Arnoldo Mora RodrÍguez / Especial para Con
Nuestra América
Este 4 de febrero
recién pasado el pueblo costarricense firmó el acta de defunción del monopolio
bipartidista, que hegemonizó el poder en nuestra democracia mediatizada durante
la Guerra Fría. A partir del 2010, con
el gobierno de minoría de Laura
Chinchilla se inició el tránsito hacia
una nueva época en nuestra historia política con la inexorable agonía
del bipartidismo, pues Laura ganó cómodamente la presidencia pero su partido (Partido
Liberación Nacional, PLN) no logró la mayoría en el Congreso, por lo que sólo
pudo gobernar haciendo alianzas con otros partidos. Esta tendencia se acentuaría
en las elecciones de 2014, con el triunfo aplastante en segunda vuelta de Luis
Guillermo Solís al frente de un partido que ganaba las elecciones por primera
vez, si bien sus dirigentes, incluido Luis Guillermo, provenían de las filas del
PLN.
Si bien en
esa ocasión sucumbió el bipartidismo, lo fue tan solo en el Poder Ejecutivo,
por lo que no feneció totalmente. En las elecciones pasadas Liberación
logró elegir la fracción parlamentaria más numerosa, lo que le permite
conservar una mayoría relativa en el Congreso que, aunado al modesto pero
significativo crecimiento del otro partido con que compartía el monopolio
bipartidista tradicional, el Partido Unidad Social Cristiana, configura una
sólida mayoría parlamentaria. El golpe mortal sufrido por el bipartidismo, al
que aludía al inicio de estas líneas, proviene del resultado de la votación
para elegir presidente de la República, pues los dos partidos tradicionales
fueron severamente castigados por los
ciudadanos al ser drásticamente dejados de lado en su camino a Zapote. En la
segunda ronda, cuyos fuegos ya se han lanzado, serán dos partidos no
tradicionales, uno ya experimentado en las lides del gobierno y otro totalmente
novato e imprevisible, los que se
disputarán el sillón presidencial.
En mi opinión, esta insólita realidad que
tiene boquiabiertos por no decir, azorados, a no pocos observadores dentro y
fuera de un país que goza, con sobrada razón, de un amplio prestigio por ser la
más antigua y consolidada democracia de una región como América Latina, donde
los regímenes políticos calificados de democráticos suelen ser escasos, sólo puede entenderse si nos percatamos de
que dos nuevos sujetos históricos han asumido los papeles protagónicos en el
escenario político nacional y serán quienes se disputarán el solio presidencial
el próximo 1ro. de Abril. Uno de ellos lo hegemonizan los sectores medios
urbanos predominantemente de la Meseta Central, y el otro los sectores
empobrecidos y tradicionalmente marginados de las provincias costeras y de los
barrios suburbanos de las ciudades del Valle Central y de los dos principales
puertos del país. Los primeros recurren a un lenguaje político y se organizan
en movimientos de masa en apoyo a un partido y a un programa de gobierno liderados por un candidato de un partido definido, el PAC. El otro
candidato, cuyo partido es de índole confesional, recurre a una ideología y a
un lenguaje de origen religioso, marcadamente decantado hacia una cosmovisión
apocalíptica, de la que se desprende una interpretación dogmática y
autoritaria, acrítica y anticientífica
del poder político, inspirada en la prédica moralista, usual en las congregaciones
fundamentalistas de tinte sectario. El contraste no podría ser mayor.
En estas
recientes elecciones quedó patente el
abismo que separa a los diferentes estratos económicos, sociales, geográficos y
culturales de una Costa Rica, cuya clase política tradicional no ha dado
muestras de haber asumido. El imaginario colectivo del costarricense medio ha
sido estremecido por una especie de sunami. Tradicionalmente para el
costarricense, profundamente marcado por la educación formal y por los medios
de comunicación, nuestros rasgos
característicos son los de un hombre
blanco de clase media que habita la
Meseta Central. Pero la realidad es muy
otra. Sólo un 20% pertenece la clase media; la distancia entre los sectores
sociales se ha acrecentado debido a las políticas neoliberales imperantes. Las zonas costeñas y los populosos barrios
suburbanos sienten – con toda razón- que los mil veces prometidos beneficios
del progreso económico y social no les llegan. El narcotráfico y la delincuencia siembran el terror en sus
alrededores. Por eso, cuando la tierra
los desdeña, sólo atinan a escudriñar al cielo en búsqueda de una respuesta
aunque ésta sea ilusoria. El camino escogido por un sector nada desdeñable de
la ciudadanía que se inspira en sectas fundamentalistas de inspiración
religiosa, supuestamente sinceras pero que desdeñan los mejores valores cívicos
en que se ha fundamentado nuestra acendrada tradición republicana, sólo
conduciría a proliferar estas pestes que
hoy siembran el dolor y la miseria
en amplios sectores de la sociedad costarricense. El 1ro. de Abril
próximo los costarricenses tendremos una
ineludible cita con la Patria. De
nosotros – y sólo de nosotros- depende
que ese día celebremos la Pascua de Resurrección o nos enlutemos con los
crespones del Viernes Santo.
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