El
machismo patriarcal sigue siendo una cruda realidad en nuestro país. Cambiar
esos patrones es un arduo trabajo donde deben coincidir diversos esfuerzos:
políticas públicas bien definidas, educación, acciones para romper mitos y
prejuicios. El abuso y la violación sexual son prácticas aún consideradas como
parte de una historia cultural tolerada.
Desde Ciudad de Guatemala
“158
niñas quedan embarazadas todos los días y no tienen ningún mecanismo
alternativo de educación”.
Justo Solórzano /
UNICEF
Situando el problema
Así
como la salud no es sólo la ausencia de enfermedad, de la misma manera la vida
no es sólo la ausencia de la muerte. Esto, que pudiera parecer un juego de
palabras, intenta mostrar que la calidad de vida es mucho más que permanecer
vivo en términos biológicos. Si tomamos al pie de la letra la ya clásica
definición de la salud como estado de bienestar en las esferas física,
psicológica y social, vemos que la calidad de vida se liga con fuerza
determinante a los factores psicosociales, que son los que, en definitiva,
ayudan/permiten el mantenimiento de la vida como hecho físico-químico.
Si
pese al monumental desarrollo científico-técnico actual el hambre sigue siendo
uno de los principales flagelos de la Humanidad, no caben dudas que los
factores no-biológicos tienen una importancia decisiva en todo esto, en la
calidad de vida, en el bienestar. Si por instinto comemos, y si hay un 40% más
de comida disponible en el mundo, no hay nada natural que explique el flagelo
del hambre, a no ser cuestiones netamente socio-políticas. La salud, por tanto,
no puede reducirse a un hecho meramente biológico: también es política.
De
la misma manera, reproducir la especie no es sólo procrear hijos. Eso último es
un hecho eminentemente biológico-natural, de orden “animal” podría decirse. El
cómo hacerlo (planificando, teniendo perspectiva de futuro, decidiendo en forma
conjunta varón y mujer, por medio de inseminación artificial, haciéndose cargo
de la crianza de los nuevos seres la pareja parental en forma responsable, las
modalidades culturales en que se enmarca todo ello, etc.) es también una
cuestión eminentemente psicosocial. Se presentifican ahí las ideologías
dominantes, los prejuicios, los juegos de poder, los valores éticos de una
sociedad, las variables personales de cada sujeto.
Todo
ello lleva a mostrar que la institución donde se da la procreación de la
especie es justamente eso: una institución, algo instituido, establecido,
codificado. No responde a un instinto primario. Por tanto, como código que es,
cambia, varía con el paso del tiempo, puede hacer crisis. Lo demuestra la
proliferación de formas matrimoniales: pareja monogámica, harem, matrimonio
homosexual, hijos extramatrimoniales, familia monoparental (madre o padre
soltero), patriarcado, matriarcado, etc. La reproducción como hecho biológico
es una cosa; el mundo simbólico que la entreteje es algo muy distinto.
¿Por
qué, por ejemplo, hay prohibición del incesto? Entre los animales no sucede
eso. Esto significa que todo lo humano está atravesado, transido, determinado
por hechos simbólicos. El puro instinto no alcanza para entender –ni para
actuar– sobre nuestra compleja y errática realidad.
Los
patrones patriarcales autoritarios siguen siendo la matriz que marca las
relaciones entre los géneros en distintas partes del mundo, y por cierto, de
modo muy acentuado en Guatemala. Las conductas sexuales están regidas en muy amplia
medida por esos esquemas. El machismo, con toda su cohorte de violencia y
ejercicio de poder asimétrico a favor del género masculino, es una cruda
realidad que signa nuestra cotidianeidad. El embarazo no deseado del que
finalmente tiene que hacerse cargo la mujer en condiciones de soledad y, en
muchos casos, precariedad, la violación, el incesto como algo frecuente, la
maternidad en soltería, los riesgos mortales que se siguen de prácticas
abortivas en situación de clandestinidad, los mitos y prejuicios
descalificadores que acompañan todo esto, están hondamente enraizados en
nuestra sociedad.
¿Por
qué ser “puto”, en ambientes masculinos –e incluso hasta femeninos– puede ser
encomiable, y ser “puta” es sinónimo de desprecio? Acaba de ser promulgada la ley
que fija el matrimonio en los 18 años como mínimo; sin dudas un avance en
términos sociales. Pero eso mismo muestra que hay aún un largo camino por
recorrer en el marco de todos estos prejuicios y tabúes ancestrales.
Cualquier cosa que le
sucede a un ser humano contra su voluntad tiene un valor traumático. Las
consecuencias de ese hecho dependen de varios factores: de la intensidad del
trauma, de las condiciones subjetivas de quien lo vive, de las circunstancias
en que el mismo tiene lugar. Lo cierto es que nunca pasa sin dejar marcas.
Históricamente, varones
y mujeres, ni bien estaban en condiciones de procrear, lo hacían. Desde hace
unos pocos siglos la complejización de la vida hace que para ser un adulto
normal integrado a la esfera productiva se necesita cada vez más preparación
(en ciertos círculos, muy limitados aún, ya se exigen post-grados
universitarios); de ahí que en la pubertad, cuando ya se está en edad
reproductiva, aún no se ingresó al mercado laboral. Para ello faltan aún varios
años; de ahí que hoy, en nuestro mundo marcado por la revolución
científico-tecnológica, la reproducción se va demorando cada vez más. En ese
sentido, hoy por hoy tener hijos en la adolescencia es un desatino. La sociedad
ha creado esto, y como somos esclavos de nuestro tiempo, es imposible alejarse
de esos determinantes.
Un embarazo sufrido en
la adolescencia sin haber sido deseado, sin planificarlo, y más aún en
situación de agresión en tanto producto de una violación, lo que menos puede
tener es placer, satisfacción. Es, en todo caso, un problema. La Organización
Mundial de la Salud –OMS– indica que el embarazo en la juventud es “aquella gestación que ocurre durante los
dos primeros años de edad ginecológica (edad ginecológica = edad de la
menarquía) y/o cuando la adolescente mantiene la total dependencia social y
económica de la familia parental” (Romero,S/F).
Embarazo como problema
Estamos, por tanto, ante
un problema con una triple dimensión. Problema, por un lado, a) para la mujer
joven que lo experimenta, por los riesgos a que puede verse sometida, tanto
físicos como psicológicos. Por otro lado, b) para el hijo que podrá nacer de
esa relación sexual (ser humano no deseado que llega al mundo en un contexto en
modo alguno amistoso, siendo producto de un hecho agresivo). Por último, c) un
problema para el todo social, en tanto reafirma la cultura machista y
patriarcal que coloca a las mujeres en situación de objeto, repitiendo así
patrones sociales de menosprecio y exclusión del género femenino a manos de un
poder masculino hegemónico, refrendado desde la institucionalidad del Estado e
incluso desde la autoridad moral de las iglesias.
El nacimiento de un niño
no deseado en una joven madre, de por sí tiene una serie de problemas conexos.
Pero si esa gestación es producto de una relación abusiva o violatoria, estamos
ante una verdadera catástrofe social. Dicho sea de paso: las catástrofes nunca
son naturales. Son sociales, en el más amplio sentido de la palabra, pues los
eventos de la naturaleza afectan según el desarrollo social de quien los
experimenta. ¿Por qué un embarazo, que debiera ser algo tan bello y sublime,
puede transformarse en una tragedia? No hay fuerza instintiva que lo explique.
En Guatemala,
lamentablemente, por una sumatoria de causas, muchas mujeres jóvenes de todos
los estratos sociales (insistamos particularmente en esto: de todos los
estratos sociales) quedan embarazadas como producto de una violación. Para
complejizar y amplificar más aún el trauma en juego, esas violaciones se dan en
un alto grado de casos (alrededor de un 80%) en el seno familiar, siendo un
varón cercano –familiar o amigo de la familia– quien la lleva a cabo.
Ello constituye un
círculo vicioso, porque esos embarazos tienen un peso psicosocial y cultural no
fácil de sobrellevar: se viven con culpa, como problema, siendo que los padres
biológicos en la gran mayoría de los casos constituyen parte del entorno
directo de la futura joven madre, lo cual se le aparece como un serio obstáculo
a la hora de denunciar o actual legalmente, por los sentimientos culpógenos que
vienen asociados.
¿Por qué ocurren estos embarazos forzados? Ello se
debe a una sumatoria de factores donde lo primero que destaca, sin duda, es la
cultura patriarcal dominante, que permite esa práctica, a lo que se suma la
carencia o debilidad de legislación en el asunto, más una notoria falta de
información, mitos y prejuicios, y el machismo como patrón “normalizado”.
Recordemos: ser “puto” (mujeriego) no es mal visto. Hacer hijos a diestra y
siniestra se ve como símbolo de hombría, de virilidad. A lo que habría que
sumar también, un factor subjetivo personal, psicopatológico incluso (¿todo
varón machista viola, o eso sólo lo realizan ciertos sujetos más “enfermos”?)
Que en un país muchas de sus niñas y jóvenes salgan
embarazadas como producto de prácticas de violencia de género y por una
tradicional cultura que lo tolera, no deja de ser un grave problema de salud
pública, un problema socio-epidemiológico. Es imperioso que las autoridades del
caso, que el Estado en tanto rector de la política en salud, comiencen a
remediar esto. Obviamente modificar ese estado de cosas no es fácil; pero hay
que dar algunos primeros pasos firmes para lograrlo. Pocos y pequeños si se
quiere, pero imprescindibles mirando el futuro.
Documentar los efectos nocivos de todo este proceso
de los embarazos no deseados en niñas y jóvenes tendría que ser una más de
tantas prioridades para las autoridades en salud, lo cual debería poder aportar
datos suficientes para generar cambios en las políticas públicas y las
legislaciones, tendientes a ir revirtiendo la situación actual. Por lo pronto
resalta como imprescindible no ocultar el problema e iniciar fuertes campañas
de educación sexual y una nueva visión de la salud reproductiva. Definitivamente,
en este campo hay mucho por hacer, partiendo por empezar a despejar prejuicios.
Durante la guerra en Bosnia el Papa Juan Pablo II
mandó una carta abierta a las mujeres que habían quedado embarazadas después de
ser violadas pidiéndoles explícitamente que no se practicaran un aborto y que
cambiaran la violación en “un acto de amor” haciendo a ese niño “carne de su
carne”. Seguramente no es eso lo que se necesita para abordar el problema en
términos de ciencia epidemiológica, en términos de política pública de salud.
Hacia
una visión alternativa del asunto
Guatemala, por desgracia, presenta datos
preocupantes en este campo. Según informes del Ministerio de Salud y Asistencia
Social, supera los 50,000 embarazos no deseados en niñas y adolescentes cada
año; de todos ellos, atendiendo a los perfiles culturales dominantes, puede
estimarse que un buen porcentaje se debe a prácticas violatorias. El ser un
tema tabú impide contar con datos fidedignos en la materia. De ahí la
importancia de realizar un pormenorizado estudio de la situación, para tener
elementos valederos con los que tomar medidas correctivas.
Todo esto va de la mano de temas necesariamente
ligados, pero siempre silenciados, como el incesto y el aborto, problemáticas
que se sabe que tienen lugar, pero de las que prácticamente no hay datos, mucho
menos políticas públicas eficientes y racionales que los aborden, más allá de
inspiraciones moralistas que guían los mitos en torno a este complejo y
prejuiciado ámbito.
Los daños que ocasiona
un embarazo no deseado producto de una violación en niñas y jóvenes son
numerosos y muy profundos. Amén de los daños físicos, la salud psicológica de
las niñas/jóvenes madres se afecta grandemente. De hecho, además de la
violación propiamente dicha, el embarazo también funciona en ese sentido como
un trauma, y cualquier trauma es, siempre y en cualquier contexto, un elemento
negativo, perturbador, que en la gran mayoría de los casos deja secuelas,
muchas veces crónicas.
Afecta la propia imagen,
puede producir una gama variada de sintomatología psicológica derivada:
ansiedad, trastornos psicosomáticos, sentimientos de culpa, eventualmente puede
disparar reacciones psicóticas, y en casos extremos puede llevar al suicidio.
Sin contar, por supuesto, con todas las enfermedades y trastornos de orden
biomédico que el mismo pueda traer aparejado, entre los que no se puede evitar
mencionar las enfermedades de transmisión sexual, en cuenta el VIH, la más
grave.
“Niñas
criando a otros niños” podría resumirse la figura a que da lugar este tipo de
embarazos. La magia maravillosa de la maternidad, de la reproducción de la
vida, el milagro perenne y siempre asombroso de la continuación de la especie
que se juega en cada alumbramiento, todo eso aquí no cuenta. En todo caso, estamos
ante un serio problema que afecta la salud mental de la joven madre, y por
consecuencia, trae efectos sobre el nuevo ser, e indirectamente, sobre la
sociedad toda. En tal sentido: es un problema social.
En
tanto no se lo vea como serio problema de salud de toda la comunidad, se podrá
seguir repitiendo, y con ello alimentando, la cultura machista y autoritaria.
De ahí que actuar sobre todo ello tiene un valor socio-político enorme: es un
granito de arena que se puede aportar para la construcción de una sociedad más
equilibrada y justa. Pero para ello se necesita conocimiento científico de
valía, lo cual se consigue solamente investigando a profundidad. Y es lo que,
por diversos motivos, no se hace.
La
Academia rehúye en cierta forma al tema, y los prejuicios nos siguen
envolviendo. Con motivo de la iniciativa de la posible legalización de la
marihuana a inicios de la administración de Otto Pérez Molina, la Revista
ContraPoder realizó una encuesta con 141 de los 158 diputados al Congreso de la
República (nunca hay quórum completo) preguntando por ese aspecto en
particular, agregando dos interrogantes más: el punto de vista de cada
legislador sobre la legalización del matrimonio homosexual y sobre la
legalización del aborto no-terapéutico. La respuesta a esta última pregunta fue
negativa en casi un cien por ciento. Pero según estudios consistentes
(Barillas:2013), Guatemala presenta uno de los índices de abortos ilegales más
altos en Latinoamérica. Evidentemente hay mucho que trabajar en esta materia, partiendo
por tener datos confiables, apuntando a destruir prejuicios y dobles discursos.
En
los países en vías de desarrollo como el nuestro en que niñez y adolescencia
tienen impresa la huella de la desnutrición expresada por tallas corporales que
no alcanzan los estándares establecidos internacionalmente y, aunado a ello,
viven hacinadas en paisajes de asentamientos carentes de los servicios
sanitarios básicos, su salud biológica y social están comprometidas para su
ideario de proyectos de vida a largo plazo, y por tanto su expectativa
(anhelos, proyectos) de vida está reducida. La salud social de esta niñez y
adolescencia no solo está comprometida en forma personal por la ubicación
geopolítica de su localidad; se ve agravada también por la situación económica
de las personas de las que depende, a la vez que complican la salud integral de
estos hijos al enmarcarlos en una religiosidad y política que les exigirá
valores que no podrán cumplir. El incesto en ciertos sectores marginalizados,
por ejemplo, es una práctica mucho más común de lo que el discurso oficial
admite (Zepeda e.a.:2005). De todos modos, de eso no se habla.
Una niña-púber que apenas
alcanzó el lindero de lo que más tarde sería una mujer adulta, se ve violada y
forzada a desarrollar un embarazo por el marco religioso, político y
socio-familiar impuesto. Hay en todo esto una normalización cultural que no ve
un especial problema en el asunto. El 34.32% de denuncias de guatemaltecos
abusados sexualmente en el primer semestre del año 2014 está dado por menores
de 13 años, y los victimarios en su mayoría son familiares, según declaraciones
de la Procuradora Adjunta de Derechos Humanos al medio de prensa La República,
Hilda Morales (PDH:2014). En el primer semestre de ese año se presentaron 4,205
denuncias de violaciones sexuales, de las cuales 1,216 corresponden a niñas y
227 a niños menores de 13 años. Por otro lado, siempre según los datos de la
Procuradora Adjunta, 33.7% de víctimas está en el rango de 14 y 18 años, lo que
revela que el 68.02% de personas abusadas son menores de edad (partiendo de la
base que no se denuncian todos los casos).
Por su parte, el Observatorio de
Salud Reproductiva (OSAR:2014) indica que de enero a noviembre de 2014 se
reportó un total de 71,000 embarazos en niñas y jóvenes entre 10 y 19 años; de
este porcentaje 5,119 corresponde a menores de 14 años. Uno de los problemas
visibles, según los datos, es la cantidad de menores de edad que anualmente se
convierten en madres. Las cifras detallaron que ese año 43 niñas de 10 años
resultaron embarazadas, así como otras 72 de 11 años; 213, de 12 años de edad;
1,104 de 13 y 3,687 de 14 años.
El
bienestar en tanto conjunto amalgamado de salud biológica, psicológica y
social, no existe en esta población en crecimiento a la etapa adulta. En la
salud psicológica de este grupo será fácil encontrar cuadros de depresión,
ansiedad, trastornos post traumáticos y tendencias suicidas entre otras
lesiones, por el desequilibrio entre lo que se quiere ser y lo que se tiene.
Es
deber del Estado la protección de la vida humana, cuidar y restaurar la salud
biológica, mejorar todas las condiciones de vida, llevar ante los tribunales de
justicia penal a los violadores sexuales con agravante de la pena cuando son
familiares. Por todo ello consideramos esencial modificar líneas políticas al
respecto; pero para eso se necesitan estudios serios y circunstanciados en
torno a la salud mental y las consecuencias en la salud biológica y social de
esta población joven que es abusada.
Cuáles
son las consecuencias de la pérdida de la salud mental tras la violación
sexual, cuáles son los cambios de los escenarios en los propósitos de vidas
violentadas sexualmente, cómo se vive un embarazo en esas condiciones, qué le
espera al niño fruto de esa relación traumática, cómo la salud mental en tanto
construcción social de toda una comunidad se ve afectada por esa demostración
de impunidad patriarcal: todo eso es una agenda pendiente que debe empezar a
ser cuestionada. Desde la Academia llamamos a los tomadores de decisiones del
área de salud a dar los pasos necesarios para comenzar a plantearnos seriamente
esta problemática nacional. Debemos dejar atrás mitos y prejuicios y empezar a
ver el problema con nuevos ojos.
____________
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* Material aparecido en la Revista Análisis de la Realidad Nacional, del
IPNUSAC, (Universidad de San Carlos de Guatemala), año 4, edición digital No.
86, diciembre de 2015, redactado a partir de la ponencia en el Primer
Congreso Jurídico de Derechos Humanos de las Mujeres, Guatemala, noviembre de
2015.
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