La condición de beato es
el paso previo a ser considerado santo por la Iglesia católica, pero en su país
y en América Latina los pueblos hace mucho consideran a Óscar Arnulfo
Romero uno de los sacerdotes que no sólo dio de comer a los pobres, sino que
señaló las causas de esa pobreza en la injusticia y la explotación.
Iroel
Sánchez / La Pupila Insomne
Romero "demonizado" por la prensa de derecha. |
“Si le doy de comer a los
pobres, me dicen que soy un santo. Pero si pregunto por qué los pobres pasan
hambre y están tan mal, me dicen que soy un comunista”, decía el obispo
brasileño Hélder Cámara, uno de los pensadores de la Teología de la
liberación.
Por razones similares a
las expuestas por Cámara, el militar salvadoreño Roberto d’Aubuisson
-graduado de la Escuela de las Américas que EE.UU. operaba en la Zona del Canal
de Panamá- consideraba comunista al arzobispo de San Salvador Óscar Arnulfo
Romero y ordenó su asesinato.
Sumido su país en una
confrontación de la oligarquía apoyada por Washington contra su pueblo, Romero
no fue neutral. Optó por ser políticamente incorrecto y denunciar el mundo
donde “todo es explotación del hombre por el hombre”, donde mandan los que
“venden el justo por dinero y
al pobre por un par de sandalias; los que amontonan violencia y despojo en sus
palacios; los que aplastan a los pobres; los que hacen que se acerque un reino
de violencia, acostados en camas de marfil; los que juntan casa con casa y
anexionan campo a campo hasta ocupar todo el sitio y quedarse solos en el
país”.
Oscar Arnulfo Romero no
era un “nini”. Nunca igualó explotadores y explotados, ni dijo condenar por
igual al ejército y a la guerrilla, se posicionó frontalmente contra la
“violencia represiva” del ejército y tenía claramente identificadas a víctimas
y victimarios y las causas económicas y sociales de que unas estuvieran de un
lado y los otros frente a ellas. Un mes antes de caer baleado por un
francotirador en la Catedral de San San Salvador Óscar Arnulfo Romero recibió
el título de Doctor Honoris Causa de la Universidad de Lobaina, Bélgica, y
aprovechó para denunciar la causa de la persecución que acabaría con su vida:
“No se ha perseguido a cualquier sacerdote ni atacado a cualquier
institución. Se ha perseguido y atacado aquella parte de la Iglesia que se ha
puesto del lado del pueblo pobre y ha salido en su defensa.”
Para él estaba claro no
era una “persecución religiosa” sino clasista. Allí clamó contra “la
falsa universalización que termina siempre en connivencia con los poderosos“, el
“falso pacifismo” y “los falsos paternalismos aun eclesiales”:
“el mundo de los pobres nos enseña cómo ha de ser el amor
cristiano, que busca ciertamente la paz, pero desenmascara el falso pacifismo,
la resignación y la inactividad; que debe ser ciertamente gratuito pero debe
buscar la eficacia histórica.
“El mundo de los pobres nos enseña que la sublimidad del amor cristiano
debe pasar por la imperante necesidad de la justicia para las mayorías y no
debe rehuir la lucha honrada. El mundo de los pobres nos enseña que la
liberación llegará no sólo cuando los pobres sean puros destinatarios de los
beneficios de gobiernos o de la misma Iglesia, sino actores y protagonistas
ellos mismos de su lucha y de su liberación desenmascarando así la raíz última
de falsos paternalismos aun eclesiales.”
Semanas después del
asesinato de Romero, los ideólogos de la campaña presidencial que llevó al
poder en Estados Unidos a Ronald Reagan emitieron el Documento de
Santa Fe I. Allí se decía:
“La política exterior de Estados Unidos debe comenzar a enfrentar (y no
simplemente a reaccionar con posterioridad) la teología de la liberación tal
como es utilizada en América Latina por el clero de la teología de la
liberación. El papel de la Iglesia en América Latina es vital para el concepto
de libertad política. Lamentablemente las fuerzas marxistas-leninistas han
utilizado a la Iglesia como arma política contra la propiedad privada y el
sistema capitalista de producción, infiltrando la comunidad religiosa con ideas
que son menos cristianas que comunistas.”
En diciembre de 1980
cuatro monjas estadounidenses de la congregación Maryknoll de Nueva York fueron
violadas y asesinadas por la Guardia Nacional salvadoreña: Ita Ford,
Maureen Clarke, Dorothy Kazel y Jean Donovan, habían protegido a ciudadanos salvadoreño
del terrorismo de estado. La embajadora de Reagan en la ONU, Jeane
Kirkpatrick, las acusó de actividades subversivas.
Reagan atizó la represión
en El Salvador y en general toda la guerra sucia en Centroamérica, echó a andar
el Plan Irán Contras y si acusó a los religiosos que se pusieron del lado
de las causas populares en El Salvador de comunistas, a Cuba la definió como “estado
patrocinafor del terrorismo” por la misma razón, incluyéndola en una lista de
la que sólo ahora -más de treinta años después- será retirada.
En 1989, con George H.
Bush en la Casa Blanca, en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, en
Sal Salvador, seis sacerdotes jesuitas, junto a dos empleadas domésticas,
fueron asesinados por miembros del batallón Atlacatl creado por EE.UU. en la
Escuela de las Américas. Las víctimas: el rector Ignacio Ellacuría, el
vicerrector académico Ignacio Martín-Baró, Segundo Montes, director
del Instituto de Derechos Humanos de la UCA, Juan Ramón Moreno, director de la
Biblioteca de teología, el profesor de filosofía Amando López y los
salvadoreños Joaquín López y López (sacerdote y fundador de la
Universidad), Elba Ramos y Celina Ramos.
En 1990 se inició el
proceso de canonización de Monseñor Romero y luego de un largo proceso su
beatificación será proclamada este 23 de mayo en El Salvador. Al anunciar la
condición de beato de Monseñor Romero el Vaticano reconoció que hubo una
campaña de descrédito contra este, y que fue Benedicto XVI quien
desbloqueó el proceso poco antes de renunciar en 2012: “la derecha
política, los embajadores salvadoreños ante la Santa Sede y algunos cardenales
le acusaban de ser comunista”, dijo el Presidente Pontificio Consejo para
la Familia y postulador de la causa de beatificación, Vinzenzo Paglia. Paglia
reconoció que “teníamos que esperar al primer Papa latinoamericano para
beatificar a Romero” en referencia al Papa Francisco.
El odio de las élites
salvadoreñas contra Monseñor Romero es tal que en junio de 2006, el entonces
presidente de El Salvador Elías Antonio Saca -que convirtió a su país en
el último de América Latina en tener relaciones diplomáticas con Cuba, tras
salir él de la presidencia- inauguró un monumento en honor a Roberto
d’Aubuisson.
Francisco no sólo ha
repetido la tradicional crítica de la Iglesia en el último siglo y medio a los
excesos del capitalismo sino que ha apuntado al corazón del sistema dominante
su dedo acusatorio:
“algunas personas continúan defendiendo las teorías del “trickle-down”,
que asumen que la concentración de la riqueza que se produce en el crecimiento
económico y en sus mercados, traerá inevitablemente mayor justicia e inclusión,
al aumentar tal riqueza y mejorar la vida de todos y la cohesión social. Dicha
opinión, que nunca ha sido confirmada por los datos, expresa una ingenua y
cruda fe en la bondad de los que concentran el poder económico y en la
eficiencia sacrosanta del sistema económico existente”.
Pero para la gran prensa
la noticia no es que el Papa diga eso sino que el Presidente de Cuba
-ratificando su condición de comunista- afirme después de escucharlo que
“si el Papa sigue hablando así estoy seguro de que yo terminaré rezando
nuevamente en la Iglesia”, en clara referencia, no a su pensamiento religioso
sino social. Para esos medios es el líder del Partido Comunista cubano, y no la
máxima autoridad de la Iglesia católica, la que ha cambiado su postura
sobre el capitalismo.
La condición de beato es
el paso previo a ser considerado santo por la Iglesia católica, pero en su país
y en América Latina los pueblos hace mucho consideran a Óscar Arnulfo
Romero uno de los sacerdotes que no sólo dio de comer a los pobres, sino que
señaló las causas de esa pobreza en la injusticia y la explotación.
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