Hay otra apuesta posible en la Argentina. Es la de pensar la
democracia como una sociedad que se gobierna a sí misma, en la que los partidos
no son empresas o aventuras personales sino portadores de proyectos colectivos.
A la política como el reconocimiento de un bien público irreductible al magma
de las inclinaciones individuales.
Edgardo Mocca / Página12
La imposibilidad de reelección de Cristina Kirchner les da a las
próximas elecciones presidenciales una tonalidad particular. Entre las
múltiples facetas de esa particularidad está el hecho de que no existirá una
figura capaz de polarizar radicalmente el territorio político entre quienes la
apoyan y la rechazan; el impedimento constitucional tiene, visto así, un efecto
que modifica la geometría de la disputa, en el sentido de una mayor pluralidad
de candidaturas realmente competitivas y un mayor nivel de incertidumbre
respecto del resultado. Vuelve, de la mano de ese diagnóstico, un renovado
interés por los partidos políticos argentinos y se acentúa una suerte de
balance sobre su evolución en la última década y sus perspectivas de
desarrollo.
Una vasta literatura politológica da cuenta de las transformaciones
producidas en las últimas décadas en la naturaleza de los partidos políticos,
sus formatos organizativos, los discursos sobre los que se sostienen y la estructura
del sistema en el que “compiten”. Como ocurre siempre con las teorías sociales,
la descripción de los cambios está siempre asociada a su interpretación y su
valoración prescriptiva. Así, se afirma que los partidos políticos han ido
abandonando sus anclajes ideológicos en la dirección de un mayor pragmatismo;
que se han ido corriendo de los extremos programáticos para ocupar el “centro”
y desde allí convocar el apoyo de una población poco intensa y definida en sus
inclinaciones político-ideológicas. Se sostiene que, en consecuencia, el
sistema de partidos ha ido perdiendo polaridad ideológica. La descripción nos
habla también de un aumento de la tasa de “alternancia”, entendida por tal la
frecuencia con que partidos diferentes se suceden mutuamente en el gobierno.
Todos esos cambios, se interpreta, confluyen en la doble dirección de una mayor
“previsibilidad” de los gobiernos y una consiguiente mayor “estabilidad” de la
democracia. El trasfondo de esta prescriptiva es una filosofía política de cuño
liberal cuyo núcleo esencial es la desconfianza en el Estado, la sospecha de
que su fortalecimiento conlleva siempre la amenaza del autoritarismo y la
consiguiente exaltación de los derechos individuales como núcleo excluyente de
la vida política.
La época en la que se desarrolla este canon teórico como sentido común
dominante del pensamiento político coincide con la etapa civilizatoria abierta
en el mundo hace cuarenta años. Es la etapa de desarrollo y posterior triunfo
mundial de un nuevo paradigma económico, social, cultural y político que
nuestro tiempo reconoció con el ambiguo nombre de “globalización”. En lo
económico significa la hegemonía del capital financiero y un salto gigantesco
en la capacidad de reproducción mundial del capital. En lo social es el triunfo
contundente del capital frente al trabajo, el debilitamiento a escala mundial
del movimiento obrero. En lo cultural es la expansión del individualismo, la
erosión de las identidades propias de la sociedad industrial-salarial, el
crecimiento de las incertidumbres y la inestabilidad social, la centralidad
cultural del consumo y sus subproductos (la publicidad, la comunicación de
masas, la industria cultural).
En el terreno político, es la época de un doble movimiento
aparentemente paradójico: por un lado la afirmación de una oleada mundial de
avance democrático y caída de los autoritarismos; por otro la progresiva
pérdida de autonomía de la política respecto del poder económico que ha llegado
al punto de la colonización de la democracia parlamentaria por parte de los
grandes grupos empresarios. Hace poco se celebró el 40o aniversario de la caída
del autoritarismo portugués a través de la llamada Revolución de los Claveles.
En estas cuatro décadas cayeron sucesivamente los autoritarismos europeos en España,
Grecia y Chipre, los autoritarismos del Cono Sur de América hace tres décadas y
los de Europa Central de cuya fecha emblemática –la caída del Muro de Berlín–
se cumplirán pronto 20 años. Sin embargo, el balance democrático no puede
cerrarse de modo triunfalista; en estas horas los europeos votan en cada país
la representación en el parlamento regional en un clima que pronostica muy alta
abstención, el retroceso de los partidos paradigmáticos de la democracia
liberal de las últimas décadas y el auge de fuerzas cuestionadoras del sistema
en un arco que va desde una izquierda crítica de la socialdemocracia hasta las
variantes más radicales de la ultraderecha racista y la xenófoba. Es el fruto
de una visible rendición de los sistemas políticos a los dictados del poder
económico encarnado en la troika (Comisión Europea, Banco Central Europeo y
Fondo Monetario Internacional). La política –no solamente la europea– empieza a
marcar los límites de una evolución mundial que viene recogiendo críticas de
una amplitud de perspectivas filosóficas que va desde los análisis de
economistas que supieron pasar por la conducción de grandes organismos
internacionales hasta pronunciamientos eclesiásticos como el documento de los
obispos latinoamericanos de Aparecida o las más recientes intervenciones del
papa Bergoglio.
Hay quien sostiene que en el mundo no pasa nada importante. Que
estamos en el mismo punto que cuando cayó el sistema hegemonizado por la Unión
Soviética y cuando el neoliberalismo se convirtió en la verdad definitiva del
planeta; que solamente asistimos a dificultades circunstanciales del
capitalismo, vinculadas con esquemas “técnicos” particulares, fácilmente
corregibles. Y hay también quien considera que asistimos, por fin, a los
estertores finales del sistema. La discusión, en la que lógicamente participan
también interpretaciones más matizadas y críticas, no tiene solución en el
campo teórico: nadie puede dictaminar definitivamente acerca del curso futuro
de una situación como la que vivimos. La discusión es, en realidad, un
conflicto político y no un debate teórico. Son apuestas antagónicas y están en
la base misma de cualquier interpretación de la realidad por mucho que se
pretenda ocultarlas. De esa apuesta política está cargada la interpretación
dominante de la política, de los partidos y los regímenes. Cuando se dice que
la alternancia es mejor que el dominio prolongado de un partido, que el
acercamiento hacia el centro es mejor que la polarización ideológica, que los
partidos deben ser pragmáticos y no involucrarse en perspectivas ideologizadas,
que es una suerte para la estabilidad democrática que la militancia política no
exista, que la ausencia de pasiones políticas es un activo de la democracia,
entonces se está abogando de modo rotundo por una visión conservadora del
mundo; una concepción legítima como cualquier otra pero que no merece
revestirse, como de hecho lo hace, con la pompa de la “ciencia política”.
Dice esa “ciencia”, con mucha difusión mediática últimamente, que los
partidos se han debilitado durante esta década y que con el “fin del ciclo”
comenzará su reverdecimiento. Los epígonos “científicos” embellecen su
diagnóstico (su programa) con nobles alusiones a las instituciones, al
pluralismo, a la concordia y la tolerancia. Necesitados de un fantasma para
validar su apuesta acuden a la noción de “régimen”: creen ver en la política de
estos años una tendencia a la instalación de un “régimen autoritario”. Curioso
autoritarismo que soporta las más infames mentiras repetidas las veinticuatro horas
de todos los días (la última importante no dudó en involucrar al Papa, la
penúltima alude a un personaje que declaró en la Justicia a favor de Boudou y
ahora insinúa que el Gobierno lo amenaza sin explicar por qué). Pero la
invocación al autoritarismo es casi un reflejo condicionado en la legitimación
del neoliberalismo. Fue, como vimos, el derrumbe de los viejos autoritarismos
de diferente signo el telón de fondo sobre el que se desplegó la ofensiva
política neoliberal. La “nueva democracia” surgida de los escombros
autoritarios tenía (tiene) que ser de bajas calorías; puede llorar lágrimas de
cocodrilo sobre la desigualdad social pero tiene que abstenerse de cuestionar
el núcleo duro de la estructura que la sostiene y la reproduce. Al fin y al
cabo, el mecanismo de la legitimación del orden vigente estuvo siempre
vinculado (como magistralmente lo enseñó Albert Hirschman) con el recurso
retórico de dar por sentado, al mismo tiempo, que la transformación es
perjudicial, que es riesgosa y que es imposible. En los últimos años la
agitación del fantasma autoritario –inseparable de cualquier intento de cambio–
fue y sigue siendo su núcleo principal de la retórica reaccionaria. Mientras
tanto en nuestro país y en varios otros de nuestra región, la política de partidos
ha renacido porque han resurgido los conflictos silenciados durante el largo
período del consenso neoliberal.
Hay otra apuesta posible en la Argentina. Es la de pensar la
democracia como una sociedad que se gobierna a sí misma, en la que los partidos
no son empresas o aventuras personales sino portadores de proyectos colectivos.
A la política como el reconocimiento de un bien público irreductible al magma
de las inclinaciones individuales. Como una práctica sin la cual no hay
frontera alguna para la rapacidad, la explotación y la destrucción de la vida
en común. Es una apuesta para la que el cinismo político es el obstáculo
principal. Es la apuesta que ve en el autoritarismo de mercado el peligro
actual más importante para la democracia.
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