Carlos María Romero Sosa
/ Especial para Con Nuesra América
Desde Buenos Aires, Argentina
Nicanor Parra (1914-2018) |
Si en las clases de lengua y literatura
de los primeros años del bachillerato,
me hubieran enseñado que las matemáticas
y las letras no son antagónicas; y hasta mencionado ejemplos al respecto, como el del colombiano Jorge Isaacs, que era
ingeniero; el de nuestro Ernesto Sábato, doctor en física; o el del chileno
Nicanor Parra, que se dedicó con paralelo ahínco tanto a la docencia e investigación de
las ciencias exactas, como a la poesía y
a las traducciones de Shakespeare y otros genios del idioma inglés, sin duda
hubiera mirado yo con simpatía la aritmética y la geometría, tan mal enfocadas
desde el punto de vista pedagógico en mis lejanos tiempos de estudiante secundario.
Traigo esto a cuento, porque fue uno de los primeros sentimientos que me asaltó
al enterarme de la muerte del inventor de la “antipoesía” y recordar que
el “futuro poeta de Chile”, según el
augurio de Gabriela Mistral en
1938, luego de la publicación del primer
libro de Nicanor: “Cancionero sin nombre”, estudió hasta graduarse matemáticas, física y
mecánica y enseñó esas disciplinas durante décadas: “Soy profesor de un liceo obscuro,/ He
perdido la voz haciendo clases, (Después de todo o nada/ Hago cuarenta horas
semanales”).
Quizá uno de los argentinos que más lo frecuentó fue el escritor Roberto Alifano, tan vinculado a Borges. Asiduo visitante a la casa de Las Cruces, frente al Pacífico,
a su generosa intermediación debo un
dibujo que el sin par creador oriundo de la región del Bío Bío me dedicó, hace
casi dos décadas y el que conservo
enmarcado. Ese boceto con el que ilustré la tapa de mi poemario “Otrosi Digo” en 2008, luce en la característica caligrafía de
Parra la leyenda final: “El Siglo XX y
yo nos estamos muriendo”. Por fortuna para él y para el Arte y la Cultura en
general, erró en el vaticinio ya que traspasó con holgura el siglo XXI.
Como prestigio y popularidad no son sinónimos, gozó siempre por sobre
todo de lo primero. En lo segundo le ganaba su hermana Violeta: “Y, para colmo, hermano de Violeta”,
repite el leitmotiv de las estrofas en
metro endecasílabo dedicadas por Joaquín
Sabina al ganador en 2011 del Premio Cervantes. Fue así hasta que, precisamente su
longevidad, resultó dar más motivo a los comentarios periodísticos que su literatura. (Otro tanto ocurrió aquí
con el cordobés universal Juan Filloy, que tan antiacadémico como él, llegó a
las puertas de los 106 años).
Tal vez afloraron a su alrededor resquemores y sectarismos políticos, ya que su biografía muestra que el compromiso
ideológico no fue lo más gravitante en su existencia: “Políticamente, éramos, en general, apolíticos; más exactamente
izquierdistas no militantes (…) Yo me inclinaba por la filosofía oriental”,
memoró sobre la Generación del 38 a la que pertenecía. Por de pronto el
compromiso era menor que el de Violeta, próxima al Partido Comunista; y por
cierto que el de sus contemporáneos
Pablo Neruda y Gonzalo Rojas. O del bastante mayor en edad Pablo de
Rokha que publicó en 1950 “Funeral por los héroes y mártires de Corea”, un año antes de aparecer los “antipoemas” en los Anales de la
Universidad de Chile con un estudio preliminar de Enrique Lihn; anticipo del
libro “Poemas y antipoemas” de 1954. Sin embargo, el después crítico del
pinochetismo por el atajo de las humoradas en
“Chistes para desorientar a la policía/poesía”, en septiembre de 2010 con noventa y seis años, se sumó a una huelga de hambre en respaldo a los presos
políticos mapuches. Y bien se enmarca esa actitud del humanista lector de la
Biblia y atento también a la ecología, con su historial solidario. Ya en la muy
anterior composición “Los vicios del mundo moderno”, escribió contra: “Las discriminaciones raciales,/ El
exterminio de los pieles rojas,/ Los
trucos de la alta banca,/ La catástrofe de los ancianos,/ El comercio
clandestino de blancas realizado por sodomitas internacionales.”
¿Por qué lo de “antipoemas”?
Se ha teorizado que han de serlo menos por sentido de oposición al arte de
Erato, que por significar una anticipación, un ir delante de la Poesía como el
antifaz que se antepone al rostro. En suma, de adelantarle a ella nuevas posibilidades expresivas, lo hizo con versos
nada abstractos sin hiperrealismo, vitales lejos del agobio existencial,
escandidos extremando el registro estético sin caer en el mal gusto, de
rotundidad aforística o incluso de greguería ramoniana por la metáfora más el
humor que los caracterizan. Versos
desprejuiciados, irónicos y, al subrayar de Harold Bloom, redactor del prefacio de sus Obras Completas
editadas por Galaxia Gutemberg: concebidos en los límites de la ironía.
Versos referenciados a lo cotidiano
equilibradamente despejados de prosaísmo por chispazos líricos sin desbordes
románticos ni adjetivos que “si no dan
vida, matan”, como enseñó su compatriota Vicente Huidobro. Por cierto que
los animan el imperativo adánico de
renombrar lo existente, sin juegos lingüísticos: “El poeta no cumple su palabra/ Si no cambia el nombre de las cosas.”
A veces el autor se sintió arrastrado en
la confusión babélica: ¿Quién hizo esta
mezcolanza?; y –el que advierte no traiciona- se proclamó mendaz: “Yo digo una cosa por otra.”
Cronometró del poema el tiempo correspondiente al encuentro de la conciencia y el inconsciente, del intelecto y el sentimiento,
del recuerdo y la desmemoria. Así, aferrado
para evitar el vértigo del abismo a los objetos y los hechos que lo
circundaban, confesó: “Me dediqué a
dormir;/ Pero las escenas vividas en épocas anteriores se hacían presentes en
mi memoria”. ¿Habrá de ser que
sus versos tan ajenos a la solemnidad, suelen iniciarse
con letra mayúscula para significar que
cada uno de ellos oficia como una proposición autónoma y articulada con el
contexto de la estrofa y el mundo? Eso sí: suelen ser versos de overol con
manchas de trabajo y “acción a distancia”, a los que rehusó
vestir con lujo esteticista ni evasivo ensueño. Y ello sin haber descuidado en
la juventud los latidos del corazón enamorado y pruebas al canto el antológico
“Es olvido”, con ecos modernistas y resuelto con el impactante -y oportuno-
recurso del hipérbaton: “Juro que no
recuerdo ni su nombre,/ más moriré llamándola María,/ No por simple capricho de
poeta:/ Por su aspecto de plaza de provincia./ ¡Tiempos aquellos!, yo un
espantapájaros,/ Ella una joven pálida y sombría/ Al volver una tarde del
Liceo,/ supe de la su muerte inmerecida,/ Nueva que me causó tal desengaño/ que
derramé una lágrima al oírla.”
Sin embargo y más allá de que se mantuvo ajeno a un idealismo filosófico
a lo Borges, al surrealismo y al onerismo,
al leer su producción, bien puede imaginarse a Nicanor Parra coincidiendo con Macedonio Fernández –una de sus admiraciones
de este lado de la Cordillera, otra era José Hernández- en la experiencia que
no todo es vigilia la de los ojos abiertos.
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