cementerio de La Verbena como destino
final de más de alguna, o muchas, de las personas que se siguen buscando.
Según los estudios que sobre este cementerio ha venido realizando uno
de los equipos de antropología forense que ha trabajado por más largo tiempo en
el país, la Fundación de Antropología Forense de Guatemala -FAFG-, se podría
pensar que muchas de las personas desaparecidas fueron enterrados también como
XX en distintos cementerios municipales.
Si bien hace años que existen denuncias de las desapariciones y que
varias organizaciones de familiares de víctimas y defensoras de los derechos
humanos vienen trabajando en el esclarecimiento de qué pasó, la política
contrainsurgente que llevó a cabo el Estado ha buscado -y sigue buscando- la
mayor de las secretividades en el asunto, por lo que esa búsqueda se entorpece,
cuando no queda prácticamente bloqueada. Las investigaciones
antropológico-forenses pueden ser una inestimable ayuda en la iniciativa.
Conclusiones
· Teniendo en cuenta que la
desaparición forzada de personas fue una de las estrategias de control
político-social implementada durante el conflicto armado interno -junto a las
masacres con la política de “tierra arrasada” desarrollada básicamente en áreas
rurales, más la guerra psicológico-ideológica de gran envergadura que tuvo
lugar a nivel nacional por todos los medios masivos de comunicación- dejar todo
eso librado a una cuestionable Ley de Reconciliación Nacional que olvidaría
esas atrocidades para, perdonando todo, mirar hacia un “futuro nuevo” (como si
ello fuera posible acaso sin atender a la reparación de esos daños), es un
despropósito. En tal sentido tiene un valor altamente reparador para la
sociedad dañada en sus cimientos con todo esto el juicio (emblemático si se
quiere) de algún o algunos responsables de tanto sufrimiento.
· Enjuiciar limpiamente
-como ya se hizo en el año 2013- y condenar a una figura icónica de estos
planes represivos del Estado tal como es el general José Efraín Ríos Montt,
lejos de ser una “venganza” política como pretenden algunos sectores de
pensamiento conservador, tiene un alto poder reparador y justiciero, pues puede
volver a dar credibilidad en la institucionalidad estatal y en el sistema de
justicia (hondamente dañados el día de hoy), a la par que funciona como
reparación y dignificación de las víctimas civiles de la guerra interna.
· La desaparición forzada de
personas respondió a una estrategia estatal perfectamente organizada. Más aún,
obedeció a un plan continental donde, salvando algunas pequeñas diferencias
locales, los patrones de actuación se repitieron en todos los países del área
con casi similar organización, lo que permite concluir que no se trató de algo
sólo coyuntural y reactivo sino que fue un plan bien orquestado que buscó
efectos profundos a largo plazo. Las consecuencias de la estrategia de
desaparición forzada de personas son diversas, pero en todos los casos resultan
nocivas para las grandes mayorías populares. Los principales beneficiados de esta
política de “guerra irregular” o “guerra sucia” son los sectores dominantes,
que por su intermedio pudieron repeler los proyectos de transformación social
que cobraron auge con distintas expresiones de lucha popular en las décadas de
los 70 y los 80 del pasado siglo. Incluso los brazos operativos que hicieron el
trabajo propiamente dicho: fuerzas de seguridad del Estado y grupos conexos
(paramilitares, parapoliciales), si bien acrecentaron su cuota de poder (tanto
político como económico, constituyéndose en un poder sobredimensionado dentro
de la lógica del Estado al que servían y ganando porciones dentro de la
acumulación de riqueza en el concierto nacional junto a los grupos dominantes
tradicionales), finalizada la guerra interna terminaron desacreditados.
· En orden a enjuiciar y
castigar a los responsables directos de todas las atrocidades cometidas durante
la guerra interna, debe quedar claro que los ejecutores directos (para el caso
que nos ocupa: el ex Jefe de Estado general José Efraín Ríos Montt) tienen una
alta cuota de responsabilidad en lo sucedido, pero que con ellos no termina el
problema sino que a su vez, tras ellos, deben conocerse los verdaderos factores
de poder para quienes llevaron adelante esas políticas de represión de la
protesta popular.
· Los efectos de estas
estrategias tienen distintas aristas: a) fueron letales para 45 mil ciudadanos
guatemaltecos, de quienes nunca más se supo nada y que todo indica murieron al
poco tiempo de su desaparición. b) Fueron terriblemente conmocionantes para los
familiares y allegados directos de las personas desaparecidas, en quienes se
alteraron procesos de duelo normal ante el desaparecido, quedando en una
situación de espera eterna, sabiendo por un lado que lo más probable es que su
ser querido esté muerto pero albergando secretamente confusos sentimientos de
verlo reaparecer, todo lo cual produce un cuadro de confusión psicológica que
no cesa con el paso del tiempo. c) Creó una cultura de silencio y sumisión
profundamente enraizada en el colectivo social, donde se instalaron y
apropiaron mensajes de aceptación pasiva de la represión, terminando por
justificar las desapariciones con argumentos deshumanizantes, inhibidores de la
protesta social y provocadores de ruptura y falta de solidaridad en los tejidos
sociales, promoviendo actitudes individualistas: “si se los llevaron, por algo
sería”.
· Las consecuencias
colectivas de desinterés por lo político, de relajamiento de lazos sociales y
salidas individuales provocadas por las estrategias de desaparición forzada de
personas pavimentaron la posibilidad de establecer, algunos años después de
implementadas las campañas de desapariciones, planes económicos leoninos para
las mayorías sin mayores reacciones populares. Se trató, entonces, de una planificada
estrategia de guerra que con el empleo planificado de acciones que sirvieron
como “propaganda”, como promoción de un mensaje (freno al “comunismo
internacional que quería adueñarse de estas tierras”), estaban orientadas a
direccionar conductas colectivas en la búsqueda de objetivos de control social.
Ya desaparecidas, las personas corrieron suertes muy diversas. En algunos casos
se dieron procesos de “conversión”, es decir: militantes del campo popular y
revolucionario que fueran secuestrados por su ideario contestatario, luego de
ser sometidos a procesos de tortura abandonaron sus posiciones de lucha pasando
a sumarse a las fuerzas de la represión. Ello debe entenderse en el marco de
complejos procesos psicológicos. Es difícil hacer una equilibrada ponderación
de esos casos: ¿hasta dónde llegan los mecanismos de adaptación y sobrevivencia
y hasta dónde se pueden saltar barreras éticas? El presente estudio, que no
ahonda en esas temáticas, sólo indica que esa fue una posibilidad entre otras a
la que se enfrentaron los desaparecidos y, de hecho, se comprobó en una
cantidad de casos.
· Todo indica que la inmensa
mayoría de las personas desaparecidas fueron asesinadas. Por lo pronto,
algunas, muy pocas, aparecieron muertas al corto tiempo de su desaparición. Eso
era parte de la estrategia montada: dejar ver algunos cadáveres, en general con
signos de terribles torturas y con tiro de gracia, lo cual enviaba un elocuente
mensaje al colectivo social: “quien se mete en cuestiones políticas adversas al
estado de cosas, así le va”. El mensaje logró su objetivo: contribuyó a
desmovilizar toda la sociedad, que por aquellos años se encontraba en cierta
efervescencia político-social. Pero de la inmensa mayoría de desaparecidos/as
no hay ninguna información. Todas las hipótesis que se puedan tejer al respecto
llevan a lo mismo: los desaparecidos no fueron mantenidos vivos, siendo casi
imposible (por no decir absolutamente imposible) que estén hoy aún en situación
de detención clandestina, ni tampoco salieron al exilio fuera del país. Por lo
tanto, las conjeturas indican que fueron ajusticiados en forma ilegal. Lisa y
llanamente: asesinados en su gran mayoría.
· La búsqueda de las
personas desaparecidas se torna extremadamente difícil por una sumatoria de
razones, amparadas todas en la estrategia de base que fue el centro de esa
política: fue una práctica extrajudicial mantenida en el más cerrado
hermetismo. A partir de ello prácticamente no hay pistas valederas: existen muy
pocos archivos que puedan ayudar en la tarea (el de la Policía Nacional es el
más organizado, aportando valiosas informaciones pero no alcanzando de todos
modos para resolver todos los casos). Archivos militares no se han abierto, y
nada indica que se vaya a hacer en lo inmediato. La cantidad de cadáveres no identificados
encontrados en la época más álgida de la represión (1975-1985) fueron inhumados
como XX, y recién ahora, unas tres décadas después, comienzan a ser estudiados,
no asegurándose la posibilidad de identificación en todos los casos. Las
fuerzas que llevaron a cabo estos trabajos se cuidaron muy esmeradamente de no
dejar huellas, o dejarlas muy fragmentariamente, confundiendo así más aún la
posibilidad de seguirlas. La secretividad que marcó todo este capítulo de la
historia nacional no ha desaparecido: ello, entonces, sigue haciendo
tremendamente problemático buscar personas desaparecidas con reales
posibilidades de éxito, por la falta de registros y testigos.
· Las fuerzas estatales
negaron siempre sistemáticamente la comisión de desapariciones, más allá de
toda la inconmensurable prueba empírica que las desmiente. Eso crea una
situación de polaridad absoluta que aleja toda posibilidad de procesos
reconciliatorios en el seno de la sociedad. Tomando como modelo experiencias de
otros países, podría indicarse que una vía posible para comenzar a cambiar la
polaridad post guerra es ofrecer una amnistía general a quienes llevaron
adelante las políticas represivas a cambio de información precisa sobre el
paradero de los desaparecidos.
· La puesta en práctica de
la anterior recomendación no va a resolver los problemas estructurales que
siguen afectando a la sociedad guatemalteca y que prendieron la guerra en la
década de los 60, pero puede ser un importante camino para explorar vías
novedosas que bajen algo de la conflictividad social presente o, al menos, los
niveles de dolor que siguen padeciendo los sectores más afectados por el
conflicto armado.
· Hoy quizá se vaya tornando
cada vez más difícil seguir encontrando pistas concretas que lleven a resolver
casos de desapariciones forzadas en forma terminante. Se podrán encontrar,
quizá, algunas osamentas que, con las tecnologías que se dispone en la
actualidad (pruebas de ADN), se logren identificar. De todos modos, aunque sea
relativamente poco lo que pueda identificarse en las fosas clandestinas que se
exhumen, es siempre útil mantener estas búsquedas, porque ello alimenta una
memoria histórica que no se debe dejar morir, en el entendido que “olvidar la
historia abre la posibilidad de su repetición”.
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Revista de filosofía política y ayuda al desarrollo. Madrid, Julio 14 / N° 10.
____________
Ver
punto 11 del documento
Referencia archivística: GT PN 24-09-02 S001
Fecha de copia: 23/07/1980
Archivo Histórico de la Policía
Nacional
NOTAS
*
Material aparecido originalmente en la Revista “Análisis de la Realidad
Nacional”, del Instituto de Análisis de Problemas Nacionales -IPNUSAC- de la
Universidad de San Carlos de Guatemala, N° 65, enero de 2015.
[1] Los datos
con que se alimenta la presente investigación muchas veces difieren entre sí.
Esto se debe a que las fuentes consultadas, muy diversas por cierto, se
desarrollaron durante los mismos años de la represión, con las dificultades que
eso pudo haber traído, a lo que se suma la falta de una unificación y
sistematización rigurosa de todas ellas.
[2] Frase
popular interpretada como: “al que cuestiona, al que protesta o al que se mete
en política le puede ir muy mal”.
[3] En los procesos de Nüremberg se enjuició
el Decreto “Noche y Niebla”, puesto en marcha por el régimen nazi en 1941, el
cual estipulaba que las personas que amenazaran la
seguridad alemana en los territorios ocupados fuesen transportadas a Alemania,
donde sería ejecutadas, y para lograr el efecto intimidatorio deseado, se
prohibía entregar información alguna sobre su paradero. (Documento L-90 Volumen
7 de las actas de los procesos de Nüremberg).
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