La idea de que el mercado
libre surge ‘naturalmente’ (y su corolario que cualquier intervención estatal
sobre las relaciones de mercado es ‘artificial’) es falsa y peligrosa. La
realidad es que el mercado es una criatura del poder del estado. Los
arquitectos de la nueva generación de acuerdos comerciales lo saben bien.
Alejandro Nadal / LA JORNADA
Hoy se están negociando
en secreto los dos acuerdos comerciales más grandes de la historia del
neoliberalismo: el Acuerdo transpacífico de asociación económica (ATP) y la
Asociación transatlántica para el comercio y la inversión (ATCI). Son acuerdos
extraños porque después de la gran orgía de liberalización comercial de los
años noventa es difícil concebir qué más se puede hacer para “abrir las puertas
del libre comercio”. La retórica sobre “desatar las fuerzas del crecimiento
económico” se antoja anacrónica en el contexto de una globalización neoliberal
que desembocó en el estancamiento y la crisis. Y es que los nuevos acuerdos no
tienen casi nada que ver con el “libre comercio” y casi todo con el objetivo de
acrecentar y consolidar el poder de las corporaciones gigantes que dominan la
economía del planeta.
La separación entre poder
y política es hoy más clara que nunca. El poder de las grandes corporaciones es
real, mientras que la política se deja para asuntos más o menos secundarios de
la vida pública. Los partidos pueden o no debatir temas triviales, pero las
grandes corporaciones son las dueñas del poder y lo hacen sentir a través de su
control sobre sus espacios de rentabilidad en materia de salud, alimentación o
medio ambiente.
Datos de la Organización
Mundial de Comercio (OMC) revelan que el 80 por ciento de las importaciones de
Japón no tiene ningún gravamen arancelario. Para países como Malasia o Chile,
Francia o Perú, los datos arrojan un cuadro similar: los aranceles se
encuentran en niveles históricamente bajos. Es más, muchas barreras no
tradicionales también se eliminaron desde la Ronda Uruguay (1986-1994) y nadie
puede afirmar hoy que constituyen un obstáculo para el libre comercio.
Si la apertura comercial
ya es un hecho en los países de la cuenca del Pacífico y de Europa, ¿cuál es la
finalidad de estos nuevos tratados comerciales?
El objetivo debe verse no
en términos de eliminar obstáculos, sino en función de acrecentar el poderío de
las grandes corporaciones y empresas transnacionales que hoy son responsables
de una buena parte del flujo de intercambios comerciales internacionales. Esas
entidades son ejes de concentración de un poder que les permite orientar y
manipular espacios legislativos, así como servirse de organismos regulatorios
en el ejecutivo en muchos, por no decir todos los países del mundo.
Es importante recordar
que la crisis global no sólo afecta al sector financiero. La crisis afecta
tasas de rentabilidad y cubre con una nube de incertidumbre el futuro de
cualquier inversión en los sectores extractivos, manufacturas y servicios. Por
eso los nuevos acuerdos comerciales se concentran en capítulos relacionados con
la posibilidad de extender las rentas cuasi-monopólicas que les dan los altos
coeficientes de concentración en los mercados mundiales de todo tipo de
productos. Lo que realmente interesa a las empresas transnacionales que
promueven la nueva agenda de la liberalización comercial es permitir el
despliegue de su comportamiento estratégico.
El capítulo sobre
patentes del acuerdo del ATP permitirá extender la duración de patentes (más
allá de los veinte años que hoy se han acordado en casi todos los países) y
ampliar el ámbito de los objetos patentables. Esta extensión de los poderes
monopólicos que confieren las patentes tiene repercusiones graves sobre la
regulación en el sector salud, la alimentación y el medio ambiente. Además, los
abusos de las corporaciones se multiplicarán en materia laboral y en todo lo
que tenga que ver con su capacidad para mantener y extender sus rentas
monopólicas. Los nuevos acuerdos abrirán el camino a los cultivos transgénicos,
eliminarán regulaciones que estorban el fracking y quitarán obstáculos a la
especulación financiera.
Lo más importante en los
nuevos acuerdos tiene que ver con el espacio extra judicial que se abre a las
corporaciones. Éstas podrán demandar a gobiernos cuando sientan que alguna
medida o regulación afecta negativamente la rentabilidad de sus inversiones.
Esto recordará a los gobiernos quien manda. Definitivamente la democracia y el
mercado nacional no sólo no son aliados, sino que son enemigos.
La separación entre poder
y política es hoy más clara que nunca, como bien señala Zygmunt Bauman. Estamos
viendo nacer un nuevo tipo de estado diseñado para mejor servir a las grandes
corporaciones. Todo esto recuerda el análisis de Gramsci en sus Cuadernos de
la cárcel: “La crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo está
muriendo y lo nuevo no puede nacer: en este interregno aparece una gran
variedad de síntomas mórbidos”. Por eso en el interregno no hay espacio para
eso que llamamos democracia.
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