Nada más reconfortante
que sentirse un “caribe puro”, como dice el Gabo; de haber crecido con los
olores, los sabores y los colores infinitos de esta región, de haber conocido
personajes tan maravillosos como ese anciano abakuá cubano que cuando le
pregunté si para ellos la revolución había sido negativa o positiva, me
contestó con su sabiduría milenaria: “Asere, todo lo que pasa es porque
sucede”…
Sergio Rodríguez Gelfenstein / Especial para Con Nuestra
América
Desde Caracas,
Venezuela
Durante mi reciente
visita a Argentina, una vez más se repitió un añejo debate con amigos de ese
país hermano. El tema de la diatriba rondó su duda acerca de si no es mejor
poner el énfasis de la integración regional en América del Sur a través de
Unasur, dejando en segundo plano el esfuerzo por la búsqueda del encuentro
latinoamericano y caribeño en Celac. Su argumento es que los “caribeños son
distintos” y eso podría retardar tal proceso. Les dije que para Venezuela eso
era imposible, que nuestra relación y vínculo con el Caribe era identitario,
por lo cual para nosotros el Caribe no es “una relación con…” sino una “parte
de…”.
Esto me llevó a
recordar una conferencia que dicté en Tapachula, Chiapas, en noviembre de 2002
y que fue publicado en la extraordinaria revista mexicana “Archipiélago”.
Ahí recordaba, que solo
en las primeras poco más de 200 páginas del libro de memorias de Gabriel García
Márquez titulado: “Vivir para contarla”,
hay 14 referencias a la identidad caribe, a la condición caribe, escrito con
minúscula como adjetivo que nos caracteriza y nos diferencia. Con su lenguaje
florido y caluroso en el cual una sola palabra sirve para mostrarnos el todo,
el Premio Nobel nos recuerda “nuestra
cultura caribe”, el “octubre caribe”, la ”poesía de la costa caribe”, nuestros
“paisanos caribe”, un “corazón caribe”, el “arte caribe” y para señalarnos la
sólida raíz de un personaje lo define como “un caribe puro”. No sólo la valía intelectual de García
Márquez pondera sus variadas menciones
de nuestro Caribe ahora con mayúscula, debe recordarse que el escritor es
colombiano, país que -al igual que la mayor parte de los centroamericanos-
desde hace solo algunas décadas ha comenzado a descubrir su identidad caribeña,
prueba es que Barranquilla, una de las ciudades colombianas más identificadas
con esta región es la capital del Departamento del Atlántico.
Al evocar sus ancestros
familiares y refiriéndose en particular a su abuelo, Gabo dice que: “La lengua
doméstica era la que sus abuelos habían traído de España a través de Venezuela
en el siglo anterior, revitalizada con localismos caribes, africanismos de
esclavos y retazos de la lengua guajira,
que iban filtrándose gota a gota en la nuestra”. Nada más descriptivo de lo que
somos, de lo que tenemos y de lo que debemos rescatar para que persevere en el
tiempo.
Los avatares de la vida
me han llevado a recorrer este Caribe nuestro en las islas, en Sudamérica, en
Centroamérica y en México. Desde Puerto Cabello, Venezuela, donde me crié,
hasta Santo Domingo en República Dominicana y Mayagüez en Puerto Rico, desde
Santiago de Cuba, hasta Mérida en Yucatán, México, desde Bluefields y Puerto
Cabezas (que hoy recuperó su nombre original Bilwi) en Nicaragua hasta Curazao,
desde Cartagena de Indias a San Salvador desde Panamá hasta Tapachula en
Chiapas, México.
Nada más reconfortante
que sentirse un “caribe puro”, como dice el Gabo; de haber crecido con los
olores, los sabores y los colores infinitos de esta región, de haber conocido
personajes tan maravillosos como ese anciano abakuá cubano que cuando le
pregunté si para ellos la revolución había sido negativa o positiva, me contestó
con su sabiduría milenaria: “Asere, todo lo que pasa es porque sucede”; o a
Laureano Mairena, el más valiente de todos los valientes que he conocido,
pintor de Solentiname en el Lago de Nicaragua, que se hizo guerrillero por
dignidad, jugaba con la muerte, se reía
de ella, la eludía una y mil veces hasta encontrarla de la manera más absurda en los días luminosos de los
primeros años de la Revolución Sandinista, y que me decía: “Sos jodido, pero
sos mi hermano”; o Don Luis y Doña
Epifania Gil, esa pareja de negros margariteños de Venezuela, quienes con más de 60 años, y yo
sólo con 9 o 10, me introdujeron en el amor de lo que García Márquez llama el
“béisbol caribe” en aquellos años en que alrededor de una radio nos
imaginábamos cómo era y cómo se practicaba el deporte, porque el estadio
quedaba muy lejos y aún no existían las transmisiones de televisión; o a Rafael
Cancel Miranda, con quien conversé en Cabo Rojo, un pequeño pueblo del rincón
sudoccidental de Puerto Rico, que estuvo 27 años preso en Estados Unidos por no
aceptar que su bella isla perteneciera como pertenece todavía a la potencia del
norte; o como Chuchú Martínez, ese Doctor en Matemáticas, piloto, soldado y
ayudante del General Torrijos, quien siempre me recomendaba que había que estar
vivo para poder participar en la próxima batalla.
En fin, personajes y
lugares de este Caribe nuestro donde se habla papiamento y creole, inglés
y francés, tzotzil y tzeltal, español y
holandés, miskito y maya, donde conviven los sistemas parlamentarios de los
países angloparlantes, los presidenciales de los de habla hispana, y donde hay
naciones en las que los partidos políticos se organizan a partir del origen
racial, región en la que aún tenemos ciudadanos de tercera porque como en
Puerto Rico no tienen derecho a elegir a su Presidente a sus representantes
ante el Congreso del país que por obra de una ley les dio su ciudadanía, una
región dueña de una cultura tan poderosa que ha parido cinco Premios Nobel de
Literatura, además del ya mencionado Gabriel García Márquez, colombiano, Miguel
Ángel Asturias, guatemalteco, Octavio Paz, mexicano, Derek Walcott de Santa
Lucía y V.S. Naipul de Trinidad.
Una región donde el
Paso de los Vientos separa la dignidad de Cuba de la triste miseria de Haití,
marcando lo que para unos es una
frontera ideológica, pero que tal vez
sea una señal de los que nos puede deparar un futuro desunidos a pesar de lo
cerca que estamos. O es que acaso olvidamos
que este mismo Haití del que hablamos fue el primer territorio libre del
Caribe y de nuestra América morena cuando un 1° de enero de 1804 los negros
declararon su libertad de la poderosa Francia y proclamaron que tal como lo
enunciaban los preceptos fundamentales enarbolados por la Revolución Francesa,
sobre la base de la solidaridad, la igualdad y la fraternidad desterraban para
siempre la esclavitud de la parte occidental de la isla de La Española.
¿Cómo podemos entender,
entonces, sino por el poder de las fuerzas retrógradas de la historia, que
asistamos impávidos al menosprecio con que son tratados los haitianos y otros
hermanos del Caribe cuando pretenden llegar al norte en búsqueda de un mejor horizonte para su
existencia? Pero, por circunstancias de la vida, la historia -al igual que ese
año de 1804- volvió a resucitar un 1º de enero, en 1959, para decirnos que la
dignidad no desaparece con el tiempo, que nuestra cultura y nuestras
tradiciones se mantienen vivas a pesar de todos los avatares de la historia.
Asimismo, el día inicial del año, en 2003, Luiz Inácio Lula da Silva, un hijo
humilde de Pernambuco en el nordeste brasileño –territorio caribe si nos atenemos
a esa definición ”estrictamente intelectual” de la que habla Antonio
Gaztambide- asumió las riendas del poder en el país más grande y más habitado
de Nuestra América.
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