Raúl Zibechi / LA JORNADA
Desde que los sectores populares
desbordaron los centros de encierro y de ese modo neutralizaron las sociedades
disciplinarias, el gran desorden social que sobrevino impulsó la búsqueda de
nuevas formas con el fin de controlar grandes aglomeraciones humanas para, de
esa manera, recuperar la capacidad de gobernarlas. Sin ello, cualquier sistema,
y en particular éste basado en la explotación y la opresión, naufragarían en un
caos profundo.
Desde los años que siguieron al
estallido de 1968, esa búsqueda ha sido incesante. De lo que se trata es de
sustituir al caducado panóptico: una herramienta capaz de controlar multitudes
con la misma eficacia que el control individualizado. Las tecnologías que se
han desarrollado en los últimos años, muy en particular la inteligencia
artificial, van en esa dirección. No
aparecennuevas tecnologías que facilitan el control; se desarrollan prioritariamente aquellas que son más adecuadas para el control de grandes masas. Los resultados son estremecedores y debemos conocerlos para adquirir las capacidades necesarias para neutralizar estos dispositivos.
Las policías de los principales países,
China, Estados Unidos, Rusia y la Unión Europea, adoptaron las modernas
tecnologías para controlar mejor a sus ciudadanos. Días atrás los medios
difundieron cómo la policía china controla multitudes en las estaciones de
trenes, utilizando gafas dotadas de pequeñas cámaras para la identificación
facial, conectadas a la base de datos policial que les permite identificar a
las personas en segundos (goo.gl/3QdfBT).
Estamos hablando de grandes
concentraciones humanas, lo que implica la utilización de tecnologías muy
precisas y, además, la creación de una base de datos que está llegando a los
mil 400 millones de personas, o sea la totalidad de la población de la nación
más poblada del planeta. China ya instaló 176 millones de cámaras de seguridad,
que para 2020 serán 400 millones (goo.gl/YXerFW). En las regiones más
conflictivas, las bases de datos policiales incluyen escaneo de iris, ADN y
fotos de caras, apretando el cerco a los disidentes.
En los países occidentales ya se puede
hacer la foto de un vecino de asiento en el autobús, y en segundos conocer su
identidad. Si eso pueden hacer los usuarios de iPhoneX, podemos imaginar los
niveles de sofisticación que han alcanzado los servicios de seguridad del
Estado.
Un aspecto que merece ser reflexionado
lo propone el Centro de Derecho de la Privacidad y Tecnología de Georgetown.
Álvaro Bedoya, su director, reflexiona:
Las bases de datos de ADN y huellas dactilares se conformaban con personas con antecedentes penales. Se está creando una base biométrica de gente que respeta la ley(goo.gl/7ak3ES).
Los datos anteriores muestran el
increíble avance del Estado para controlar a las personas, pero también las
grandes empresas que cuentan con sistemas similares para
facilitarlas relaciones con sus clientes. El resultado es que estamos siendo vigilados a cielo abierto (antes sólo se podía vigilar en espacios cerrados), todo el tiempo y en todo lugar, como nunca antes en la historia de la humanidad. Es parte de la brutal concentración de poder y riqueza en los estados, que son controlados por el 1 por ciento más rico.
Es evidente que este desarrollo
–producto de la neutralización y desborde de los centros de encierro y
disciplina, algo que no debemos olvidar– afecta los modos y maneras de resistir
y de luchar contra el sistema. En la historia, cada tipo de opresión ha sido
respondida con nuevas estrategias. Me parece necesario trazar algunas
reflexiones de cara al futuro.
La primera es que estamos apenas en el
comienzo de formas cada vez más minuciosas de control de las poblaciones. Se
está inaugurando una nueva era de control de masas, estructural, no coyuntural,
que durará tanto tiempo como nos lleve a los sectores populares desbordarla o
neutralizarla. La tarea primordial en este momento es identificarlas.
La segunda es que debemos aprender del
pasado, en concreto de las luchas contra los centros de encierro, en particular
las fábricas y las escuelas, que fueron los espacios de disciplinamiento más
poblados y, por lo tanto, los más conflictivos. En rigor, no fue una lucha para
apropiarse del centro de mando, el panóptico, sino para destruirlo o
esquivarlo, de las maneras más insólitas pero siempre en base a la cultura
popular: trabajo a desgano, usar la salida a los baños como tiempo de fuga,
robarle segundos y minutos al cronómetro de la productividad, y así.
No fue una resistencia organizada desde
los sindicatos o partidos, y esto es fundamental. Fueron los propios obreros y
obreras, los internos de los centros de estudio y los estudiantes, los que
ganaron milímetros en cada contienda, algo que los dirigentes raras veces
comprendieron pero nunca orientaron. Estas culturas para sobrevivir a las
opresiones, como las que relata James Scott en Los dominados y el arte de la
resistencia, son poco estimadas y mal comprendidas por los que
apuestan todo al marco institucional, tan vacío como inconducente.
La tercera cuestión es: los más
variados modos de resistir la inteligencia artificial aplicada al control
masivo de las poblaciones tendrán una característica común: el control sobre
los cuerpos, nos está diciendo que esos cuerpos son y serán los campos de
batalla. No desestimo los análisis, ni las ideologías. Pero los cuerpos son el
núcleo de la emancipación; por lo tanto, alegrías y dolores, celebraciones y
angustias, modelan las rebeldías, como nos vienen enseñando los pueblos indios
y las feministas de abajo.
Puede parecer poco concreto. Lo es, sin
duda. No se trata de estudiar para definir una estrategia, sino de poner en
marcha acciones pequeñas y medianas, para neutralizar el control. Finalmente,
la creatividad humana, que es la clave de nuestra sobrevivencia como especie,
es una aventura sin certezas, con final impredecible. Sólo nos queda confiar en
nuestras fuerzas colectivas y en la terca tenacidad de la vida.
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