Esa
cultura del consumo a que dio lugar el capitalismo mercantil es insostenible,
más aún la basada en el petróleo. Al generarse artificialmente las necesidades,
eso no tiene fin. De ese modo, en función de ese modelo de desarrollo, el
planeta se está empezando a poner en serio riesgo, pues todo entra en la lógica
de la depredación, todo pasa a ser botín.
Marcelo
Colussi / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
La
actividad productiva del ser humano, imprescindible para su sobrevivencia,
modifica el medio ambiente. Esa es una característica distintiva básica que nos
diferencia de todo el reino animal: nuestro trabajo va creando un mundo nuevo,
“artificial” podría decirse: desde la primera piedra afilada por el Homo Habilis hace dos millones y medio
de años hasta las estaciones espaciales que circundan el planeta, ese proceso
nunca se ha detenido, y no se ven motivos para que suceda.
La
productividad humana crece; eso siempre ha sido así, y sumado a los cambios que
experimenta el clima a lo largo de los años, de los siglos o de los milenios,
el medio ambiente en que nos movemos como especie sufre modificaciones a las
que debemos ir adecuándonos.
Pero
algo está sucediendo desde hace un par de siglos, que no puede explicarse solo
por razones naturales. En estos últimos 200 años los cambios en el clima han
sido abrumadoramente dramáticos. Todas las evidencias científicas así lo atestiguan.
Catástrofes
derivadas de la obtención de recursos necesarios para la vida no son nuevas en
nuestra historia; el agotamiento de selvas o de tierras cultivables por la
sobre-explotación marcan el paso del Ser Humano por el planeta (pensemos en el
agotamiento de la gran cultura maya en nuestras tierras, por ejemplo). Sin
embargo, desde que entra en escena el capitalismo con su Revolución Industrial,
la producción cambió radicalmente: se empezó a producir no sólo para satisfacer
necesidades sino, ante todo, para vender, para obtener lucro económico. En
otros términos: se comenzaron a “inventar” necesidades, pues todo pasó a ser
mercancía. Todo, absolutamente todo se comienza a hacer para el mercado: la
salud, la educación, la espiritualidad, el sexo, la diversión, etc.
Debe quedar claro que el cambio climático por
efecto del calentamiento global es un proceso natural que comenzó hace 12,000
años atrás a partir del retiro de la última glaciación, luego de lo cual se
pudo llegar a la agricultura y a la domesticación de los primeros animales,
transformándose el Ser Humano de nómada en sedentario. Surgió ahí el
establecimiento fijo de sociedades agrarias con una producción excedente, a
partir de lo que nacen las aglomeraciones humanas basadas en la propiedad
privada con clases antagónicas. Desde ese entonces ya conocemos la historia:
las clases poseedoras defienden a muerte (¡a muerte!) su propiedad, y la
“violencia” se ha transformado en la “partera de la historia” (ningún cambio en
las relaciones de poder ha sido –ni parece que pudiera ser– pacífico). Quien
tiene, quien se siente poseedor, se resiste a ceder lo que considera propio
(propietario de los medios de producción, el varón de las mujeres, etc.)
En estos momentos cursamos el final de ese proceso
de glaciación por el deshielo de los polos Norte y Sur y de los glaciales en
las cordilleras del Himalaya, Los Andes y Los Alpes. Pero a ello hay que sumar
algo novedoso: en el actual calentamiento global hay mano humana comprometida.
La industria moderna, que se alimenta en muy buena medida de productos no
renovables para su funcionamiento, ha causado daños irreparables a los
ecosistemas. No pareciera que el actual ecocidio fuera consecuencia de ciclos
naturales: el desmedido afán de ganancia ha llevado a la presente (y
catastrófica) situación.
Esa
cultura del consumo a que dio lugar el capitalismo mercantil es insostenible,
más aún la basada en el petróleo. Al generarse artificialmente las necesidades,
eso no tiene fin. De ese modo, en función de ese modelo de desarrollo, el
planeta se está empezando a poner en serio riesgo, pues todo entra en la lógica
de la depredación, todo pasa a ser botín. Es decir: el planeta en su conjunto
se constituye en materia prima para una industria que lo único que busca es vender,
forzar a consumir a cualquier precio.
Esa
locura consumista puede observarse a diario en cualquier rincón del planeta,
pero este momento puntual entre fines de noviembre y principio de diciembre del
2015 permite apreciar en su más descarnada expresión la contradicción en juego:
mientras se reúnen en París, Francia, mandatarios de todos los países del mundo
más una presencia enorme de técnicos y allegados que eleva la cifra de
participantes a 45,000 personas, todos oficialmente empeñados en detener el cambio
climático en curso, la proximidad de las absurdas fiestas navideñas ha
disparado una vez más la típica fiebre del consumo de esta época, haciendo que
se aumente exponencialmente la venta de las más interminable lista de
productos. ¿Realmente se quiere salvar el planeta? Pareciera que no. ¿Hay acaso
alguna declaración, o siquiera mención, en la Cumbre de París sobre este
aluvión de consumo navideño irracional?
Es
eso, el alocado consumo de “necesidades inventadas”, lo que produce el colapso
de la Madre Tierra, y no otra cosa. El problema no es el “natural” cambio
climático; el verdadero problema es el modelo capitalista en curso. La
progresiva falta de agua dulce, la degradación de los suelos, los químicos
tóxicos que inundan el globo terráqueo, la desertificación, el calentamiento
global, el adelgazamiento de la capa de ozono que ha aumentado por 13 la
incidencia del cáncer de piel en estos últimos años, el efecto invernadero
negativo, el derretimiento del permafrost
o permagel, son todas consecuencias de un esquema productivo devastador que no
tiene sustentabilidad en el tiempo. ¿Cuánto más podrá resistirse esta rapiña de
los recursos naturales? Las sociedades agrarias “primitivas”, o inclusive las
tribus del neolítico que aún se mantienen, son mucho más moderadas en su
equilibrio con el medio ambiente que el modelo industrialista consumidor de
recursos no renovables que puso en marcha el capitalismo.
Ahora
bien: ¿para qué entonces esas periódicas reuniones monumentales donde se
discute, supuestamente, el destino de la Humanidad y de su casa común, el
planeta Tierra, tal como la que ahora se vive en París? ¿Para qué toda esta
parafernalia, insustancial en definitiva, que se mueve de un punto a otro del
mundo cada tantos años: Montreal, Nairobi, Kyoto, Copenhague, Cochabamba,
París? ¿Por qué la situación no mejora realmente? Pues porque no hay la mínima
intención de cambio en las grandes corporaciones globales que manejan el mundo.
Así de sencillo.
¿Para
qué se reúnen entonces, con tanta pompa y bulla, estas Cumbres? Por un lado,
para salvar al capitalismo en tanto sistema, dado que es el acusado principal
del calentamiento global que se vive. Y el sistema no se puede dejar venir
abajo. Pero por otro lado –quizá es el objetivo principal– para incidir en
forma planetaria en las decisiones fundamentales que pesan en el mundo, para
marcar las líneas de acción que deberán tomar los países dependientes (la gran
mayoría) y la ONU. En definitiva: para que las grandes corporaciones globales
que mueven fortunas inconmensurables puedan seguir produciendo alocadamente y
no pierdan ni un centavo, buscando mecanismos alternativos para continuar con
sus negocios. Por ejemplo: certificando el “derecho a contaminar”. Es decir:
distribuyendo entre todos los países miembros de Naciones Unidas cuotas de
desarrollo (léase: contaminación tolerada), que luego el país, si no la
utiliza, podrá venderla a uno industrialmente desarrollado. O para cumplir con
la “corrección política” de firmar Protocolos que luego nunca cumplen en sus
procesos industriales, pues no hay fuerza real que los puede poner en cintura.
Es
evidente que dentro del marco del libre mercado no hay solución posible para
estos problemas. Se necesita, entonces, pensar en nuevas salidas, nuevos
modelos. ¿Qué hacemos?
mmcolussi@gmail.com
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