Esta elección ha
mostrado la factura que le ha pasado al país el impulso de las reformas
neoliberales y su impacto en el orden cultural y político. Ciegos y sordos, los
grupos dominantes tienen en su agenda seguirlas profundizando y, con ellas,
ahondando las contradicciones que cada vez más perfilan una nueva Costa Rica.
Rafael Cuevas Molina / Presidente AUNA-Costa Rica
Ilustración de Fernando Zúñiga. |
La identidad cultural
hegemónica costarricense se encuentra en un acelerado proceso de recomposición
que se inició en la década de los ochenta del siglo XX. Esa identidad conoció
antes tres momentos históricos en los que los lentos movimientos en el orden de
la cultura se aceleraron.
Uno, en el último
tercio del siglo XIX, cuando la oligarqu ía criolla se dio
a la tarea de conformar la identidad nacional, la cual la hizo girar en torno a
algunos postulados ideológicos que adquirieron el rango de “rasgos identitarios
nacionales”, siendo uno de los más importantes el de la especificidad
costarricense, que establecía que Costa Rica es una nación distinta y mejor que
el resto de naciones centroamericanas, marcada por su blanquitud, su cultura
superior, su espíritu pacífico y su apego a las reglas y normas del estado de
derecho.
Este constructo
ideológico se reconfiguró y potenció en la segunda mitad del siglo XX, cuando
el proyecto político de los liberales, que había entrado en crisis desde los
años treinta, fue reformulado por grupos políticos típicos de la posguerra, los
socialcristianos y los socialdemócratas. Esta potenciación y reperfilamiento
estuvo signado por la construcción del Estado benefactor, que resaltó características
como el respeto del costarricense a los derechos humanos.
Pero el proyecto
reformista entró en crisis a inicios de los ochenta, y fue paulatinamente
sustituido por un nuevo modelo, el neoliberal, que nuevamente puso su impronta
en la identidad nacional hegemónica. En esta oportunidad, el acento puesto por
el modelo económico en las exportaciones hacia el exterior, y en la atracción
de inversión extranjera y turismo hacia el interior, hizo que apareciera la
necesidad de “vender una imagen-país” (pero que también se entronizó al
interior del país), la cual se centró en la idea de Costa Rica como paraíso
natural, pacífico, alegre y despreocupado; una especie de Edén tropical.
La capacidad del Estado
costarricense de construir consenso en torno a estos imaginarios identitarios
nacionales fue remarcable. Tuvo como base amplios procesos de cooptación de los
sectores populares a través de políticas sociales hasta 1980. El Estado
benefactor fue el principal pilar de esa cooptación que le otorgó legitimidad a
la hegemonía de las clases dominantes durante la segunda mitad del siglo XX,
pero el paulatino impulso de las políticas neoliberales lo puso en jaque, e
inició su proceso de desgaste.
Paulatinamente, desde
inicios de la década de los ochenta, la homogenidad identitaria se ha venido
fragmentando. La narrativa de los grupos dominantes se fue encapsulando en
algunos grupos sociales que no fueron tan golpeados por las políticas
neoliberales, que llevaron a que Costa Rica se transformara en los últimos 15
años en el país de América Latina en el que más creció la desigualdad.
Quiere decir todo esto
que, subterráneamente, sin que la burbuja que contiene el meollo de lo
dominante y sus adláteres se diera cuenta, el discurso cohesionador -que antes
de las reformas neoliberales tenía una base material y mecanismos materiales y
simbólicos para alcanzar el consenso- se fue desgastando.
Este desgaste encontró
expresión en lo político hace ya varios años. El primer campanazo que sacó a
flote esas corrientes subterráneas de desviación de la norma fueron las
elecciones de 2006, cuando el candidato de un partido emergente recién fundado,
estuvo a punto de arrebatarle el triunfo a la estrella rutilante del escenario
político costarricense, el señor Oscar Arias Sánchez, Premio Nobel de la Paz,
campeón de la negociación en la guerra centroamericana y, en esa oportunidad,
candidato presidencial por segunda vez.
La segunda advertencia
llegó con la aplastante victoria de ese nuevo partido emergente en el 2014. Es
en ese momento que se evidencia que existen amplios sectores de la población
que están descontentos con el orden de cosas, que se sienten marginados y
defraudados en sus expectativas de vida, y que tienen un resquemor con aquellos
que identifican como los causantes del estado de cosas que los ha llevado a la
marginalidad.
A estos grupos no les
calzan las consignas light del modelo identitario nuevo que impulsan los grupos
hegemónicos, que giran en torno a la internacionalizada expresión de Costa Rica
como país “pura vida”, feliz como ningún otro, amante de la fiesta, la
diversión y la fraternización con el visitante extranjero. Ellos se sienten
desamparados y sin esperanzas, por lo que buscan refugio en quien se los ofrece
a la vuelta de la esquina, en cada cuadra o caserío del país: las iglesias
pentecostales.
Es ahí, en esas
pequeñas iglesias que impulsan la teología de la prosperidad, en donde
encuentran un nuevo sentido de vida que les llena el vacío interior que les
deja el ideario neoliberal dominante centrado el individualismo, la competencia
y el consumo, pero al que no pueden acceder aunque se les proponga como
sinónimo de felicidad.
Las iglesias
pentecostales también giran en torno a ese ideario, pero lo complementan con el
apoyo ante las dificultades que una sociedad crecientemente fracturada, a la
que se le debilitan los lazos de cohesión social, les pone al frente.
Es en ese contexto que
se realizan las elecciones de 2018, cuando un candidato proveniente de las
filas de esas iglesias irrumpe y avasalla, pasando en primer lugar a la segunda
ronda, dejando perplejos a los grupos que vivían en la burbuja. Ahora se dan
cuenta que no hay una sino, por lo menos, dos Costa Rica, casi enfrentadas, con
valores y perspectivas distintas. La Costa Rica moderna se enfrenta ahora a la
Costa Rica que se aferra a valores tradicionales que le dan seguridad ante los
cambios a los que se enfrenta el país a inicios del siglo XXI: la creciente
violencia y la inseguridad; la galopante corrupción; el mal funcionamiento de los
servicios públicos y la inoperancia estatal.
Esta
elección ha mostrado la factura que le ha pasado al país el impulso de las
reformas neoliberales y su impacto en el orden cultural y político. Ciegos y
sordos, los grupos dominantes tienen en su agenda seguirlas profundizando y,
con ellas, ahondando las contradicciones que cada vez más perfilan una nueva
Costa Rica. Eso quiere decir que, si no se cambia el rumbo, en el futuro,
vendrán nuevas sorpresas.
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