El nombre del
Kirchnerismo, su impronta informal y desacartonadora de discursos y prácticas,
nos habilitó para volver a soñar con un país que habíamos perdido en medio del
desierto de una época caracterizada por las proclamas del fin de la historia y
la muerte de las ideologías e incluso de la política.
Ricardo Forster / Página12
Desplegando una política
audaz y a contrapelo de las hegemonías mundiales; subvirtiendo las “formas”
institucionales aprovechando el profundo descrédito en el que habían caído esas
mismas instituciones en el giro del siglo y en medio del estallido del 2001
para devolverles una legitimidad perdida; rescatando lenguajes y tradiciones
sobre las que el paso del tiempo y las garras de los vencedores habían dejado
sus marcas envenenadas; ejerciendo, con fuerza anticipatoria, una decisiva
reparación del pasado que habilitó, en un doble sentido, un camino de justicia
y una intensa querella interpretativa de ese mismo pasado que tan hondamente
había marcado un tiempo histórico rescatado del ostracismo, Néstor Kirchner
rediseñó, hacia atrás y hacia adelante, la travesía del país. Conmoción e
interpelación. Dos palabras para dar cuenta del impacto que en muchos de
nosotros provocó esa inesperada fisura de una historia que parecía destinada a
la reproducción eterna de nuestra inagotable barbarie. Ruptura, entonces, de lo
pensado y de lo conocido hasta ese discurso insólito que necesitaba encontrarse
con una materialidad histórica que, eso pensábamos, huía de retóricas del
engaño o la autoconmiseración. El kirchnerismo, ese nombre que se fue
pronunciando de a poco y no sin inquietudes, desequilibró lo que permanecía
equilibrado, removió lo que hacía resistencia, cuestionó lo que permanecía
incuestionable, aireó lo asfixiante de una realidad miasmática y, por sobre
todas las cosas, puso en marcha de nuevo la flecha de la historia.
Con pasiones que parecían
provenir de otros tiempos, los últimos años, en especial los abiertos a partir
de la disputa por la renta agraria en el 2008, han sido testigos de querellas
intelectual-políticas que obligaron a cada uno de sus participantes a tener que
tomar partido. Fue imposible sustraerse a la agitación de la época y a la
vigorosa interpelación que el kirchnerismo le formuló a la sociedad. La
política, con sus intensidades y sus desafíos, con sus formas muchas veces
opacas y otras luminosas, se instaló en el centro de la escena nacional para,
como hacia mucho que no sucedía, convocar a aquello que siempre estuvo en su
interior aunque pudiera, en ocasiones, quedar escondido por las hegemonías del
poder real: el litigio por la igualdad.
El kirchnerismo salió al
rescate de tradiciones y experiencias extraviadas corriendo la pesada lápida
que había caído sobre épocas en las que no resultaba nada sorprendente el
encuentro, siempre arduo y complejo, de la lengua política y los ideales
emancipadores, y al hacerlo desafió a una sociedad todavía incrédula que
sospechaba, otra vez, que le querían vender gato por liebre. En todo caso, hizo
imposible el reclamo de neutralidad o de distanciada perspectiva académica,
hizo saltar en mil pedazos la supuesta objetividad interpretativa o la
reclamada independencia periodística mostrando, una vez más, que cuando retorna
lo político como lenguaje de la reinvención democrática se acaban los consensos
vacíos y los llamados a la reconciliación fundados en el olvido histórico. Lo
que emerge, con fuerza desequilibrante, es la disputa por el sentido y la
irrevocable evidencia de las fuerzas en pugna.
El kirchnerismo vino a
sacudir y a enloquecer la historia. El impacto enorme de su impronta, de esa
invención a contracorriente formulada en mayo de 2003, sigue irradiando
alrededor nuestro y continúa definiendo el horizonte de nuestros conflictos y
posibilidades. Hoy, cuando nos acercamos a una encrucijada política compleja,
esta experiencia caudalosa y transgresora quiere ser reducida a una etapa ya
superada en nombre, una vez más, de la “unidad del movimiento”. Una unidad, lo
sabemos por experiencia histórica, que cuando se proclama y se impone acaba por
reducir al peronismo a fuerza conservadora. Cuando en el peronismo se habla de
englobar a todos los sectores, cuando se escucha aquello de que “finalmente
somos todos compañeros”, lo que se está diciendo sin decirlo es que se prepara,
una vez más, la pirueta que conduce al establishment y al status quo, el giro
que vuelve a depositarlo en el núcleo de la repetición. Hoy, y bajo distintos
nombres (suenan con sus diferencias los de ciertos gobernadores, esos que
siempre estuvieron lejos de kirchnerizar al peronismo de sus provincias, y, por
supuesto, los del nuevo heraldo del peronismo conservador y noventista que
viene del Tigre) se busca cerrar la anomalía iniciada en mayo de 2003.
De nuevo, y como un signo
de su historia zigzagueante, regresa una disputa que, eso hay que decirlo, no
dejó de acompañarlo, al menos, desde el conflicto de la 125 en la que una buena
parte del PJ confluyó con la corporación agromediática (el massismo es hijo de
esa confluencia). En esos días calientes en los que tantas cosas fueron puestas
sobre la mesa, y en los que los actores asumieron sus papeles en el drama de la
historia, el kirchnerismo encontró su nombre y su potencia, pudo darle palabras
a su desafío y a su proyecto. En esos días, también, algo inevitable volvería a
sacudir al peronismo. Hoy, cuando todo sigue estando en disputa y bajo la forma
del riesgo, regresa la amenaza de la restauración, pero no como una acción
extemporánea, venida de afuera, sino como la horadación que se precipita desde
el interior. No hay peor cuña que la que se hace con la astilla del mismo palo.
Por eso es imprescindible discutir críticamente el legado del propio peronismo,
no dejarlo desplegarse como si nada guardase de peligroso en su devenir
histórico y sospechando, siempre, de los cultores de la “unidad por sobre todas
las cosas”. No se trata de ir a la búsqueda de una pureza imposible y viscosa,
pero tampoco de ir con todos y con cualquiera con tal de preservar, sin
principios, el poder.
Lejos, muy lejos del
espíritu de lo fundado por Néstor Kirchner, se encuentra el diagrama de
aquellos que buscan concretar el final de un ciclo pronunciando otro nombre muy
diferente del que talló de manera inesperada lo mejor de un país que se
reencontró con una oportunidad que ya no alcanzaba siquiera a imaginar. Un
nombre novedoso y opuesto al de las corporaciones, surgido en la tierra de los
vientos sureños y que se extendió por el país, que tendrá que enfrentarse a sus
límites y contradicciones, a sus debilidades y a sus errores, pero que, sobre
todo, tendrá que profundizar el núcleo desafiante y novedoso que introdujo en
el interior de una sociedad desesperanzada. Y tendrá que hacerlo sin renunciar
a esa impronta, sabiendo que no es posible ni justo replegarse hacia una
política testimonial preparándose para otro tiempo más lejano que, cuando
supuestamente llegue, volverá a encontrar un país desolado por la inclemencia
de los poderes corporativos. Poderes que, como en otras épocas, no desaprovecharán
la oportunidad que aguardan con la glotonería de quienes están listos para
reconstruir su hegemonía. Pero también sabe, siempre lo ha sabido, que en el
drama de una historia que sigue buscando la igualdad nadie puede eludir las
impurezas y el barro. Las oportunidades de cambiar a favor de las mayorías
populares la trama de la sociedad son rarezas que no se pueden desaprovechar.
Sin garantías, como al comienzo de esta historia, el kirchnerismo, su nombre,
deberá seguir insistiendo.
Pocos, muy escasos,
acontecimientos políticos han despertado tantas polémicas, tantas querellas y
tantas pasiones como lo abierto por la irrupción de esta extraña figura
proveniente del sur patagónico. En Kirchner y, con una potencia duplicada por
el propio dramatismo de una muerte inesperada, en Cristina Fernández se ha
desplegado lo que pocos creían que podía volver a suceder en el interior de la
realidad argentina: la alquimia de voluntad, deseo, inteligencia y audacia para
torcer una historia que parecía sellada. El retorno, bajo las condiciones de
una particular y difícil época del país y del mundo, de la política como ideal
transformador y como eje del litigio por la igualdad. Ese es el punto de
inflexión, lo verdaderamente insoportable, para el poder real y tradicional,
que trajo el kirchnerismo: el corrimiento de los velos, el fin de las
impunidades materiales y simbólicas, la recuperación de palabras y conceptos
arrojados al tacho de los desperdicios por los triunfadores implacables del
capitalismo neoliberal y revitalizados por quienes, saliendo de un lugar
inverosímil, vinieron a interrumpir la marcha de los dueños de lo que parecía
ser el relato definitivo de la historia.
Kirchnerismo como el
nombre de una reparación, como el santo y seña de un giro que habilitó la
restitución de derechos y de memoria, pero también como el nombre de una
refundación de la política sacándola del vaciamiento y la desolación de los
noventa. Y haciéndolo de manera transgresora, pero no al modo de la
farandulesca, banal y prostibularia “transgresión” del menemismo, sino
quebrando el pacto ominoso de la clase política con las corporaciones, tocando
los resortes del poder y haciendo saltar los goznes de instituciones carcomidas
por la deslegitimación. Kirchnerismo como el nombre de una insólita demanda de
justicia en un país atravesado por la lógica del olvido y la impunidad.
El kirchnerismo, entonces
y a contrapelo de los vientos regresivos de la historia, como un giro de los
tiempos, como la trama de lo excepcional que vino a romper la lógica de la
continuidad. Raras y hasta insólitas las épocas que ofrecen el espectáculo de
la ruptura y de la mutación; raros los tiempos signados por la llegada
imprevista de quien viene a quebrar la inercia y a enloquecer a la propia
historia redefiniendo las formas de lo establecido y de lo aceptado. Extraña la
época que muestra que las formas eternas del poder sufren, también, la
embestida de lo inesperado, de aquello que abre una brecha en las filas
cerradas de lo inexorable que, en el giro del siglo pasado, llevaba la impronta
aparentemente insuperable del neoliberalismo.
Es ahí, en esa
encrucijada de la historia, en eso insólito que no podía suceder, donde se
inscribe el nombre del Kirchnerismo, un nombre de la dislocación, del
enloquecimiento y de lo a deshora. De ahí su extrañeza y hasta su
insoportabilidad para los dueños de las tierras y del capital que creían
clausurado de una vez y para siempre el tiempo de la reparación social y de la
disputa por la renta.
En el nombre del
Kirchnerismo se encierra el enigma de la historia, esa loca emergencia de lo
que parecía clausurado, de aquello que remitía a otros momentos que ya nada
tenían que ver, eso nos decían incansablemente, con nuestra contemporaneidad;
un enigma que nos ofrece la posibilidad de comprobar que nada está escrito de
una vez y para siempre y que, en ocasiones que suelen ser inesperadas, surge lo
que viene a inaugurar otro tiempo de la historia. El kirchnerismo, su nombre,
constituye esa reparación y esa inauguración de lo que parecía saldado en
nuestro país al ofrecernos la oportunidad de rehacer viejas tradiciones bajo
las demandas de lo nuevo de la época. Con él regresaron debates que permanecían
ausentes o que habían sido vaciados de contenido. Pudimos redescubrir la
cuestión social tan ninguneada e invisibilizada en los noventa; recogimos
conceptos extraviados o perdidos entre los libros guardados en los anaqueles
más lejanos de nuestras bibliotecas, volvimos a hablar de igualdad, de
distribución de la riqueza, del papel del Estado, de una Latinoamérica unida,
de justicia social, de capitalismo, de emancipación y de pueblo, abandonando
los eufemismos y las frases formateadas por los ideólogos del mercado.
Casi sin darnos cuenta, y
después de escuchar azorados el discurso del 25 de mayo de 2003, nos lanzamos
de lleno a algo que ya no se detuvo y que atraviesa los grandes debates
nacionales. El nombre del Kirchnerismo, su impronta informal y desacartonadora
de discursos y prácticas, nos habilitó para volver a soñar con un país que habíamos
perdido en medio del desierto de una época caracterizada por las proclamas del
fin de la historia y la muerte de las ideologías e incluso de la política.
Apertura de un tiempo capaz de sacudir la inercia de la repetición maldita, de
esa suerte de inexorabilidad sellada por el discurso de los dominadores. Pero
también un nombre para nombrar de nuevo a los invisibles, a los marginados, a
los humillados, a los ninguneados que, bajo sus banderas multicolores y sus
rostros y cuerpos diversos, se hicieron presentes para despedir a quien abrió
lo que parecía cerrado y clausurado en ese día en el que una generación se
sintió conmovida y atravesada por su propio 17 de octubre. Los otros del
sistema, los pobres y excluidos pero también los pueblos originarios, los habitantes
de la noche y los jóvenes de los suburbios y los que sintieron el despertar de
la pasión política, los migrantes latinoamericanos que se encontraron con sus
derechos y las minorías sexuales que se adentraron en un territorio de la
reparación. Ellos, fundamentalmente, le han dado su impronta transgresora al
nombre del kirchnerismo. Un nombre que no puede ni debe ser atrapado en la tela
de araña de la realpolitik ni ser apropiado por quién o quienes sólo buscan el
momento para devaluar lo conquistado haciendo regresar al peronismo a su etapa
conservadora. En ellos, con ellos y por ellos no se puede retroceder.
Extravagancias de una
historia nacida de lo inesperado y que se deslizó por una grieta mal cerrada
del muro de un país desguazado; que lo hizo para interpelarnos de un modo
excepcional y que parecía provenir de otros tiempos y de otros corazones pero
que se manifestaba en la encrucijada de un presente que pudo, gracias a su
aparición a deshora, desviarse de la ruta de la intemperie y la desolación para
dirigirse, con la intemperancia de lo inaudito, hacia la reconstrucción y la
reparación de una sociedad descreída que, por esos enigmas de la vida y de la
historia, se descubrió de nuevo alborozada por antiguas y nuevas militancias,
de esas que entrelazaron lo anacrónico y lo contemporáneo. Por eso el arduo y
apasionante desafío al que se enfrenta el kirchnerismo en esta hora histórica:
seguir conmoviendo el sentido común de una sociedad que nunca imaginó que
pudiera ser contemporánea de un giro histórico reparador de la injusticia y la
desigualdad o desembocar en la resignada aceptación de un fin de ciclo que se
materializaría en candidaturas que nada han tenido que ver con el ímpetu
rupturista de lo iniciado en mayo del 2003. El peligro de la regresión está
afuera y adentro. Nuestra responsabilidad, aquí y ahora, es seguir reafirmando
lo que ha significado y sigue significando el nombre del kirchnerismo.
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