La venalidad es cuento antiguo en
nuestras pequeñas repúblicas. Es parte de la razón por la que, a principios del
siglo XX, despectivamente se nos calificó como Banana Republics. Y también hay
que aceptar que ella toca no solo a los más altos magistrados, sino que se encuentra
generalizada en todo el aparato del Estado.
Rafael
Cuevas Molina/Presidente AUNA-Costa Rica
Alfonso Portillo, expresidente de Guatemala. |
Al ex presidente de Guatemala,
Alfonso Portillo, más conocido como Pollo
ronco, acaban de condenarlo a cinco años de prisión en los Estados Unidos
por haber aceptado sobornos (o dádivas, como prefiera llamársele) del gobierno
de Taiwán, interesado en que el gobierno de Guatemala no le retirara el
reconocimiento que le brinda, junto a otros escasos 22 países del mundo, y que
lo hace ser un estado “con reconocimiento limitado”.
Dádivas similares recibió el ex
presidente de El Salvador, Francisco Flores , quien en este momento se encuentra
en “paradero desconocido”, buscado por la Interpol como cualquier delincuente.
Esos son los casos más recientes
de casos similares, pero en Costa Rica y Nicaragua, por ejemplo, ex presidentes
han ido a la cárcel o se les ha seguido juicios por aceptar sobornos de
compañías transnacionales de telefonía, equipamiento médico o infraestructura
vial.
No nos alcanza la memoria para recordar
si algún presidente de esta postergada y famélica región de América ha vivido
una vida que no sea de riqueza, lujo y prebendas después de dejar su cargo. Si
la corrupción es condenable, lo es más cuando el 55% la niñez menor de cinco
años es desnutrida, o el 18% de la población del país debe migrar en
condiciones deplorables, arriesgando su vida, para poder ganare la vida.
El abogado de Pollo ronco (digno sobrenombre de gánster para quien se lo merece),
solicitó clemencia para su cliente pues, dijo, ya había sufrido mucho él y su
familia, y está sinceramente arrepentido. Y claro que debe estar arrepentido,
pero de no haber tomado todas las medidas suficientes como para que no lo
atraparan. Seguramente sonreiría, tomándose un daiquirí al sol en alguna playa
dorada del Caribe, y no pensaría en el arrepentimiento sino en lo bien que le
habían salido las cosas en la vida.
El señor ex presidente fue, en su
juventud, un muchacho “de izquierdas”. Se indignó por la situación en la que
vive la mayoría de la gente de su país y hasta llegó a vivir en México en lo
que él catalogó como el exilio. Sabe en qué país vive, las ingentes necesidades
que tiene, lo mal que lo pasa la inmensa mayoría de la gente y, a pesar de eso,
robó. Esto es un agravante: no se trata de un vendedor de frutas del mercado
que apenas terminó la escuela primaria, como el narcotraficante costarricense El palidejo, cuya casa de lujo y los
muebles de nuevo rico fueron aireados al sol en la prensa costarricense.
Para ser justos, la venalidad es
cuento antiguo en nuestras pequeñas repúblicas. Es parte de la razón por la
que, a principios del siglo XX, despectivamente se nos calificó como Banana Republics. Y también hay que
aceptar que ella toca no solo a los más altos magistrados, sino que se encuentra
generalizada en todo el aparato del Estado. Muchos sacan su tajadita, su
“complemento del sueldo”. El clientelismo abona en esta dirección: el mejor
pago para el amigo, el colaborador en la campaña política, el tío o el primo es
darle un lugar en donde pueda hacer su capitalcito y arreglarse la vida.
La corrupción generalizada tiene
harta a la población; es una de las razones del desencanto con la política y
los políticos, de que las cosas se entraben siempre, que paguemos el doble o el
triple de lo que cuestan las obras que hace el gobierno.
Por eso, cuando asoma un Mujica
como el de Uruguay, parece extraterrestre y nadie se lo puede creer: “Algo debe
esconder ese tipo”, “es un idiota desubicado”. Verlo en su chacra rodeado de
perros cojos y vecinos irreverentes parece literatura, realismo mágico, y
pronto empiezan a escarbar para ver en dónde tiene guardados los millones y
cómo hacen para descubrir la mentira.
La mayor condena para todos esos
truhanes debería ser la repulsa popular. Algo así como el ostracismo al que se
condenaba en la Grecia antigua, pero eso no se logra. Está relativamente joven
aún, Portillo, y no sería raro verlo resucitando en la política en unos cuantos
años.
Nunca aprendemos.
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