Si la conciencia del
cuidado y de nuestra responsabilidad colectiva por la Tierra y por nuestra
civilización triunfa, seguramente tendremos futuro todavía.
Leonardo Boff / Servicios Koinonia
Vivimos en la era de las
Grandes Trasformaciones. Entre tantas, destaco apenas dos: la primera en el
campo de la economía y la segunda en el campo de la conciencia.
La primera en la economía: empezó a partir de 1834
cuando se consolidó la revolución industrial en Inglaterra. Consiste en el paso
de una economía de mercado a una sociedad de mercado. El mercado
ha existido siempre en la historia de la humanidad, pero nunca una sociedad
solo de mercado. Esto quiere decir que la economía es lo que cuenta, todo lo
demás debe servirla.
El mercado que predomina
se rige por la competición y no por la cooperación. Lo que se busca es el
beneficio económico individual o corporativo y no el bien común de toda una
sociedad. Generalmente este beneficio se alcanza a costa de la devastación de
la naturaleza y de la creación perversa de desigualdades sociales.
Se dice que el mercado
debe ser libre y el estado es visto como su gran traba. La misión de este, en
realidad, es ordenar con leyes y normas la sociedad, también el campo económico
y coordinar la búsqueda del bien. La Gran Transformación postula un Estado
mínimo, limitado prácticamente a los asuntos ligados a la infraestructura de la
sociedad, al fisco y a la seguridad. Todo lo demás pertenece y es regulado por
el mercado.
Todo puede ser llevado al
mercado, como el agua potable, las semillas, los alimentos y hasta los órganos
humanos. Esta mercantilización ha penetrado en todos los sectores de la
sociedad: en la salud, la educación, el deporte, el mundo de las artes y del
entretenimiento y hasta en los grupos importantes de las religiones y de las
Iglesias con sus programas de TV y de radio.
Esta forma de organizar
la sociedad únicamente en torno a los intereses económicos del mercado ha
escindido a la humanidad de arriba abajo: se ha creado un foso enorme entre los
pocos ricos y los muchos pobres. Predomina una perversa injusticia social.
Simultáneamente se ha
creado también una inicua injusticia ecológica. En el afán de acumular
han sido explotados de forma predatoria bienes y recursos de la naturaleza, sin
ninguna limitación ni ningún respeto. Lo que se busca es un enriquecimiento
cada vez mayor para consumir más intensamente.
Esta voracidad ha
encontrado el límite de la propia Tierra. Esta ya no tiene todos los bienes y
servicios suficientes y renovables. No es un baúl sin fondo. Tal hecho
dificulta si no impide la reproducción del sistema productivista/capitalista.
Es su crisis.
Esa Transformación, por
su lógica interna, se está volviendo biocida, ecocida y geocida. La vida corre
peligro y la Tierra puede no querernos más sobre ella, porque somos demasiado
destructivos.
La segunda Gran
Transformación se está dando en el campo de la conciencia. A medida que crecen los
daños a la naturaleza que afectan a la calidad de vida, crece simultáneamente
la conciencia de que tales daños se deben en un 90% a la actividad
irresponsable e irracional de los seres humanos, más específicamente a la de
aquellas élites de poder económico político, cultural y mediático que se
constituyen en grandes corporaciones multilaterales y que han asumido los
rumbos del mundo.
Tenemos que hacer con
urgencia alguna cosa que interrumpa esta trayectoria hacia el precipicio. El
primer estudio global sobre el estado de la Tierra se hizo en 1972 y reveló que
la Tierra está enferma. La causa principal es el tipo de desarrollo que las
sociedades han asumido, que acaba sobrepasando los límites de soportabilidad de
la naturaleza y de la Tierra. Tenemos que producir, sí, para alimentar a la
humanidad, pero de otra manera, respetando los ritmos de la naturaleza y sus
límites, permitiendo que ella descanse y se rehaga. A eso se lo llamó desarrollo
humano sostenible y no solamente crecimiento material, medido por el PIB.
En nombre de esta
conciencia y de esta urgencia, surgió el principio responsabilidad (Hans
Jonas), el principio cuidado (Boff y otros), el principio
sostenibilidad (Informe Brundland), el principio cooperación
(Heisenberg/Wilson/Swimme), el principio prevención/precaución (Carta de
Río de Janeiro de 1992 de la ONU), el principio compasión
(Schoppenhauer/Dalai Lama) y el principio Tierra (Lovelock y Evo
Morales), entendida ésta como un superorganismo vivo, siempre apto para
producir vida.
La reflexión ecológica se
ha vuelto compleja. No se puede reducir solamente a la preservación del medio
ambiente. La totalidad del sistema mundo está en juego. Así ha surgido una
ecología ambiental que tiene como meta la calidad de vida; una ecología social
que busca un modo de vida sostenible (producción, distribución, consumo y
tratamiento de los residuos); una ecología mental que se propone
criticar prejuicios y visiones del mundo hostiles a la vida y formular un nuevo
diseño de civilización, a base de principios y valores para una nueva forma
de habitar la Casa Común; y finalmente una ecología integral que se da
cuenta de que la Tierra es parte de un universo en evolución y que debemos
vivir en armonía con el Todo, uno, complejo y cargado de propósito. De esto
resulta la paz.
Entonces se vuelve claro
que la ecología más que una técnica de administración de bienes y servicios
escasos es un arte, una nueva forma de relación con la naturaleza y con la
Tierra.
Por todas partes del
mundo han surgido movimientos, instituciones, organismos, ONGs, centros de
investigación que se proponen cuidar la Tierra, especialmente los seres vivos.
Si la conciencia del
cuidado y de nuestra responsabilidad colectiva por la Tierra y por nuestra
civilización triunfa, seguramente tendremos futuro todavía.
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