Los acontecimientos que
se están viviendo en estos momentos en la tierra del quetzal dan una esperanza,
pues abren la posibilidad de mostrar que política es “gente levantando la voz”,
protestando por sus derechos vulnerados, tomando parte real en los asuntos que
le conciernen. Quizá esa es la única manera de hacer política: abriendo los
ojos y yendo más allá de las mentiras institucionalizadas.
Marcelo Colussi / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de
Guatemala
Estamos tan
acostumbrados a la mentira “oficializada” de los llamados políticos
profesionales que eso ya no nos sorprende. Es parte de la institucionalizada
explotación y manipulación que campea en las relaciones de poder. “Construiremos un puente”, dijo
exultante algún candidato en campaña; “pero…,
aquí no hay río, doctor”, le indicaron por lo bajo. “Entonces… ¡construiremos un río!”. La mentira es parte sustancial
de la profesión de “político”.
Inmediatamente,
entonces, debe aclararse qué entender por política. Tal como están las cosas,
vale la sarcástica definición de Paul Valéry: “Es el arte de impedir que la gente se entrometa en lo que realmente le
atañe”. Y deberíamos agregar: “haciéndole creer que decide algo”. La
política en manos de una casta profesional de políticos termina siendo en
muchos casos (¿en todos?) una perversa expresión de manipulación de los grupos
de poder, lo cual no tiene nada que ver con la repetida idea de democracia, de
gobierno del pueblo y rimbombantes palabras que no se cree nadie. Aunque
votemos cada cierto tiempo, las reales relaciones de poder van por otro lado,
no se deciden en una urna.
¡Pero política es mucho
más, infinitamente más que esa descarada mentira!
En Guatemala, en estos
últimos días, asistimos a una rica lección al respecto. La población,
históricamente manipulada de forma inmisericorde, tratada como tonta,
despreciada por los factores de poder… ¡reaccionó! Luego de empezar a
movilizarse contra la corrupción en días pasados, este fin de semana abucheó y
le dijo “no” en un mitin al candidato que encabeza las encuestas: Miguel
Baldizón. Y por allí apareció un cartel sumamente significativo en una de estas
marchas: “Mi huevo te toca”**. Valen ahí palabras de Abraham Lincoln: “Puedes
engañar a todo el mundo algún tiempo. Puedes engañar a algunos todo el tiempo.
Pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo”. Somos tontos y nos embaucan…, pero hay límites.
Más allá que sea
altamente posible que toda la protesta cívica en marcha pueda tratarse de una
“revolución de color” más de las que viene realizando la Casa Blanca en
distintas partes del mundo como formas de supuesta movilización ciudadana ante
gobiernos o circunstancias indeseables (indeseables para la lógica imperial de
Washington, por supuesto)*, existe
hoy en el país una reacción espontánea a los insoportables grados de corrupción
que alcanzó el actual gobierno de Otto Pérez Molina. Protesta muy amplia, no
clasista en principio, basada en una reacción ante las mafias enquistadas en el
Estado, sin más proyecto que la visceral cólera ante los robos descarados que
acaban de salir a la luz pública, pero conocidos desde largo tiempo atrás.
Sin dudas, las fuerzas
de la derecha (el alto empresariado nucleado en el CACIF y la omnipotente
Embajada –de Washington, claro está–) buscarán a toda costa que ese descontento
popular no pase de la protesta por el chivo expiatorio del momento, para el
caso, la ahora ex vicepresidente Roxana Baldetti, y eventualmente –si no hay
más alternativa– del presidente. De todos modos, la masa (en buena medida capas
medias urbanas) salió a la calle y se ha abierto un escenario prometedor para
el campo popular (¿se sumarán otros sectores: campesinos, trabajadores varios,
estudiantes, explotados diversos por el sistema?). No es la revolución
socialista, obviamente, pero las cosas dan como para pensar en cambios más
profundos.
Es ahí donde vemos la
función que cumple esta casta de “políticos profesionales”. Las fuerzas de la
derecha, naturalmente conservadoras, buscarán a toda costa instalar el clima
electoral, porque ese es el reaseguro de la continuidad: cambiar algo para que
no cambie nada. ¿Votando y eligiendo un nuevo gobierno (Baldizón o quien fuere)
se moverá algo?
En realidad, no es
común hablar de político “profesional”; en todo caso, se habla de “político” a
secas, sobreentendiéndose con ello lo que está en juego: aquel que ejerce el
¿oficio? de hacer política como modo de vida. Con esto, la conciencia común no
se refiere al cuadro medio de la administración pública, a los funcionarios que
sí, efectivamente, mueven los mecanismos de la organización estatal (ese es el
nivel técnico) sino a la dirigencia de ese Estado: léase “puestos políticos de
los gobiernos” (miembros de los poderes legislativos, ministros y presidentes,
autoridades municipales en muchos casos, etc., etc., en general, cargos
electivos).
El político profesional
no es el ciudadano común que se involucra en los asuntos de la res publica (eso no pasa nunca en
nuestras democracias representativas, ¡no puede pasar nunca!) sino la persona
–generalmente varón, machismo mediante– que se dedica de tiempo completo a
moverse en el aparato de Estado, a administrar toda esa maquinaria conociendo
los vericuetos íntimos del poder político. La noción es moderna; nace en el
capitalismo europeo, en el Estado-nación moderno que crea el capitalismo
triunfante en la Europa post renacentista, y que hoy ya se ha extendido
globalmente como sinónimo de progreso y modernidad. Esta noción de “político”
tiene en la actualidad sus códigos propios, su historia, su identidad. Como
mínimo, y aunque suene a chistoso, tiene incluso identidad hasta en su
presentación formal: varón de mediana edad, o ya entrado en años –raramente
joven– en traje y corbata con pelo corto (tatuajes excluidos, por supuesto). Y
como la mujer ya ha ingresado también a este “oficio”, también tiene su
correspondiente look, su uniforme,
sus códigos: trajecito formal, tacones, pelo recogido.
La profesión ya se ha
globalizado, y con las adecuaciones del caso (también vale en algunos casos la
túnica o el traje típico de la región; el “traje y la corbata” son, en todo
caso, un emblema ideológico occidental) puede encontrársela en cualquier punto
del globo. Todo lo cual puede demostrar al menos dos cosas: por un lado, que
los vericuetos del poder y de las sociedades basadas en las diferencias de
clases, más o menos se repiten por igual en cualquier latitud (lo cual permite
ver que “la historia no ha terminado”
como altaneramente se anunció hace algún tiempo, que las luchas de clase siguen
marcando el ritmo). Y por otro, que las matrices dominantes en términos
ideológico-culturales vienen impuestas por el discurso dominante, en este caso,
la visión eurocéntrica, o capitalista, si se quiere decir de otra forma (léase:
el traje y la corbata, o… democracia representativa, formal, democracia de los
partidos políticos, resguardando a muerte la propiedad privada de los medios de
producción. ¡Eso es lo inmodificable!).
De esa cuenta,
“política”, como actividad civil, está desacreditada, abominada, denigrada –sin
mayores posibilidades de arreglo, por lo que se ve– puesto que la mentira que
encarna, cada vez es más insostenible (en Argentina, algunos años atrás, surgió
el lema “¡Que se vayan todos!” Ahora se repite en Guatemala. ¿No es eso un
formidable indicativo del hartazgo de las poblaciones ante tanta mentira? ¿Qué
significa, sino eso, el abucheo al candidato Baldizón?)
Cuando, por ejemplo, la
ideología dominante (la prensa comercial) dice de la movilización de un
determinado sector social, de una huelga, de una medida de fuerza, etc., que
eso es “político”, se encierra ahí una noción de qué entiende el sentido común
por actividad política: algo artero, mañoso, sucio, algo que conlleva una
agenda oculta non sancta. ¿Por qué?
Porque el sistema de partidos políticos y de profesionales de la política que
conocemos no puede llevar sino a eso: es el arte (quizá es excesivo llamarlo
así: quedémonos con práctica) que consiste en mantener el statu quo, mantener inalterable la estructura económico-social de
base, manejando (mejor aún: manipulando) las grandes masas. Dicho de otro modo:
es el discurso artero, mañoso, sucio, con agenda oculta. Es decir: la mentira
bien presentada.
En palabras de Zbigniew
Brzezinky, ideólogo estadounidense de la extrema derecha muy transparente en
sus declaraciones, dominador de los tanques de pensamiento neoconservadores: “el rumbo actual lo marca la suma de apoyo
individual de millones de ciudadanos incoordinados que caen fácilmente en el
radio de acción de personalidades magnéticas y atractivas [los políticos
profesionales], quienes explotan de modo
efectivo las técnicas más eficientes para manipular las emociones y controlar
la razón”. Si eso es la democracia… ¡que dios nos agarre confesados!
Es idea repetida hasta
el hartazgo que los males de la sociedad, las injusticias y penurias que sufren
las grandes mayorías, se deben a los políticos profesionales (léase:
funcionarios de Estado. Para el actual caso de Guatemala: la corrupta
vicepresidente Roxana Baldetti). Ahí es donde puede apreciarse con toda
claridad entonces la función social de la política profesional: pasan a ser el
“cortacircuitos” de las sociedades. Si se quiere expresarlo de otro modo: son
el “chivo expiatorio” de los poderes, de los verdaderos poderes, los que les
pagan sus campañas.
Aunque efectivamente
“se vayan todos”, tal como se pidió en Argentina, o se puede pedir ahora en
Guatemala, el sistema permanece. Ahí es entonces donde se ve el papel de
“protectores”, de tapón de la verdadera estructura subyacente del sistema que
juegan estos encorbatados y bien acicalados políticos.
Los políticos
profesionales, como grupo cerrado, como “gremio” profesional, en más de algún
caso, o en mucho casos, pueden ser despreciables (quizá más que otros gremios
que no juegan con los dineros públicos –nadie desprecia a los bomberos, ni a
las enfermeras ni a los arquitectos, por ejemplo–); pero no son ellos la fuente
de las injusticias. Si reparáramos con objetividad en las barrabasadas, las
incongruencias, los atropellos y estupideces sin par que dicen muchas veces
(¿casi siempre?) los políticos profesionales, podríamos creer que son “enfermos
mentales”. Invitarnos a comer mojarras de un lago contaminado luego de la
supuesta “limpieza” del mismo, tal como dijo la ahora ex vicepresidente Roxana
Baldetti, o querer hacernos creer que “el mundo ahora es un lugar más seguro”
porque se mató a Osama Bin Laden (la lista de atrocidades y atropellos podría
ocupar larguísimas páginas) son apenas algunos ejemplos de estas tropelías.
¿Son “enfermos mentales” estos agentes?
Sin dudas optar por
esta ¿profesión? deja ver que hay un dejo de “actitud psicopática” –si queremos
decirlo en clave psicopatológica– en quien elige ese “trabajo”. El “miente, miente, miente, que algo queda”
recomendado por el Ministro de Propaganda nazi Joseph Goebbels transparenta el
desprecio absoluto por el otro que se juega en la práctica política, entendida
de este modo tradicional. La psicopatía, dicho sea de paso, es eso: la
modalidad psicológica donde el otro de carne y hueso no es considerado un igual
sino un instrumento que sirve para alcanzar los fines propios. Es decir: falta
el sentimiento de culpa “normal”.
Lo dramático en todo
esto es que a partir de esa práctica específica del hecho político, de esa
forma peculiar que han ido tomando los partidos políticos en las democracias
representativas, la idea misma de política quedó desacreditada. Política, en
ese sentido, para el imaginario colectivo es sinónimo de desprestigio, de cosa
sucia, de actitud mafiosa. Pero la política no es sólo eso: puede ser también
–y esto es lo que hay que rescatar– la participación efectiva de la población
en los asuntos que le conciernen.
Los acontecimientos que
se están viviendo en estos momentos en la tierra del quetzal dan una esperanza,
pues abren la posibilidad de mostrar que política es “gente levantando la voz”,
protestando por sus derechos vulnerados, tomando parte real en los asuntos que
le conciernen. Quizá esa es la única manera de hacer política: abriendo los
ojos y yendo más allá de las mentiras institucionalizadas.
* Guatemaltequismo por decir “Ni por puta es tu turno (de ser
presidente)”.
** Estos movimientos “pro democracia”, supuestamente espontáneos, que se
han venido sucediendo estos últimos tiempos en diversas latitudes, no son, en
sentido estricto, movimientos populares, espontáneos, transformadores. Con las
diferencias del caso, todos tienen elementos comunes. Las llamadas revoluciones
de colores (revolución de las rosas en Georgia, revolución naranja en Ucrania,
revolución de los tulipanes en Kirguistán, revolución blanca en Bielorrusia,
revolución verde en Irán, revolución azafrán en Birmania, revolución de los
jazmines en Túnez, las Damas de Blanco en Cuba así como los “movimientos de
estudiantes democráticos antichavistas” en la República Bolivariana de
Venezuela, quizá la “Primavera árabe” en Medio Oriente) son fuerzas
supuestamente espontáneas que tienen siempre como objeto principal oponerse a
un gobierno o proyecto contrario a los intereses geoestratégicos de Estados
Unidos. ¿Algo similar podría estar pasando en Guatemala con estas marchas
anticorrupción?
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