La tendencia a la
disgregación se impuso sobre la unidad, como la que soñara Simón Bolívar. Hasta
en los nuevos Estados esa tendencia duró largamente, como en Ecuador, donde un
poderoso sector oligárquico pretendió el autonomismo de Guayaquil y contra la
Gran Colombia, incluso desde la proclama independentista de la ciudad el 9 de
Octubre de 1820.
Juan J. Paz y Miño Cepeda / El Telégrafo (Ecuador)
La República del
Ecuador acaba de celebrar el aniversario 193 de la Batalla del Pichincha,
ocurrida el 24 de mayo de 1822, con la cual culminó el proceso independentista
del país frente al coloniaje español.
En el contexto de la
América Latina que nacía en aquella época, la del Pichincha formó parte del
momento final de las independencias de la región, pues después siguieron las
batallas de Junín y Ayacucho (1924) con las que definitivamente se alcanzó la
soñada libertad en el continente. Sin embargo, continuaron como colonias Cuba y
Puerto Rico, que solo pudieron independizarse en 1898.
Hablamos de ‘proceso’
porque es necesario comprender que la independencia arrancó más de una década
antes, cuando a raíz de la invasión de Napoleón a España (1808) se formaron las
primeras Juntas de gobierno soberano, instaladas sucesivamente en varias
ciudades entre 1809 y 1811; estalló la revolución campesino-indígena en México
(1810), aunque fue Haití (1804) la primera en alcanzar la independencia.
A la época de las
Juntas seguirá la de proclamas independentistas y los precarios Estados
autónomos como el de Quito, creado por la Constitución del 15 de febrero de
1812. Continuará la fase heroica, de las sucesivas batallas por la
libertad.
Si bien el proceso
independentista fue encabezado por la clase de los criollos, provocó el
creciente apoyo de mestizos, indígenas y aún esclavos negros, de modo que no
fue un asunto de ‘blancos’. Los próceres y primeros patriotas fueron, además,
intelectuales y políticos forjados en el pensamiento ilustrado, que creían en
los principios de la soberanía del pueblo, la democracia y los derechos. Pero
durante las Juntas se mezclaron independentistas radicales, monarquistas,
simples autonomistas o quienes pensaban en monarquías criollas. De hecho, las
Juntas todavía reconocieron fidelidad al Rey, lo cual no pasó de ser una
actitud propia de la coyuntura.
A pesar de los triunfos
y de la conquista final de la libertad (que inauguró la lucha anticolonial en
el mundo) tampoco estaba claro el tipo de Estado a edificar. Pero América
Latina instaló repúblicas constitucionales y presidenciales (exceptuando
temporalmente a México, con un emperador). Además, a los próceres y patriotas
civiles siguieron los militares, de cuyas filas provinieron buena parte de los
primeros presidentes latinoamericanos.
La tendencia a la
disgregación se impuso sobre la unidad, como la que soñara Simón Bolívar. Hasta
en los nuevos Estados esa tendencia duró largamente, como en Ecuador, donde un
poderoso sector oligárquico pretendió el autonomismo de Guayaquil y contra la
Gran Colombia, incluso desde la proclama independentista de la ciudad el 9 de
Octubre de 1820.
Y lo más grave para la
historia posterior de América Latina fue que los independentistas, los
radicales ilustrados, los reformistas sociales, fueron apartados del poder,
pues este fue tomado por la oligarquía criolla, que se puso a edificar Estados
a su servicio, liquidando los ideales de la democracia y frustrando las
esperanzas populares.
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