El rasgo dominante en la cultura de la naturaleza en nuestra
América ha sido, y en gran medida sigue siendo, el de la fractura evidente
entre las visiones de quienes dominan y quienes padecen las formas de
organización de las relaciones entre las sociedades de la región y su entorno
natural.
Guillermo Castro H.
/ Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá
Para
Ricardo Melgar Bao, en Hilda
Tiempos
Del río Bravo a la Patagonia, la América nuestra abarca unos 22
millones de kilómetros cuadrados que albergan una
extraordinario diversidad de ecosistemas, desde desiertos extremadamente
secos hasta bosques tropicales muy húmedos, y desde vastos humedales marino –
costeros hasta praderas y páramos de cuatro mil metros de altura. Esta riqueza
incluye 576 millones de hectáreas de reservas cultivables; el 25% de las
áreas boscosas del mundo; entre 60 y 70% de todas las formas de vida del
planeta; que reciba el 29% de la precipitación mundial y posea una tercera
parte de los recursos hídricos renovables del mundo, y que
cuente importantes reservas de combustibles fósiles y de
minerales: litio, 65%; plata, 42%; cobre, 38%; estaño, 33%; hierro, 21%;
bauxita, 18%; níquel, 14%, y petróleo, 20%. Al propio tiempo, y sobre todo,
nuestra América alberga unos 600 millones de habitantes. De ellos, alrededor
del 80% reside en áreas urbanas, entre las que se cuentan cuatro megaciudades –
México, Sao Paulo, Buenos Aires y Rio de Janeiro – en las que residen más de 55
millones de personas. Toda esa gente vive desde fines del siglo XX en una
circunstancia de crecimiento económico incierto, inequidad social
persistente, y degradación ambiental constante.
Esta situación no es ni natural ni casual. Hemos llegado a ella
– es más, la hemos producido – a lo largo de un proceso
histórico que combina al menos tres tiempos distintos, que se subsumen el uno
en el otro hasta conformar la circunstancia que nos ocupa, y las tendencias
dominantes en su evolución. El primero de ellos corresponde a la larga
duración de la presencia humana en el espacio americano. Esa presencia, en
efecto, operó a través de una gama muy amplia de modalidades de interacción con
el medio natural americano a lo largo de entre 30 y 15,500 años de desarrollo
anterior a la Conquista europea de 1500 – 1550, que dieron lugar a importantes
procesos civilizatorios, en particular en Mesoamérica y el Altiplano andino.
El segundo, de mediana duración, corresponde al
período de control europeo de la que vendría a ser la América nuestra. Ese
control operó hasta mediados del siglo XVIII a partir de la creación de sociedades
tributarias sustentadas en formas de organización económica no capitalistas –
como la comuna indígena, el mayorazgo feudal y la gran propiedad eclesiástica
-, para descomponerse a lo largo del período 1750 – 1850 a partir del interés
de las Monarquías española y portuguesa por incrementar la renta colonial de
sus posesiones americanas, primero, y por el de los grupos dominantes en esas
posesiones por asumir esa renta en su propio beneficio, después. Y el tercer
tiempo - de duración menor pero intensidad mucho mayor en lo que hace a sus
consecuencias ambientales-, se extiende de 1870 a 1970, y corresponde al
desarrollo de formas capitalistas de relación entre los sistemas sociales y los
sistemas naturales de la región, hasta ingresar de 1980 en adelante en un
proceso de crisis y transición aún en curso.
En el punto de partida de este tercer período se encuentra la
Reforma Liberal que siguió a las revoluciones de independencia de 1810, y que
para 1875 había conseguido crear los mercados de tierra y de trabajo necesarios
para abrir paso a formas capitalistas de organización de las relaciones de las
nuevas sociedades nacionales y su entorno natural, con vistas a satisfacer la
creciente demanda Noratlántica de materias primas y alimentos. El proceso
así iniciado tuvo una expansión sostenida a lo largo de la mayor parte del
siglo XX, bajo formas políticas, económicas y tecnológicas de organización muy
diversas, desde el peonaje semi servil de las explotaciones oligárquicas hasta
la creación de enclaves de capital extranjero, de mercados protegidos y de
empresas estatales de apoyo y subsidio a los mismos.
Para la década de 1990, por último, se hizo ya evidente el
inicio del doble proceso – en el que aún andamos - de crecimiento urbano y
transformación de las regiones interiores, que habían tenido hasta entonces una
relación apenas marginal con la economía de mercado, en fronteras de recursos a
partir de las estructuras de poder que hacen persistente la inequidad en el
acceso a los frutos del crecimiento económico.
Vistas así las cosas, la mayor dificultad que nos
presenta la comprensión de esta crisis radica en el modo en que en ella operan
a un tiempo todos los tiempos del proceso histórico que ha conducido al período
de transición que la propia crisis expresa. Ninguno de los períodos
anteriores, en efecto, se agota en sí mismo. Por el contrario, cada uno aporta
premisas y consecuencias que contribuyen a definir el desarrollo del siguiente
y las complejidades del presente.
Así, por ejemplo, la temprana ocupación del espacio americano
por los humanos – y el posterior aislamiento de esos humanos respecto a sus
semejantes durante al menos 15,500 años contribuye a explicar la función de
reserva de recursos naturales que nuestra América desempeña en la crisis
ambiental global. Así, al ocurrir la Conquista europea las sociedades
aborígenes más avanzadas estaban apenas en los inicios de la transición a la
edad de los metales, y los yacimientos minerales del espacio americano estaban
virtualmente intactos.
Espacios
La Conquista, como sabemos, produjo una radical transformación
de las sociedades, los territorios y los paisajes de la región. Así, la
nueva Iberoamérica pasó a ser organizada en una red de asentamientos
humanos conectados entre sí y con el mercado mundial, y sostenidos por
actividades mineras y agropecuarias dependientes de mano de obra servil en
casos como el de Mesoamérica y el altiplano andino, o esclava, sobre todo en el
espacio caribeño y el litoral Atlántico. Las nuevas sociedades que emergieron
de aquel proceso pueden ser agrupadas en cuatros grandes áreas territoriales.
Una tuvo y tiene un claro carácter indoamericano, al
que contribuyeron tanto la feudalidad de la cultura de los conquistadores como
ciertos rasgos “de la organización política prehispánica” en las áreas
mesoamericana y andina, que “facilitaron la dominación colonial”, como lo
indica el historiador costarricense Julio Solórzano. Otra, de
carácter afroamericano, se conformó a partir de la importación
de unos 10 millones de esclavos africanos para compensar la pérdida de la mano
de obra indígena – en particular en el espacio caribeño y el Nordeste brasileño
-, en particular entre fines del XVIII y mediados del XIX para atender la
demanda europea y norteamericana de bienes como el azúcar, el café y el cacao.
Y a estas regiones se agregaron otros dos: un espacio mestizo de
fuerte presencia europea, en las zonas agroganaderas de la cuenca del Plata y
del centro de Chile, y un vasto conjunto de regiones interiores, transformadas
en zonas de refugio de población indígena, mestiza y
afroamericana que se desligaba del control colonial, que retornaba a formas de
producción y consumo no mercantiles.
Culturas
La crisis que hoy enfrentan las sociedades latinoamericanas en
sus relaciones con el mundo natural incluye la de sus visiones acerca de ese
mundo y esas relaciones. En esa crisis afloran tanto las viejas contradicciones
y conflictos no resueltos entre las culturas de los conquistados y los
conquistadores del siglo XVI como aquellas entre expropiadores y expropiados
generadas por la Reforma Liberal del XIX, que reemergen hoy con el añadido de
la creciente importancia que adquieren las grandes corporaciones Noratlánticas
y asiáticas que pasan a ser las principales organizadoras de la explotación de
los recursos naturales de la región.
Así, el rasgo dominante en la cultura de la naturaleza en
nuestra América ha sido, y en gran medida sigue siendo, el de la fractura
evidente entre las visiones de quienes dominan y quienes padecen las formas de
organización de las relaciones entre las sociedades de la región y su entorno
natural. Esa fractura se expresa en el conflicto, cada vez más evidente, entre
una cultura dominante que ha evolucionado en torno a ideales de lucha de evidente
filiación Noratlántica – como la civilización contra la barbarie, primero; del
progreso contra el atraso, después, y finalmente del desarrollo contra el
subdesarrollo-, y un conjunto de culturas subordinadas – sobre todo de origen
indo y afroamericano – que se han desarrollado desde otras raíces, cuyo
horizonte utópico no se ubica en el crecimiento incesante de Occidente, sino en
el buen vivir que resulte de la armonía de las relaciones de los seres humanos
entre sí y con su entorno natural.
En nuestra América esa brecha sólo empieza a ser encarada en el
período 1880 – 1930, a partir de nuestros primeros movimientos sociales
modernos, y a través de voceros tan destacados como el cubano José Martí, y el
peruano José Carlos Mariátegui. La advertencia del primero en 1891 sobre la
necesidad de encarar el conflicto “entre la falsa erudición y la naturaleza”
conduce por necesidad a la demanda de un socialismo indoamericano, que no fuera
copia ni calco de otro alguno, por parte del segundo, en 1927.
A partir de esa raíz, lo popular viene a hacer parte de la
conformación de una intelectualidad moderna en nuestra América, que alcanza su
primera concreción con la expansión industrial y el desarrollo urbano
característicos de la segunda mitad del siglo XX. Para la década de 1970, esa
intelectualidad había generado una visión del mundo que no reconocía ya el mero
crecimiento económico como evidencia de los frutos del progreso y del avance
hacia la civilización a través del desarrollo. Por el contrario, expresaban una
creciente inquietud por el carácter a todas luces insostenible de ese
desarrollo basado en la ampliación constante de la exportación de materias
primas para otras economías.
Este proceso de maduración cultural ha experimentado un
creciente impulso en el siglo XXI. Desde arriba, por así decirlo, la región ha
conocido un notorio crecimiento de la institucionalidad ambiental, que ha
trasladado al interior de los Estados – sin resolverlo – el conflicto entre
crecimiento económico extractivista y sostenibilidad del desarrollo humano.
Desde abajo, la resistencia indígena y campesina a la expropiación de su
patrimonio natural y la lucha por sus derechos políticos se combina con la de
los sectores urbanos medios y pobres por sus derechos ambientales básicos.
En ese marco, en nuestra América viene ocurriendo un proceso de
renovación intelectual en el que coinciden lo mejor de la tradición académica
Occidental, los aportes a la comprensión de nuestras razones y nuestro lugar en
el mundo de autores como José Martí y José Carlos Mariátegui, y el pensamiento
que emerge de los nuevos movimientos sociales de la región. A partir de allí,
el ambientalismo de nuestra América participa hoy, junto a los de otras
regiones del mundo, en el desarrollo de campos nuevos del conocer – como la
historia ambiental, la ecología política, la economía ecológica y la ecología
moral -, y su producción en todos ellos constituye, ya, parte integrante de la
cultura ambiental que emerge de la crisis global.
Nos encontramos, así, inmersos en un período de transición en el
que emergen viejos conflictos no resueltos, en el marco de situaciones
enteramente nuevas, en cuyo marco todo el pasado actúa en todos los
momentos del presente. De esa síntesis emerge ya una conclusión que puede
ser estimulante para unos como inquietante para algunos, siendo ineludible para
todos. En efecto, en la medida en que el ambiente es el resultado de las
interacciones entre la sociedad y su entorno natural a lo largo del tiempo, si
se desea un ambiente distinto será necesario crear sociedades diferentes,
abiertas a todas las soluciones que demande la creación de las condiciones del
vivir bien que demanda nuestra gente. Este es el desafío fundamental que nos
plantea la crisis ambiental, en nuestra América como en todas las sociedades
del planeta.
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