En este momento, la supervivencia de la democracia brasileña está en manos de la izquierda y el centroizquierda. Sólo pueden tener éxito en esta exigente tarea si se unen. Las fuerzas de izquierda son diversas y la diversidad debe ser bienvenida.
Boaventura de Sousa Santos / Página12
Vivimos
un tiempo de emociones fuertes. Para quienes –como yo y tantos otros–
acompañamos en estos años las luchas e iniciativas en el sentido de consolidar
y profundizar la democracia en Brasil y de contribuir a una sociedad más justa,
menos racista y menos prejuiciosa, este no es un momento de júbilo. Para
quienes –como yo y tantos otros– en las últimas décadas nos dedicamos a
estudiar el sistema judicial brasileño y a promover una cultura de
independencia democrática y de responsabilidad social entre los jueces y los
jóvenes estudiantes de Derecho, este es un momento de gran frustración. Para
quienes –como yo y tantos otros– estuvimos atentos a los objetivos de las
fuerzas reaccionarias brasileñas y del imperialismo norteamericano en el
sentido de volver a controlar los destinos del país –como siempre hicieron,
aunque esta vez pensaban que las fuerzas populares y democráticas habían
prevalecido sobre ellas–, éste es un momento de algún desaliento. Las emociones
fuertes son preciosas si son parte de la razón caliente que nos impulsa a
continuar; si la indignación, lejos de hacernos desistir, refuerza el
inconformismo y alimenta la resistencia; si la rabia ante sueños injustamente
destrozados no liquida la voluntad de soñar.
Este
no es el lugar ni el momento para analizar los últimos quince años de la
historia de Brasil. Me concentro en los últimos tiempos. La gran mayoría de los
brasileños saludó el surgimiento de la operación Lava Jato como un instrumento
que contribuiría a fortalecer la democracia por la vía de la lucha contra la
corrupción. Sin embargo, frente a las chocantes irregularidades procesales y la
grosera selectividad de las investigaciones, pronto nos dimos cuenta de que no
se trataba de eso sino de liquidar, por la vía judicial, tanto las conquistas
sociales de la última década como las fuerzas políticas que las hicieron
posibles. Sucede que las clases dominantes pierden frecuentemente en lucidez lo
que ganan en arrogancia. La destitución de Dilma Rousseff, que tal vez fue la
presidenta más honesta de la historia de Brasil, fue la señal de que la
arrogancia era la otra cara de la casi desesperada impaciencia por liquidar el
pasado reciente. Fue todo tan grotescamente obvio que, por un momento, los
brasileños consiguieron apartar la cortina de humo del monopolio mediático. La
señal más visible de su reacción fue el modo en que se entusiasmaron con la
campaña por el derecho del ex presidente Lula da Silva a ser candidato en las
elecciones de 2018, un entusiasmo que contagió incluso a aquellos que no lo
votarían si fuese candidato. Se trató, pues, de un ejercicio de democracia de
alta intensidad.
Sin
embargo, tenemos que convenir que, desde la perspectiva de las fuerzas
conservadoras y del imperialismo norteamericano, la victoria de este movimiento
popular era algo inaceptable. Dada la popularidad de Lula Silva, era muy
posible que ganara las elecciones en caso de ser candidato y eso significaría
que el proceso de contrarreforma que se había iniciado con la destitución de
Dilma Rousseff y la conducción política del Lava Jato habría sido en vano. Toda
la inversión política, financiera y mediática habría sido desperdiciada, todas
las ganancias económicas ya obtenidas estarían en peligro o perdidas. Desde el
punto de vista de estas fuerzas, Lula no podía volver al gobierno. Si el Poder
Judicial no hubiera cumplido su función, tal vez Lula fuera víctima de un
accidente de aviación o algo similar. Pero la inversión imperial en el Poder
Judicial (mucho mayor de lo que se puede imaginar), permitió que no se llegara
a tales extremos.
La
democracia brasileña está en peligro y sólo las fuerzas políticas de izquierda
y de centroizquierda pueden salvarla. Para muchos quizá sea triste constatar
que en este momento no es posible confiar en las fuerzas de derecha para
colaborar en la defensa de la democracia. Pero esa es la verdad. No excluyo que
haya grupos de derecha que sólo se reconozcan en los modos democráticos de
luchar por el poder; pese a eso, no están dispuestos a colaborar genuinamente con
las fuerzas de izquierda. ¿Por qué? Porque se ven como parte de una elite que
siempre gobernó el país y que aún no se ha curado de la herida caótica que le
infligieron los gobiernos lulistas, una herida profunda que proviene del hecho
de que un grupo social extraño a la elite osó gobernar el país y, encima,
cometió el grave error (y fue realmente grave) de querer gobernar como si fuese
una elite.
En
este momento, la supervivencia de la democracia brasileña está en manos de la
izquierda y el centroizquierda. Sólo pueden tener éxito en esta exigente tarea
si se unen. Las fuerzas de izquierda son diversas y la diversidad debe ser
bienvenida. Además, una de ellas, el PT, sufre el desgaste de haber gobernado,
un desgaste que fue omitido durante la campaña por el derecho de Lula a ser
candidato. Pero a medida que entramos en el período post Lula (por más que
cueste a muchos), el desgaste pasará factura y la mejor manera de enfrentarlo
es democráticamente, a través de un retorno a las bases y de una discusión interna
que lleve a cambios de fondo. Seguir evitando esta discusión bajo el pretexto
del apoyo unitario a otro candidato es una invitación al desastre. El
patrimonio simbólico e histórico de Lula salió intacto de las manos de los
justicieros de Curitiba & Co. Es un patrimonio a preservar para el futuro.
Sería un error desperdiciarlo, usándolo instrumentalmente para indicar nuevos
candidatos. Una cosa es el candidato Lula; otra, muy diferente, son los
candidatos de Lula. Lula se equivocó muchas veces y los nombramientos para el
Supremo Tribunal Federal así lo están mostrando. La unidad de las fuerzas de
izquierda debe ser pragmática, pero basada en principios y compromisos
detallados. Pragmática, porque lo que está en juego es algo básico: la
supervivencia de la democracia. Pero con principios y compromisos, porque el
tiempo de los cheques en blanco le causó mucho mal al país en todos estos años.
Sé que, para algunas fuerzas, la política de clase debe ser privilegiada,
mientras que, para otras, las políticas de inclusión deben ser más amplias y
diversas. La verdad es que la sociedad brasileña es una sociedad capitalista,
racista y sexista. Y es extremadamente desigual y violenta. Entre 2012 y 2016
fueron asesinadas más personas en Brasil que en Siria (279 mil contra 256 mil),
a pesar de que el país asiático estaba en guerra y Brasil, en “paz”. La
izquierda que piensa que sólo existe la política de clase está equivocada, la
que piensa que no hay política de clase está desarmada.
*
Doctor en Sociología del Derecho; profesor de las universidades de Coimbra y
Wisconsin-Madison.
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