El amor de monseñor Romero no se reduce
a un sentimiento caritativo, a un alivio de urgencias individuales, a una
actividad puramente paternalista. Se constituyó en una fuerza ética y profética
que interpeló a las estructuras indolentes e inhumanas promotoras de injusticia
y exclusión.
Carlos
Ayala Ramírez / ALAI
Monseñor Oscar Arnulfo Romero |
El lema de la campaña sobre la
beatificación de monseñor Romero, escogido por la jerarquía de la Iglesia
católica salvadoreña, es “Romero, mártir por amor”. El lema tiene un sentido
profundo, pero también conlleva un peligro. Como se sabe, uno de los riesgos
más graves de todos los valores universales —el amor no es la excepción— es que
su interpretación abstracta puede derivar fácilmente en algo vago, genérico y
puramente conceptual. Es el peligro de hablar del amor ideal sin hacer
referencia al amor real o, peor aún, enfatizar su carácter puramente formal
para eludir las exigencias concretas que demandaría una vida animada y
orientada por el amor, en un contexto donde este no solo parece irrelevante,
sino ajeno al mundo social, político, económico y cultural. De ahí que para
entender lo que puede significar monseñor Romero como mártir del amor, hay que
ver cómo era la realidad en la que desarrolló su ministerio y cuál fue su
reacción desde su profundo amor cristiano.
Según los Evangelios, el amor-modelo
está ejemplificado en la vida de Jesús de Nazaret. Es emblemático en este
sentido el conocido texto de Juan ubicado en el marco de un largo discurso de
despedida que dio Jesús a sus discípulos, donde se recogen algunos rasgos
fundamentales que han de recordar sus seguidores a lo largo de los tiempos para
ser fieles a él y a su proyecto: “Este es mi mandamiento: que se amen unos a
otros como yo los he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida
por los amigos”. Y en una ocasión, cuando se le pregunta a Jesús cuál es el
primero de todos los mandatos, él responde que el amor a Dios y al prójimo. Y
en coherencia con ello, su vida estuvo radicalmente animada por el amor.
Los relatos evangélicos nos dan
testimonio de una persona que era esencialmente un ser humano para los otros.
El Apóstol Pedro lo describe así: “Saben que Dios llenó de poder y Espíritu
Santo a Jesús de Nazaret, y que Jesús anduvo haciendo el bien y sanando a todos
los que sufrían bajo el poder del mal. Esto lo pudo hacer porque Dios estaba
con él”. La forma de amar de Jesús, pues, estuvo configurada por el Espíritu de
Dios y por la realidad de su pueblo, al que miraba como “ovejas sin pastor”.
Esto lo llevó a compadecerse de las muchedumbres hambrientas y desorientadas; a
rechazar que sus discípulos lo llamaran “maestro”, sino “amigo”; a sentir una
profunda tristeza ante la muerte de su amigo Lázaro. Y ese mismo modo de amar
lo lleva también a indignarse ante la dureza de corazón de quienes pasan de
largo ante el sufrimiento humano; lo lleva a desenmascarar a los que explotan
al pueblo en la esfera social o religiosa: ricos, escribas, fariseos,
sacerdotes o gobernantes. Por su forma de amar, amparó y devolvió dignidad a
los considerados inmorales; a los paganos y samaritanos, a las mujeres, niños y
enfermos; y a los pobres sin poder.
Ese amor-modelo, hecho realidad en la
vida de Jesús, es el que buscó concretar monseñor Romero en su propia historia.
Desde su fe profunda y a la luz de la palabra de Dios y del pensamiento social
de la Iglesia, habló de las consecuencias históricas del pecado en El Salvador,
que se presentan con rasgos muy trágicos y exigencias cristianas muy urgentes:
“Mortalidad infantil, falta de vivienda, problemas de salud, salarios de
hambre, desempleo, desnutrición, inestabilidad laboral”. La situación de
extrema pobreza generalizada, dijo, “adquiere, en la vida real, rostros muy
concretos en los que deberíamos reconocer los rasgos sufrientes de Cristo, que
nos cuestiona e interpela: rostros de niños golpeados por la pobreza desde
antes de nacer, rostros de jóvenes desorientados por no encontrar su lugar en
la sociedad, rostros de campesinos privados de tierra, rostros de obreros
frecuentemente mal pagados y con dificultades para organizarse, rostros de
subempleados y desempleados excluidos por modelos de desarrollo económico,
rostros de marginados y hacinados urbanos que carecen de lo fundamental frente
a la ostentación de la riqueza de otros, rostros de ancianos frecuentemente marginados
por la sociedad”.
Con respecto a la violencia represiva
del Estado, son bien conocidas sus palabras proféticas, que movieron el piso a
los que se denominaban cuerpos de seguridad: “Yo quisiera hacer un llamamiento
muy especial a los hombres del Ejército, y en concreto a las bases de la
Guardia Nacional, de la Policía, de los cuarteles. Hermanos, son de nuestro
mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos, y ante una orden de matar
que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: ‘No matar’”. Sin
duda, a monseñor Romero le impactó hondamente el sufrimiento del pueblo
salvadoreño; al sistema que lo provocaba lo calificó de “desorden espantoso”,
“pecado estructural escandaloso”, “imperio del infierno”. Formas recias para
señalar lo que produce la injusticia, la inequidad y la crueldad de la
violencia. Él consideraba que la Iglesia traicionaría su mismo amor a Dios y su
fidelidad al Evangelio si dejaba de ser defensora de los que en un momento
llamó “el Divino traspasado”. Y en coherencia con ese amor y esa fidelidad,
defendió, acompañó y se involucró con las víctimas de ese sufrimiento. Así fue
su forma de amar.
Ahora bien, el amor de monseñor Romero
no se reduce a un sentimiento caritativo, a un alivio de urgencias
individuales, a una actividad puramente paternalista. Se constituyó en una
fuerza ética y profética que interpeló a las estructuras indolentes e inhumanas
promotoras de injusticia y exclusión, e inspiró un modo de convivencia
fundamentado en el respeto a los derechos de los pobres, la indignación por el
daño injusto y la compasión ante el sufrimiento de las víctimas que llega hasta
las entrañas. Esa forma de amar desató el rechazo y el odio por parte de
quienes se sintieron cuestionados. Lo denigraron y lo amenazaron. Y en ese
contexto de muerte anunciada, Romero expresó en su último retiro espiritual:
“Mi otro temor es acerca de los riesgos de mi vida. Me cuesta aceptar una
muerte violenta que en estas circunstancias es muy posible (…) Las
circunstancias desconocidas se vivirán con la gracia de Dios. Él asistió a los
mártires y si es necesario, lo sentiré muy cerca al entregarle el último
suspiro. Pero más valioso que el momento de morir, es entregarla toda la vida y
vivir para él”.
Por todo ello, podemos afirmar que efectivamente
monseñor Romero fue un “mártir por amor”. Y desde la concreción histórica,
debemos decir que lo fue por amor a los pobres, al Evangelio, la verdad y la
justicia. Jon Sobrino lo resume en los siguientes términos: “Entre nosotros, el
ejemplo más preclaro de mártir es monseñor Romero. Se compadeció de un pueblo
de pobres, víctimas de la opresión de la injusticia y de la represión violenta.
Se puso a su servicio y los defendió de sus opresores, oligarquía, cuerpos de
seguridad, Fuerza Armada, escuadrones de la muerte, prensa mentirosa. Por eso,
sobre él cayó la difamación y la persecución. Se mantuvo fiel, fue asesinado y
resucitó en su pueblo. Muchos lo han llorado como se llora a un padre. Le
rezan, le hacen poesías y le dedican cantos. Y sigue derramando su espíritu.
Muchos ponen a producir lo que él fue”.
En un mundo indolente, esta forma de
amar se torna —hoy, como ayer— en uno de los mayores desafíos que tiene la
humanidad. Dicho en palabras de monseñor Romero: “Esta es la gran enfermedad
del mundo de hoy: no saber amar. Todo es egoísmo, todo es explotación del
hombre por el hombre. Todo es crueldad (…) todo es violencia (…) ¡Se hacen
tantas groserías de hermanos contra hermanos! Jesús, ¡cómo sufrirás al ver el
ambiente de nuestra patria de tantos crímenes y tantas crueldades! (…) Me
parece mirar a Cristo, entristecido, diciendo: “Y yo les había dicho que se
amaran como yo los amo’”.
- Carlos Ayala Ramírez es director de
radio YSUCA, El Salvador.
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